domingo, 11 de noviembre de 2012

Hoy es otro día de pesadilla para E.U.

WASHINGTON, D. C. Con el reloj de la Historia inexorablemente detenido en otra hora de pesadilla para los Estados Unidos y bajo el silencio atómico que campea hoy en sus calles desoladas, toda la actividad de esta nación pareciera haberse reducido al simple cambio de luz en los semáforos y al vuelo intermitente de las hojas amarillentas del otoño.

Contrario a las muy conmovidas y conmovedoras reacciones cívicas y patrióticas al terror del 11 de septiembre de 2001, cuando el país se convirtió en una sola lágrima y en una sola bandera, esta vez el espíritu de Norteamérica no parece tener alientos ni siquiera para izarla, y mucho menos de nuevo a media asta.

En un hecho inédito, el Congreso Norteamericano delibera con carácter extraordinario y a puerta cerrada. Cuando en las dos cámaras deben estar cocinándose las más arduas disquisiciones políticas para conjurar el momento, ya a unos cien metros de los jardines de la Casa Blanca se escucha el murmullo de los reporteros, mientras en decenas de millas a la redonda el gorjeo de las mirlas es holgadamente la única referencia de sonido.

"No queda más remedio: hay que esperar", declaró afligida Rachel Weissmann, una ex-instructora de aeróbicos, de 48 años, a la Cadena CBS, cuando exhausta caminaba de regreso a casa con la canastilla vacía de su bicicleta, al cabo de cinco horas de pedalear ansiosamente por Washington D. C. en busca de algún supermercado abierto.

No obstante que el Gobierno Federal no ha decretado ninguna medida de confinamiento, se estima que son ya millones los ciudadanos que han optado el rumbo a sus hogares, donde permanecen subordinados a los noticieros de televisión. Ante la magnitud de los sucesos, una de las estrellas con mayor sintonía, el veterano entrevistador Larry King ha asumido la conducción de las noticias de CNN desde un estudio improvisado por la Radio Televisión Italiana (RAI) en una villa de Viareggio, sobre las costas del Mar de Liguria, donde el acontecimiento lo sorprendió en vacaciones y tras una noche de fasto alrededor de la piscina.

Restringido el transporte masivo, las terminales de tren y autobús, la navegación fluvial y marítima y los aeropuertos son objeto de un esmerado plan de contingencia para evitar aglomeraciones. Así como en la Bolsa de Nueva York el personal se apresuró a hacer clic en la opción "close" de sus computadoras para marcharse a casa, tampoco en las Grandes Ligas habrá turnos al bate, según lacónico anuncio de la Comisión de Béisbol.

A este ritmo el estado de cosas, se prevé que en cuestión de horas una envolvente quietud de camposanto se habrá decantado sobre las coordenadas geográficas que unen desde Key West (Florida) con Long Beach (California), hasta las líneas imaginarias que juntan a Portland (Oregon) con Portland (Maine).

Sin ocultar su asombro, en Nueva York el ex-alcalde Rudolph Giulianni se limitó a insinuar que "la ocasión resulta por lo menos propicia para que esta noche los fantasmas de la Gran Depresión de Wall Street en 1930 puedan salir de ronda hasta Times Square y para que los gatos negros de Queens pasen bajo la escalera de la calle peor iluminada sin asustar al peatón más supersticioso". Exabrupto o insignificancia, de algún modo sus palabras interpretan el rigor con que toda Norteamérica se recoge hoy para seguir el desarrollo de los hechos que de nuevo la mantienen en vilo.

Para quienes inexplicablemente apenas llegan a la sintonía, habrá que informarles que semejante atmósfera y perspectiva corresponden a la conmoción nacional y mundial sobre un hecho — "temerario", "insólito" y "suicida", según reacciones republicanas y demócratas— que hasta hoy era secreto de Estado por la Casa Blanca y por El Vaticano: El primer viaje del Presidente George W. Bush a Colombia, en compañía del Papa Juan Pablo II.

Muy a pesar de los riesgos, ambos líderes se proponían conocer de primera mano el drama de Bojayá, un indigente poblado afrocolombiano en el noroccidental Departamento del Chocó, que en la noche del 2 de mayo de 2002 irrumpió desde el anonimato con la masacre más fulminante en la enciclopedia del genocidio en Colombia: en poco menos de una hora, 129 civiles —incluidos 63 niños— fueron fusilados bajo la luna llena.

Por razones aún no esclarecidas, a bordo del helicóptero militar destinado para la misión viajaba también el muy controvertido senador colombiano Carlos Espinoza Faciolince, del Departamento de Bolívar. En su portal de internet, The New York Times señala que durante el vuelo "el hombre venía haciendo alarde de su guayabera amarilla, después de haber estado lanzando denuestos contra las investigaciones a su malograda reelección a la siguiente legislatura, en unos comicios en los que, por obra de los más vivos, resultaron votando copiosamente hasta los muertos".

El diario recuerda que dos años atrás el mismo personaje fue secuestrado por milicianos izquierdistas en un paraje rural al sur de Cartagena. No obstante, y al parecer por insalvables dificultades de empatía para lidiar con el cautivo, pronto los plagiarios lo devolvieron a la libertad, inclusive al precio —sin precedentes en estos casos— de no cobrar ni un centavo por el rescate.


 

Dechado de tecnología, el helicóptero —un "Infallible Falcon III"— había sido entregado por el Departamento de Defensa dentro del Plan Colombia, programa emblema de la lucha antidroga suscrito con los Estados Unidos. Del sinfín de prerrogativas que para efectos de seguridad e inteligencia ofrece este exclusivo tipo de aparato son las imágenes de sus 136 videocámaras interiores y exteriores, que pueden ser manipuladas y grabadas desde tierra mediante frecuencia satelital.

Capaz de auscultar desde objetivos a 1.550 millas hasta universos microscópicos, el sistema de la aeronave capta y clasifica sonidos tan inaudibles como el equivalente al que produce el crecimiento de un naranjo de bonsai, cuyo nivel de sonoridad está catalogado por la NASA (National Aeronautics and Space Administration) en el rango casi utópico de los 0,0000000031 fonos. Aún con toda su omnisciencia y su parafernalia digital, al filo de las 10:18.05.3 —hora del Este en los Estados Unidos— la nave se esfumó de los radares.

Con base en la grabación de las incidencias del viaje y previa autorización del Departamento de Estado, los detalles de la decisiva parte final del vuelo fueron publicados hace pocos minutos en primicia por la página web de The New York Times, cuya versión requirió de la perentoria asesoría de expertos en temas colombianos, especialmente para la adaptación idiomática.

La cinta de video revela un rasgo hasta hoy no citado por ningún biógrafo del mandatario, cual ha sido su sorprendente progreso en el idioma español. La clave podría ser su bilingüe hermano menor y compañero de luchas políticas, John Ellis (Jeff) Bush, gobernador de Florida, casado con Columba Garnica Gallo, una ciudadana mexicana de León, Estado de Guanajuato.

Incluidos naturales lapsus y algunos colombianismos, la descripción central de los hechos, reseñada prácticamente en tiempo real por el rotativo —según el cual "a pesar de Espinoza, todo eran risas y camaradería, hasta cuando el piloto anunció serias fallas en el mecanismo que genera la rotación de las hélices"— es la siguiente:

—¡Ilustres pasajeros, lamento informarles que estamos en grave emergencia, y que no hay sino un solo paracaídas!, alertó el comandante de la nave.
—¿Y entonces qué pasar ahora con mí (sic)?, se adelantó a preguntar Bush visiblemente conturbado, antes de reclamar la prioridad inherente a su investidura: "¡Ser obvio que el para-las-caídas (sic) deber ser para mí!".
—¡No te alarmes, viejo Presi!, terció con sorna el senador de Bolívar, "¡para las caídas, ahí nomás en el botiquín hay un ungüento bastante eficaz!", y a continuación liberó una estrepitosa carcajada que llegó al punto de las lágrimas, seguidas de abundante mucosidad y de un acceso casi incontrolable de tos.
—¡Pongámonos serios, Senador Espinoza!, protestó el piloto. "Y en cuanto a mister Bush, con todo respeto debo decirle que reconozco en usted al Presidente de los Estados Unidos de América, pero también que aquí arriba, en esta instancia tan cercana a la Eternidad, ¡sí que todos somos iguales!", sentenció el capitán.
—¿Y ahora cómo ser posible dirimir esta situación?, interpeló nervioso el mandatario, mientras la nave oscilaba como una pluma sobre la escalofriante espesura de la selva del Chocó, y cuyo aspecto a lo mejor debió sobrecogerlo también por su similitud con un infierno de brócoli gigante, planta hortícola que por generaciones ha suscitado una fobia casi patológica en la mesa de los Bush.
—¡Pues, como se hace en todas las democracias: votando!, respondió sin preámbulos el capitán. "Desde luego, el voto será tan libre como secreto. ¿Lo ven? Ahí abajo a la derecha está mi kepis para que consignemos el sufragio. ¿Sí lo vieron? Bueno, ahora tomamos un papelito, escribimos el nombre a elegir y luego lo hacemos una bolita y la ponemos dentro de la gorra. ¿Sí? Sobra aclarar que quien obtenga la mayor votación, ése será quien haga uso del único paracaídas. ¿Entendido?".

Quizá cada cual dentro de su propio grado de resignación y de esperanza, sin chistar los demás asintieron con sendos movimientos de cabeza.

—En... enton... entonces, co... con la ayu... ayuda del ... del Alt... del Altísimo, vo.. vote... ¡votemos ya!, propuso el Sumo Pontífice, que con dificultad trataba de extraer un pañuelo facial del bolsillo derecho de su depurado ropón blanco, pues el mal de Parkinson ha venido coartando la voluntad de sus movimientos. "Os... os... re... recu... recuerdo que... que... mu... muchos so... son los... los lla... llama... llamados y po... y pocos los es... los esco... los escogidos".
—¡Echeee, Monseñor (sic), déjate de sermones y que sea lo que Dios quiera!, reconvino Espinoza Faciolince apoltronado sibaríticamente en el último asiento del helicóptero, mientras disfrutaba de la exuberancia del paisaje y de un whisky en las rocas.

Al cabo de tensos minutos y una vez los cuatro ocupantes de la nave hubieron consignado el respectivo sufragio, el escrutinio comenzó en medio del que parecía el mayor suspenso de sus vidas. Y así, al azar, cada cual fue sacando una pelotica de papel de la improvisada urna, que por insistencia del senador le fue confiada al propio Espinoza.

—¡Mire, Señor Presidente: un voto por usted!, dijo el piloto con más espíritu de cortesía que de imparcialidad, al tiempo que daba lectura al universo de relojes e indicadores instalados en el tablero de comandos.
—Y ahora, yo encontrar aquí un voto por Su Majestad (sic) El Papa, reportó el Presidente Bush, trémulo, entrecortada y casi inaudible la voz, y con gesto de escepticismo.
—Ved, her... herma... hermanos mi... míos, terció morosamente el Papa, y se tomó su buen tiempo para completar la frase: "He aquí... he aquí... un... un vo... un voto por... por... por el... un voto por el pi... pi... pilo... piloto...".
—¡Oh, qué lío, este (sic) votación como que ir a quedar en empate! Ser necesario realizar una segunda vuelta, ¿verdad?, preguntó impaciente Bush, ahora sí con una pizca de confianza reflejada en una tenue luz en las pupilas. Al fin y al cabo, dos años atrás había conquistado la Casa Blanca por una tenue luz aritmética sobre el candidato demócrata Al Gore.
—One moment, mister President!, interrumpió desparpajadamente Espinoza Faciolince. "¡Barájamela más despacio, brother, porque aquí todavía falta por escrutar la papeleta mía!".
—¡Entonces, apurarse tú y sacarla pronto del gorrita del piloto!, reaccionó Bush, ostensiblemente alterado, y cuando —según las cámaras exteriores del helicóptero— la sombra de la aeronave se proyectaba zigzagueante y ominosa sobre el temible Río Atrato flanqueado por la jungla.
—¡Vamos, Senador Espinoza, apúrese!, demandó atribulado el capitán, ocupado como estaba en sus ingentes maniobras por evitar una catástrofe de repercusiones mundiales. Sin embargo, el parlamentario no se dio por aludido. Agravado por el rumor de un chisporroteo que insinuaba un cortocircuito, el extraño ruido en el rotor de la hélice aumentaba dramáticamente.
—Por un minuto mí pensar que poder salvarnos, pero entonces nosotros también poder caer en las manos de Carlos Castaño y sus para-los-militares (sic). ¡Oh, my God, eso deber ser muy terrible ironía!, exclamó el mandatario norteamericano, a la vez que producía un nervioso tap-tap de sus tacones contra el piso metálico del helicóptero, chasqueaba la punta del bolígrafo de todos —un Paper-Mate de diez centavos de dólar que debió pertenecer a algún operario de mantenimiento de la nave— y se abanicaba con su sombrero de explorador, obsequio del expresidente surafricano Nelson Mandela.
Con las excepciones a que hubiere lugar, y según suele ocurrir en circunstancias afines, parece bastante factible que entre la añoranza y la incertidumbre, la película de aquellas vidas en entredicho haya rodado por la memoria de los tripulantes. Fantasmagóricos, durante estos momentos de escalofrío devendrían quizá los lugares, escenas, vivencias y protagonistas de la niñez, la adolescencia, la adultez, la familia, los amigos y hasta los enemigos.

Los tres con la respiración en vilo, desorbitados y con un leve estrabismo los ojos de Bush, somnolientos y de abultados párpados caídos los de Juan Pablo II y de manera soslayada los ojos achinados del piloto se concentraban exclusivamente en la repolluda mano izquierda de Espinoza Faciolince, puesta con celo sobre el kepis que servía de urna.

—Y entonces, Senador Espinoza, ¿qué hay sobre su voto?, porfió el capitán, poniendo fin a la eterna brevedad de aquel instante de mutismo sobrecargado de angustia o, lo que daba igual, de aquella angustia sobrecargada de mutismo. "¡Mire usted que nosotros ya cumplimos!", puso de presente el piloto. "¡Su voto, por favor...!".
—Bueno, pero antes de mi voto, apreciados amigos, yo quisiera hacerles una reflexión que considero bastante oportuna, propuso el congresista.
—¿"Reflexión", dice usted?, preguntó atónito el piloto, cuyas cejas se enarcaron hasta la cima de la frente.
—¡Usted tranquilo, capitán!, respondió con voz grave y algo imperativa Espinoza, ampliamente conocido en el parlamento y en la plaza pública por su verbosidad excesiva. "Y es porque, ahora más que nunca, y sólo por el bien común de esta tripulación, de manera muy breve y muy suscita trataré de reafirmarme en esa virtud eximia de los verdaderos paladines en momentos cruciales del devenir, cual es la de asumir cada desafío de la existencia en la forma más concisa, oportuna, directa, pertinente, ecuánime, asertiva y conveniente posible, pues, tal como corresponde a esta bien singular cita con la Historia, en honor a la pura verdad y a la luz de la equidad, de la convivencia y de la justicia —y no sobra decirlo, que deben imperar desde el espíritu de un individuo por muy solitario y sin esperanzas que pueda hallarse en la isla más remota, hasta lo más simple y llanamente cotidiano del resto de los hombres, donde y como quiera que estén, sin importar su raza, origen, credo, estatura, peso, ideología, tipo de sangre, sexo, edad, estado civil, preferencia sexual, ni su posición, ni sus objetivos dentro o fuera de la sociedad— valores aquellos, como venía diciéndoles, que son sin duda pilares y postulados inherentes y consustanciales a toda democracia que se respete, y así deben comprenderlo todos ustedes, que, como yo, deben ser —eso al menos presumo—personas probas y sensatas, cosa ésta que por demás y por ahora no va a discutirse aquí —¡ni más faltaba!— y sobre todo mucho menos en la particular complejidad de instantes como estos, y ojalá con el favor de mi patrona y mi protectora, la Divina Providencia, instantes nunca aciagos para ninguno de los destinos aquí convocados por esos insondables designios del azar...", dijo calmosamente Espinoza, arrellanado como un sultán, abstraído, casi hipnotizado ante los cubos de hielo dentro de su copa, mientras escrutaba el recipiente a contraluz y lo hacía girar como un tiovivo entre los dedos de la mano derecha, "antes que todo —o antes que nada, si les parece más apropiado— y, por supuesto, no quisiera entrar todavía en materia específica sobre el verdadero cúmulo de méritos cosechados a lo largo de mi asiduo e incondicional ejercicio como auténtico líder popular y como innegable servidor de los más caros intereses públicos de ésta mi amada Colombia ya por varios lustros —y aunque pudiera parecerles vanidoso, altivo o redundante, no puedo evitar poner de relieve que dicha gestión necesariamente involucra calidades mías tan insignes y al mismo tiempo tan nobles y tan excepcionales como la abnegación, la ecuanimidad, el altruismo, la solidaridad, el espíritu cristiano, el respeto máximo, el genuino compromiso patriótico, etcétera, etéctera— y es así como ahora yo quisiera brindar...".
—¡Por Dios, Senador Espinoza, que no estamos para discursos de campaña electoral! volvió a la carga el comandante, a punto de salirse de casillas. "¡Más bien, limítese usted a destapar su voto, que no hay tiempo que perder!".
—¡Joder, más bien tú cierra el pico! ¡Y qué destapar, ni qué voto, ni qué coño, capitán!, reaccionó encolerizado el parlamentario, y con los reflejos propios de un felino al contacto con una superficie caliente, Espinoza se levantó irascible de su asiento para confrontar al responsable del rumbo de la nave.
—¡Pero, Senador...!, pretendió interpelar el comandante con manifiesto espíritu de conciliación.
—¡Tú déjate de vainas y cuando hables de asuntos de elecciones y te refieras concretamente a mí, al Doctor Carlos Espinoza Faciolince, óyeme bien y ten en cuenta mínimo tres cosas fundamentales: siempre háblame a favor, siempre en tono moderado y, por supuesto, siempre en modo superlativo! Es decir, que nunca queden dudas sobre mi preeminencia como varón ni como ciudadano, ni tampoco sombras sobre mis holgados méritos y mucho menos sobre mi enorme capital político y sobre mi reconocido liderazgo. ¡Y esto va para todos! ¿Les quedó claro?
—¡Sólo faltaba que en este preciso instante nos pusiéramos a discutir eso, doctor Espinoza!, objetó el capitán, "pero, ¿a qué viene semejante sugerencia y además en ese tono?".
—¡Viene a que así te demoras un poco más, pero te expones un poco menos!, ¿OK?, contraatacó Espinoza entre el rubor y la tembladera propios de la autoestima ofendida.
—¿Con que ésas tenemos, Senador?, insistió el comandante, y aunque algo intimidado, todavía no muy seguro de si el político hablaba en serio o en broma.
—¡...erda, no joda, hermano, más bien paremos esta discusión! ¿O se te olvidó que estás tratando con un Honorable Senador de la República y que además soy parte de la Historia de Colombia?
—¡En absoluto, no se trata de eso, Honorable Senad...!, alcanzó a musitar lívido el comandante.
—¡Nada, señor, y por muy capitán que seas y por muchas horas de vuelo que lleves en un pajarraco de estos, ese tonito no te lo acepto, pues merezco y además exijo la mayor consideración y respeto a la dignidad que me ha conferido todo un pueblo por muchos años!, interrumpió Espinoza, lanzando manotazos al aire y con una intempestiva concentración sanguínea en el rostro. "¡Y ultrajado como me siento, ahora mismo dejo de ser simplemente el magnánimo Doctor Carlos Espinoza Faciolince si el paracaídas no es mío! ¿Me entendieron todos?".
—¡Un momento!, ¿y por qué el senador decir así?, reaccionó el titular de la Casa Blanca. "¿O ser talvez que mí no escuchar bien?".
—¡No, mister, así como lo oyen tus castos oídos!, replicó con voz imperiosa el político de Bolívar exhalando más aire de la cuenta y sin siquiera mirar al rostro del Presidente. "¡De veras, y ni te atrevas a ponerlo en duda, porque ese paracaídas ya tiene dueño!".
—¡Eso es imposible!, cuestionó asombrado el piloto ante las figuras estática de Bush y extática de Juan Pablo II, ambas próximas a la rigidez de los cadáveres.
—¡Imposible no hay nada en la vida, maestro!, reprochó el congresista. "¡Espérense y verán!".
Como en un pasaje en cámara lenta, el sucesor de San Pedro en la Tierra difícilmente volvió de su inmovilidad apenas para el acto de santiguarse.

Entre clamores de piedad por cuenta del Vicario de Roma y luego entre enardecidos reproches por parte de Bush y del comandante, la reacción unánime contra Espinoza se prolongó por varios minutos. A lo cual el senador —"diestro en el capoteo de mayorías indignadas por causa suya", según el récord publicado por The New York Times en un recuadro de su página web— con el vaso proverbialmente repleto de Chivas Reagal elevó un brindis, bebió al extremo del fondo blanco —como venía haciéndolo sin pausa durante el vuelo— y se dispuso a atemperar los ánimos.

—¡Basta, mis hermanos, calma!, ¿sí? ¡Déjense ya de tanta carajada —parecen beatas— y no jodan más la vida, que yo tengo la solución!, exhortó Espinoza con marcada irritación.
—¡En pura verdad, mí no comprender eses (sic) palabras!, exclamó anonadado Bush, "porque si no haber más para-las-caídas, entonces, ¿qué tú querer decir con tener dizque la solución?".
—¡Tal como acabar de escucharlo, mister President!, replicó con sorna Espinoza Faciolince, volviendo a contener el aire suficiente en los pulmones, "¡ya tengo la solución!".
—¿Cómo tú tener la solución? ¡Mí sigue sin entender este cosa!, reiteró el gobernante de los 276 millones de norteamericanos.
—¡Manda cáscara, cuadro, porque si no entiendes lo que te digo, para evitarlo has debido traer tu propio diccionario!, repuso el senador —que sin fórmula ninguna alternaba el trato de tú con el de usted— al tiempo que, esta vez a pico de botella, se apresuraba a liquidar la tercera de whisky.
—¿Cáscara? ¿Mí mandar cáscara? ¿Y por qué?
—¡Así de simple, mister: Porque te lo digo yo!, ostentó el parlamentario.
—¡Eso ser muy imposible, pues mí no tiene ese costumbre mala!, divergió Bush mirando a su antagonista de ocasión talvez con intenciones de defenestrarlo, según podría deducirse por la manera entre capciosa y energúmena como lo escrutaba una y otra vez de la cabeza a los zapatos y como parecía calcular el tamaño de la escotilla de la nave y el nivel de altitud del vuelo.
—¡Entonces, manda huevo, compa!, contestó Espinoza con displicencia, mientras aparentaba divagar sobre el horizonte.
—¿Mandar un huevo?, increpó entre curioso y todavía más ofuscado el estadista norteamericano.

—¡Un huevo no, viejo man: huevo, que es distinto!
—¿Y eso acaso no ser lo mismo?, reclamó el mandatario sin ocultar su desconcierto, cada vez mayor.
—¡Para nada, compañero, ni de vainas!
—¿Y entonces?
—¡Tómelo como quiera, Presidente, pero ya le dije: manda huevo!
—Oh, stupid, you’re crazy!, condenó Bush apretando los dientes y los puños.
—¿No les digo, muchachos? ¡Ahora el que quedó gringo fui yo, pues no entendí ni jota! ¿Cómo dice que dijo?
—Crazy!
—¿Daisy? ¡No joda, compadre, pero si Daisy es la eterna novia del Pato Donald!, objetó de rebote el legislador y ahora de nuevo a mandíbula batiente, mientras se frotaba compulsivamente desde la barbilla hasta el pecho de la guayabera en vano empeño por eliminar de su apariencia los vestigios de licor. "A propósito, viejo George: Tú, que eres un gringo de racamandaca, ¿no sabías que la marimonda ésa del tal Pato Donald —dizque uno de los símbolos del imperio Disney— le tiene pavor al matrimonio porque es un marica de siete suelas, y que por eso no les pierde pisada a sus sobrinitos?", continuó Espinoza en su ofensiva, sin parar de contonearse de la risa. Acto seguido, y para refrendar el apunte, de tremendo manotazo sobre la espalda hizo trepidar la humanidad del 43º Presidente de los Estados Unidos, lo cual acabó de espolear no sólo la hilaridad, sino el sentido de preeminencia de que hacía gala el anfitrión.

Como si realmente abrigara algún ápice de esperanza en poder contrarrestar los aventajados propósitos del congresista, George W. Bush se esmeraba en seguir al dedillo el sentido de cada palabra y cada ademán del parlamentario, que en este momento se complacía en hacer gargarismos con el whisky y a la vez en demostrar su presunta inmunidad contra el exceso de alcohol, palmoteando mientras improvisaba una danza sobre un solo pie y entonaba una legendaria melodía vallenata del más vivo arraigo en estos confines: "¡Te voy a hacer una casa en el aire, solamente pa’que vivas tú...! ¡Güeepaaa!". Empero, la puesta en escena de Espinoza sólo dejaba en evidencia exactamente lo contrario.

—¡Mí sigue sin comprender tus palabras ni el significado de todo esto! ¿Cómo tú poder bailar y cantar en estos instantes tánto terribles?, requirió Bush, cuya confusión e impotencia existencial bien podrían equivaler a las de un cangrejo inmerso en un derrame de petróleo sobre la playa. "What do you mean?".
—¡Qué vaina con el gringo éste!
—¿Vaina?, preguntó el Presidente.
—¡Vaina y media! ¡Me gané la lotería sin haberla comprado!
—¿Lotería? ¡Explicarse, por favor!, reiteró el mandatario.
—¡Mira, tremenda biblioteca la del Congreso tuyo, y apuesto doble a sencillo a que ni por equivocación se te ocurrió sacar un carajo libraco de esos!, impugnó el político colombiano a la siguiente pausa en la botella.
—¿Una libra? ¿Y una libra de qué?, indagó el dirigente norteamericano tratando de afinar su precario español y de sobreponer su audición y su pregunta al repiqueteo natural del helicóptero, dificultad que aumentaba con el creciente ruido propio de las fallas técnicas.
—¡Pues, un libraco, brother, un libro, un carajo diccionario!, reiteró dominante Espinoza, ya tocado por cierta prisa, "¡no será una libra esterlina, ni una libra de diccionarios!, ¿verdad?".
—¿Diccionario?, contrapreguntó, mitad más absorto, mitad más desesperado, el líder de la primera potencia mundial, tanteándose de reflejo sobre la proliferación de bolsillos en su impecable traje de safari.
—¡Echeee, claro que yes, un diccionario! Eso sí, viejo man, a estas alturas, que no son ni tales, pues pronto entre los árboles vas a ver los nidos del pájaro picón-picón y una que otra anaconda, ¡ya no hay tiempo para traducciones!, alegó su contradictor. "¡Por si las moscas, asómate!". Fatigado, y sobre todo sin entender por qué la referencia a las moscas, Bush hizo caso omiso de la insinuación.

Minutos más tarde y a la vista entre la manigua un campamento de la Cruz Roja Internacional, el senador se despachó con una seguidilla de eructos en hálito de agriera y luego descargó un áspero y sonoro tableteo de origen flatulento —larga, ronca, descompuesta y penetrante detonación, mezcla de olores a "leche fermentada, pescado seco, queso rancio y cocción de coliflor", según alcanzó a rezongar el piloto—, que le causaron a Espinoza un patatús de hilaridad, agudizado por un arrebato de hipo.

—¡Señores, lo prometido es deuda!, proclamó el congresista al cabo de una tregua de los músculos abdominales, ya exhaustos de reír. Tambaleantes sus por lo menos 140 kilos de tejido adiposo, luego a dos brazos y al modo de los campeones a motor con la champaña, el político levantó sobre su cabeza el recipiente de whisky, y se aprestó para festejar.
—¡Ajá!, ¿y entonces?, murmuró el capitán tratando de hacer abstracción de los gástricos modales de Espinoza, mientras se aferraba a la obsesión por evitar que la panorámica de la densa arboleda llegara al extremo apocalíptico del close-up.
—¿Se los dije, sí o no, que yo tenía la solución?, alardeó el congresista. A ello, Su Santidad, paciente de múltiples dolencias, dilató soberbios ojazos que parecían lunas azules y de cuyo verdadero gran tamaño, redondez y brillo difícilmente deben quedar testigos en su natal Wadowice o de sus ya remotos comienzos de pontificado. De manera simultánea y paradójica, poco faltó para que el piloto —cegado por alguna luz de esperanza—perdiera el control del aparato, mientras el Presidente Bush se restregaba la cabeza con tal ansiedad y vehemencia, que hasta podría intuirse que tras la liberación de tanta adrenalina el cuero cabelludo debió quedarle a flor de la carne viva.

—Pues, ¡he aquí la solución! ¡La tengo, sí, claro que la tengo! ¿No van a celebrarlo, muchachos?, se ufanó Espinoza en sonsonete de arenga mientras propinaba varias guantadas más de euforia sobre las costillas del Presidente.
—¡Un momento, señor Espinoso (sic)!, exigió contrariado el mandatario de la Unión Americana, víctima de un momentáneo acceso de tos seca, al parecer consecuencia de los manotazos recibidos en la región pulmonar y tratando de reincorporarse, "¿por qué tú tomar el para-las-caídas para tú único?".
—¡Memoria la tuya, Presi, ya te dije que para las caídas ahí en el botiquín encuentras la respectiva pomada!, ironizó el parlamentario entre nuevas risotadas cuya intensidad lo hacía sacudir de modo desarticulado los hombros y bambolear mecánicamente los brazos como si montara en una faena de rodeo. "¡...erda, cuadro, y es hora de que vayas asegurando el ungüento ése, pues ya casi vas a necesitarlo!".

En medio del chaparrón de lapsus presidenciales y de colombianismos, lo que en otras circunstancias pareciera una nadería, en este caso el empleo de una "o" por una "a" —o viceversa— fue también motivo de fuego cruzado entre Espinoza y el Presidente Bush. Tan relativa, pero tan sensible cuestión residía en el uso del pronombre YO y en el adverbio YA, de acuerdo con el siguiente parlamento:

—¡Al comienzo usted haber prometido alegremente que YA tener la solución!, alegó el mandatario con enojado énfasis, "¡y eso ser muy distinto a decir que YO tener la solución! Porque YA ser anunciado como una esperanza para todos y en cambio decir YO… ¡ser una posibilidad para usted solo!".
—¡Eso es bien discutible, brother!, reviró Espinoza. "Además, con tantos problemas en la agenda bilateral, ¿sí crees, viejo Presi, que la República de Colombia y los Estados Unidos de América estén realmente dispuestos a pelearse por una insignificante vocal?".
—Oh, Godness! ¡No me cambiar usted el tema, porque una cosa ser YA y otra ser YO!
—¡Está bien, como mande, Señor Presidente, voy a explicarle!, ironizó el parlamentario.
—¿Mandar? ¡Ojalá yo puede (sic) mandar aquí!
—¡En fin…!, suspiró el Senador. "¡Para no joder más, te diré por qué YO YA tengo la solución, que es lo fundamental para este país tan agobiado por tántas y tan malas noticias que propician algunos de sus hijos, pero que al mismo tiempo es tan maltratado por la flamante Comunidad Internacional! Grosso modo verás que si por aquí llueve —y sobre todo cuando nuestra realidad oscila entre la violencia y la miseria— afuera no escampa. Para comenzar, mientras cualquiera entra aquí como Pedro por su casa, ¡también cualquiera con un pinche metro cuadrado en el mapa ya se cree con derecho a exigirnos visa especial! Al tiempo que Ecuador y Venezuela les cierran el paso a nuestros camiones, Nicaragua nos quiere arrebatar las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Sin ir muy lejos en la historia de nuestro paulatino descuartizamiento, ¿qué decir del robo de Panamá en 1903, del territorio del Amazonas que nos sustrajo Perú o de la tajada que pretende sacarnos Venezuela en el Golfo de Maracaibo? Hoy, bajo el pretexto de la guerrilla y del narcotráfico, los marines controlan por cielo y tierra gran parte de nuestras selvas —reserva de la Humanidad— y las convierten en desiertos a punta fumigarlas con glifosato. No obstante que por recomendación del Departamento de Estado su gente no debe pisar este suelo, lo cual arruinó el turismo, también la DEA (Drugs and Enforcement Agence) se inmiscuye en los principales aeropuertos. Israel nos manda sus mercenarios para capacitar a los paramilitares, la ETA sus terroristas, Irlanda sus instructores del IRA para asesorar a la subversión y Siria —como antes lo hizo la Unión Soviética a través de Cuba— los arsenales de armas, valiéndose de Nicaragua y Perú. China, superpoblada, nos despacha sus indocumentados fingiendo ser japoneses, para poder ingresar a Estados Unidos. Desde España, el Lejano Oriente y el Caribe nos invaden presuntos cazatalentos del modelaje, y nuestras muchachas terminan desfilando a despecho en los burdeles del mundo. ¡Ni se diga de las hordas de pederastas vestidos de turistas que nos llegan de Bélgica y Holanda! El tráfico de intereses extranjeros no excluye ni el de la fe, pues pululan religiones y sectas de todo el planeta. ¿O acaso no son botones de muestra los paisajes de la Guajira y San Andrés saturados de mezquitas y la proliferación de gurúes de todas las pelambres a lo largo y ancho de la geografía? En materia económica, el dólar arrasa con el peso. Las compañías multinacionales se birlan el banano, el carbón, el platino y el petróleo. No en cambio el oro, pues ya lo había saqueado la Conquista española. ¡De veras, y a ese paso de avasallamiento ya la Uchuva, Borojó & Pitaya International Fruit Company debe tener listos sus tentáculos en Boyacá, Cundinamarca, Valle y Santander! Si hablamos de café, no sólo Brasil contagió de broca y de roya nuestros cultivos, sino que el precio internacional está condenado al suelo. Japón envía sus pesqueros a sonsacarse el atún y el camarón, pero igual el mercado de las esmeraldas es monopolio de esos amarillos. En detrimento de la industria colombiana, más de la mitad de Asia nos inunda con su contrabando de baratijas. ¿Y para qué incurrir aquí en la perogrullada de contar cómo el Banco Mundial y el Fondo Monetario nos tienen ahorcados? Tampoco quiero adelantarme al desastre que acarreará el famoso ATPA o Tratado de Libre Comercio de las Américas impuesto por los Estados Unidos. En el ámbito de la ciencia, los grandes laboratorios de Europa y Norteamérica descalificaron a Manuel Elkin Patarroyo, padre de la vacuna contra la malaria, todo porque éste quería donarla a la Organización Mundial de la Salud. ¡Es increíble, pero hasta en fútbol —a medias la aspirina nacional— inclusive Ecuador nos pinta la cara! A los cuatro o cinco morochos comprados a precio de ganga por clubes de Europa les está vedado pisar el campo de juego, pues el racismo los conmina al banco. En el 2001 organizamos la Copa América, los participantes vinieron a ruego diplomático, Brasil mandó unos aprendices que hicieron el oso y Argentina nos saboteó impunemente con su ausencia. Con el presupuesto para hospitales y escuelas de Bogotá sacrificado en la preparación de los Juegos Suramericanos, al rehusarse a venir los vecinos, nos quedamos con los crespos hechos. Ahora, ¿sabías que en la Fórmula Uno le tienen la peor ojeriza a ese portento de Juan Pablo Montoya? ¿Y qué tal la bronca nacional en España contra nuestro ciclista Santiago Botero, porque renunció a seguir siendo su peón y ahora es campeón y además mundial? Al mismo tiempo, un argentino sin oficio explota el corazón, la fama y la fortuna de Shakira, nuestra única diva de talla mundial. México se quedó con García Márquez, nuestro escritor insigne. Italia, con Fernando Botero, nuestro pintor estrella. Francia, con nuestros intelectuales y nuestros mejores artistas. Estados Unidos, con nuestros pocos científicos. Para abreviar la lista, que es interminable, España se apropió de César Rincón, nuestro mayor torero y de nuestros mejores columnistas de prensa. ¡Ahora, también Julio Sánchez Cristo estará en la fila! Y además, como todo lo del pobre es robado, ¡hasta en Miss Universo siempre nos faltan los cinco centavos para completar el peso! Y, porque siempre somos los villanos de la película, para colmo, ¡sólo resta que nos atribuyan a Bin Laden como el acrónimo de un supuesto Binderley de Jesús Ladino Enciso nacido en Medellín o que nos achaquen un próximo desastre del transbordador espacial! En fin, a tu leal saber y entender, ¿qué tú crees que habremos hecho los 44 millones de colombianos para merecemos esta suerte tan horrible?
—¡Mí pensar que muchísimo!, respondió Bush. "O mejor: muchísimo no, ¡todo!".
—¿Tú crees, Presidente?
—¡Desde luego! Y no es tanto que mí creer, sino que usted muy bien demostrar aquí que la clase de personas que elegir su pueblo, ¡su mismo pueblo merecerlas!
—¡Ah, no, brother! Cuando aquí reclamo el único paracaídas, es porque si alguna vez alguien tiene que sacar la cara por esta sufrida Colombia —y ad portas como estamos aquí de ser noticia del Siglo Veintiuno— ¡no seré yo, precisamente, quien renuncie a esta oportunidad histórica, ni a ese deber de Patria! ¡Nanay cucas, y al carajo todos!
—¡Y al Demonio usted!, protestó el mandatario. "¡Mí entender que su discurso de Historia y su falso patriotismo sólo servir de coartada para escapar usted y dejar morir a nosotros!".
—¡De eso no hay duda: a morirnos vamos todos! ¿O será que los representantes del Tío Sam tienen algún fuero especial allá arriba ante San Pedro? Fuera de bromas, siempre será mejor que cambies esa cara, viejo George, recetó el congresista, ahora con carantoñas y con palmaditas sobre la espalda del Presidente. "Mira que Laurita, tu costilla, y en general tu gente, pronto van a ver estas imágenes en la televisión. ¡Vamos, cuadro, más bien mándales tronco de besito y diles que los amas! Así te recordarán mejor en la posteridad. ¡Ah, y olvidaba hacerte una última recomendación...!".
—Son of a bitch! ¿Recomendación? ¿Tener todavía usted la desvergüenza de decir más disparates?, reclamó el mandatario norteamericano, despojándose de su sombrero de safari y arrojándolo contra el piso.
—¡Pero, no te enojes de esa manera, viejo Presi, que más vale tarde que nunca! Y es porque, cuando te refieras a ti mismo, no vuelvas a decir MÍ sino YO. ¡Es lo correcto, hermano!
—¡Qué correcto, ni qué hermano! ¡Oh, stupid, inresponsable (sic), definitivamente usted sí querer burlar al Papa, al capitán y en especial a YO!, dijo Bush en un reflejo de autoestima gramatical. Sólo que con esta admonición le sirvió en bandeja una doble porción de motivos para que Espinoza volviera a reírse a expensas suyas, esta vez hasta quedar casi inconsciente.

Con el paracaídas ya enfundado, y todavía bajo los estertores del lacrimoso carcajeo, el senador continuó desfogándose —en el sentido cabal de la palabra— con la exhalación a doble torrente de nuevas emisiones producto de la ahitera y del colmo de licor. La radical acidez de las emanaciones y sus motociclísticos estruendos aumentaban de manera tan copiosa y penetrante, y tornaban tan denso el ambiente a bordo, que inclusive alcanzaron a formar sobre los cristales del helicóptero un espeso vaho salpicado por infinidad de partículas de morcilla, de bofe y de jeta de cochinillo y por esquirlas de garbanzo, porciones de arroz atollado, más un estallido de fríjoles con plátano frito en manteca de cerdo, vestigios de huevo duro y zanahoria picada, con restos de ajo y papilla de aguacate —toda una especie de metralla de la ya globalizada gastronomía de Colombia—, lo cual contribuyó a excitar aún más la lujuria de Espinoza y a ensañarlo en su compulsiva mordacidad.

—¡Ufff!, reaccionó tan pudoroso como falto de oxígeno el Presidente, sin otra alternativa que cerrar los ojos y contraer el abdomen al extremo para evitar la peor reacción del hígado. Con el índice y el pulgar derechos dispuestos como pinzas para inhibir el sentido del olfato, la voz le salió encañonada y de modo gutural: "¡En verdad, tú no ser urbanísticamente (sic) correcto, Senador!".
—¿Cómo dijiste, hermano? ¿Cómo?, reaccionó Espinoza con registro de aparente sorpresa, y de nuevo a punto de desternillarse. "¡Por favor, repíteme eso, repítelo, cuadro, y perdona la sugerencia, pero sin taparte las narices, viejo!, ¿quieres?", insistió el parlamentario. "¿Urbanísticamente? ¡Joder, viejo man, eso es divino, coño, esa vaina suena tan del carajo, que merece un replay!", aclamó con sarcasmo el senador, y tomándose la cabeza a dos manos se desplomó sobre su asiento para celebrar hasta nuevas lágrimas el lapsus adverbial del ilustre compañero de misión.
—¡Ay, este mandril sí es un caso!, agregó jadeante el congresista, restregándose los ojos y los pómulos empapados en lágrimas de gozo y los caudales de mucosidad en la nariz, "¡este man confunde la urbanidad con el urbanismo!".

En ésas, a falta de pañuelo y por el método de retirárselos con las yemas de los dedos y luego de sacudirlos con las manos abiertas, el parlamentario se dio entonces a la tarea de lanzar a diestra y siniestra considerables sedimentos de espesa mucosidad nasal que fueron a estamparse contra las ventanillas, las cuales quedaron parcialmente recubiertas por densos y alargados trazos con la textura de pegante industrial.

—¡En serio, cuadro!, porfió Espinoza siempre más excitado, pero esta vez, curiosamente, sin pasar factura por la autoría de tamaña exposición, "¡en serio, repítenos esa vaina tan bacana!".
—¿Tan vaca Ana, dices?, refutó el jefe de Estado.
—¡No, hombre, Presidente, tan ba-ca-na!
—¡Caramba!, ¿acaso haber vacas en esta selva?
—¡Ah, no, si para poder llegar a la Casa Blanca le mamaste gallo al electorado de tu país, a mí no, compadre! ¡Aquí la cosa es a otro precio, maestro, así que más bien ponte serio!, ¿sí?
—¡Diablos, mí siempre hablar muy en serio!, reclamó Bush, al tiempo que asqueado buscaba refugio para la vista frente al espectro de la pegadiza y viscosa estructura predominante en las ventanillas.

Longuísimas como haces de luz, aquellas formas agudas, pegajosas y oscilantes por el creciente bamboleo del helicóptero, parecían estalactitas talladas en una gelatina incolora. Al mismo tiempo cual lombrices semitransparentes retorciéndose, abundantes en cantidad y espesor, las mucosidades se descolgaban de manera tan voluble como excéntrica, hasta formar incluso una relativa y, por qué no, también discutible expresión de la plástica de vanguardia. Al menos así se colige por el consenso gestual del mandatario, del Papa y del piloto, que a pesar de sus iniciales signos de repulsión, luego no pudieron evitar caer en la que parecía una curiosidad medio morbosa, hasta terminar alelados —casi rendidos de asombro— ante aquella especie de tapiz surrealista plasmado en los vidrios de la nave.

Al despertar de esta especie de hipnosis momentánea, y presa de un arrebato de cólera, de pronto el Presidente Bush se levantó manoteando al rostro de su interlocutor, y tomándolo por el pecho de la guayabera, pero obviamente sin poder izar a su opositor, manifestó su deseo de lincharlo: "¿Ser así tan poco chistosas tus promesas y tan mucho tramposas las votaciones por usted en Colombia? ¿Ser así, stupid? God bless this country! ¡Oh, pobre país!".

—¡Pobres sí somos y hasta parias, según ustedes, hermano George, pero nunca tontos!, refutó el congresista mientras disuadía de su guayabera las manos impulsivas del Presidente. "¡No joda, coño, y aburridos, mucho menos!", espetó el parlamentario, desdeñando la ira del Presidente a punta de estrepitosos borborigmos y de nuevos regüeldos agridulces. Por cierto, este último adjetivo podría resultar hasta benigno, pues, a juzgar por las reacciones de categórica repulsa entre el resto de tripulantes, aquellos gases y aquellos eructos difícilmente podrían tener —química, orgánica, física, gastronómica o gastrointestinalmente hablando— la mínima enzima dulce.

En el desmadre del alborozo y la lujuria el senador continuó succionando los residuos de la última botella y solazándose con la generación de mayores y sucesivas tormentas de ventosidades, que, con el asombroso dominio de semejante técnica y repertorio fónico inclusive respondían —tal como lo corrobora el video—a casi toda la escala tonal.
—¡Por si no lo sabían, señores, y es esta la ocasión perfecta para comprobarlo, un do no siempre es de pecho!, advirtió Espinoza a manera de apuesta y palpitando de ansiedad. "¡Y si alguien de ustedes conoce algo de música y tiene algún reparo, pues que hable ahora o calle para siempre!", agregó con deliberada solemnidad, ante el estado de completo pasmo entre su auditorio.

Ahora de pie, hacia adelante el tronco, horizontales los brazos tensos y fuertemente asido al espaldar del piloto, mediante enviones propios de un campeón búlgaro de halterofilia, Espinoza aumentó de forma considerable su eólico protagonismo. Acaso era con la contracción del aparato digestivo y con la absoluta relajación del mecanismo de los esfínteres como el individuo lograba pujar de modo tan resuelto, a efectos de poder expeler de manera tan intensa.

Si bien la escenificación de este pasaje plantea cómo el parlamentario debió comprometer desde el gen que produce la lujuria hasta el mecanismo más recóndito de su intestina capacidad expulsiva, cabe imaginar también cómo en algún teatro lúdico un suspenso de tales dimensiones merecería un largo, acompasado y frenético toque de percusión por parte del baterista de turno. Dentro de esa tónica, el clímax escénico vino a cuajar en el séptimo intento, cuando —y con la respiración de Espinoza en cero— los ojos desquiciados y los nervios del cuello y los músculos faciales del senador se templaron todos hasta el tope del rojo cardíaco.

En aparente estado de trance el congresista, la noción general acerca del tiempo que se agotaba pareció definitivamente suspendida, según los tres espectadores lucían entre anestesiados por el aire que respiraban y absortos frente al talante histriónico del protagonista, que más bien semejaban efigies de un museo de cera. Dos minutos después de haber coronado el pico final de éste, su esfuerzo más concentrado, el senador se hizo sentir con el efluvio de un bronco, retumbante y prolongado viento inferior, que hizo flamear no sólo su pantalón blanco sino su guayabera amarilla, al modo de la vela de un botecito a merced de un torbellino en el Caribe.

—¡Como acaban de escucharlo, compañeros, este ha sido un ‘do’ y no propiamente de pecho!, exclamó Espinoza Faciolince con rotundo desdén sobre el escepticismo que al respecto pudiera quedar entre su audiencia. "¿Alguna duda?". Desfallecido y duchado en un sudor aceitoso, casi exánime pero inclaudicablemente orondo, así el ejecutante llevó a su feliz término tan azufrada y estentórea exhibición, propia de la más rara singularidad en los anales de la extravagancia con la lujuria.

Entre el frenesí de Espinoza y el enorme impacto sicológico y ambiental que ocasionaban, las próximas ráfagas del parlamentario a través del ducto intestinal emitían un cierto rumor de quejidos largos y aflautados, como la agonía de las cigarras. De manera alterna, unas salvas producían la átona gravedad de tubas oxidadas, mientras otras rugían de manera tan larga y tan incesante como si se estuvieran rasgando kilómetros de tela de lona.

Así como el tableteo de algunas ventosidades producía reverberaciones propias de metralleta, otras, en cambio, chiflaban cual buscapiés de carnaval, y el resto del ventoso repertorio consistía en explosiones abundantes en rumores acuosos. Tanto como cada detonación suponía la emisión de los fluidos y de los gases más crudos y probablemente con más toxinas del aparato digestivo, la gran mayoría de los reventones tronaba —guardadas las proporciones— como en el verano de California suele tronar el festival de Harley Davidson.

El resultado de tan particular concierto y de tan general desconcierto se manifestaba en reiterados brindis del parlamentario por esta presunta demostración de "la inteligencia con la gracia" y parecía infundirle al ambiente una sensación de velorio anticipado para las otras tres P: Presidente, pontífice y piloto.

A estas alturas del vuelo y de la odisea, el exclusivo pantalón de lino blanco de Espinoza era paulatina y sospechosamente menos blanco, con el agravante de una progresiva humedad en las posaderas. Ya éstas denunciaban, indefectiblemente desde su centro natural, la formación de un núcleo tibio —observándolo en close up despedía algunas hilachas de vapor— y bastante abultado, de evidente consistencia mantequillosa y de alarmante color castaño, que, debido al aumento del calor y a la propia ley de la gravedad, comenzaba a dilatarse con la adormecida voracidad de un aluvión de lava.
El manchón se explayaba con virulencia y se disolvía cromáticamente a través de una caprichosa secuencia de anchos anillos dispuestos más o menos de forma concéntrica. Vista a partir del epicentro mismo del lamparón, la gama del carmelita en los pantalones del Espinoza evolucionaba desde un matiz aceitunado, pasando a un tono caoba y después a uno canela. El subsiguiente círculo era ocre antes de tornar en uno caliza, y mucho más hacia el exterior el respectivo redondel adquiría un revelador brillo color mostaza, hasta difuminarse la mácula en un leve tinte bilioso con la textura y con la traza desparramada de la margarina recién derretida.

—¡No me vayan a decir que es sugestión mía, pero esto ya me huele a m-m-muerto!, se quejó balbuciente el capitán para referirse no sólo al riesgo inminente de tragedia, sino eufemísticamente —ahora el Papa lo miraba sin pestañear— al colapso ambiental a bordo. Entre el desasosiego propio y el ajeno, el piloto accionó por fin el botón de abrir la claraboya localizada sobre su cabeza. No obstante, su empeño en renovar el viciado aire dentro de la nave resultó inútil, pues en lo sucesivo fue evidente cómo el mandatario, el prelado y el propio comandante trataban de contener el embate de las náuseas.
En los pantalones de Espinoza el efecto de la degradación de soberana mancha —cuya causa y consecuencia ofrecían también el aspecto del mapa satelital de un huracán con su respectivo vórtice, pero que a la vez parecía obra de un acuarelista obsesionado con lo turbio— por arriba le llegaba al nivel de la pretina y hacia abajo comprometía gravemente la tela hasta la zona de los glúteos. Enajenado en su protagonismo, en más de una ocasión el senador había reclamado su exclusividad en la marca de la prenda: "¡No es por nada, pero creo que ni en sueños ninguno de ustedes, compañeros del alma, se ha vestido nunca de Armani!".

Lívido casi al extremo del trasluz y con los síntomas de tener los hígados ya licuados, el Presidente Bush no tuvo más recurso que el lenguaje de la mímica para alertar al congresista sobre la debacle acontecida en la parte superior trasera del pantalón.



—¡Ah, si eso ocurrió, fue a mis espaldas!, se apresuró a defenderse Espinoza con irónica circunspección, y acto seguido desencadenó otra secuencia de risotadas y de sucesos flatulentos que lo hacían descoyuntarse y reconocerse —palabras textuales— como "el mortal más listo, más jacarandoso y más feliz sobre la Tierra". Con su recurrida justificación el congresista aún pretendía ponerle pimienta a la frase que inspiró más caricaturas y más editoriales contra el Presidente Ernesto Samper (1994-98), quien la utilizó para blindarse ante las acusaciones por el ingreso de dineros del narcotráfico a su campaña electoral. Archifamoso como el Expediente 8000, el escándalo provocó entonces el mayor cataclismo político y judicial en la Historia reciente de Colombia.

Ajeno a la desgracia de sus gracias, Espinoza no paró de celebrar ni de proclamar la presunta agudeza de su humor, hasta exprimir literalmente el último frasco de whisky. "¡Chanfle, no contaban con mi astucia!", advirtió hilarante, parafraseando una muletilla del famoso "Chapulín Colorado" de la televisión mexicana. Luego, mirándolas una a una y con detenimiento a los ojos de sus víctimas, en balde el hombre esperó a que el auditorio —momificado en sus sillas— se animara a festejarle su enésima ocurrencia.

De haber podido verse como en el cielo se ven las estelas humeantes de los pilotos acróbatas, a lo mejor el estrepitoso carcajeo y las ventoleras fermentadas del congresista habrían dejado en la atmósfera del Pacífico colombo-panameño una verdadera constelación de enormes jotas y aes, jotas y ees, jotas e íes, jotas y oes y jotas y úes, además de infinidad de onomatopeyas y de fonemas de lectura imposible.

A este último propósito, desde su retiro en Exington (Ohio) y tras auscultar cuadro a cuadro y varias veces el video del drama, Jerome Karle, uno de los dos Premios Nobel de Física en 1985, no descartó que para localizar naves perdidas, a mediano futuro la NASA y la ciencia puedan capitalizar experiencias de este calibre para desarrollar sistemas de búsqueda "muchísimo más eficientes" que los actuales.

"Por lo menos en un caso como este" —explicó entre sobrecogido y esperanzado el científico estadounidense a The New York Times— "los altos decibeles de las risotadas y la particularidad sonora de las detonaciones gástricas bien podrían someterse a rastreo mediante la tecnología acústica. Este procedimiento nos daría unos valores X y unas coordenadas Y para determinar el itinerario exacto y el destino final de un aparato en problemas. Aunque resultaría costoso y arduo, el proceso sería viable por el método Gama de Ultrarresonancia y operaría a partir de la recuperación satelital de las longitudes de onda, percusión y timbre. Es decir, de una combinación de la frecuencia fundamental con otras variantes relativas, múltiplos de aquellas".

También después de seguir al detalle la película, y aunque menos prolijo en su apreciación, el investigador, lingüista y activista político norteamericano Noam Chomsky, catedrático del Instituto Tecnológico de Massachussets, opinó que "por ley de probabilidades, eventos de tan singular naturaleza suelen responder, por fortuna, al género de las cosas irrepetibles de la Historia. Sin embargo, aquí no sobra tener en cuenta que si un acontecimiento de semejantes características y proporciones ocurre en Colombia, por algo ese país tiene en García Márquez al mayor fabulista de nuestro tiempo".

—¡Mí no comprender cómo aquí los demás sí votar correcto!, cuestionó en su momento el Presidente Bush, definitivamente haciendo abstracción de los modales de Espinoza para condenar la innata astucia de quien ahora resultaba el adversario más enconado y más decisivo en cualquier ámbito de su existencia. "¡En cambio tú decidir manipular a nosotros y finalmente no entregar tu sufragio!", reprochó el titular de la Casa Blanca.
—¡Compa, por el coño sufragio ése ni te preocupes!, rebatió indiferente Espinoza sacudiendo los hombros. Luego, y mientras se acicalaba el agitado mar de crespos dorados con un peine de acrílico rojo, el hombre dio un último y reposado vistazo para recrearse con el boscaje chocoano.

—¡Después de todo, si miras bien este espectáculo que es la selva, el tema ése del sufragio es lo de menos!, reparó evasivo y con desdén el parlamentario.
—¿Lo de menos? My God, pero, ¿cómo mí no preocupar por dar a nosotros tu sufragio, si ser para resolver esta votación de vida o muerte?, imploró el mandatario, trémulo y de vidrio la mirada. A la sazón, la que probablemente era la vena aorta del estadista cobraba la apariencia de un quiste ovoide y violeta oscuro, cuyo desmesurado aumento y sus impresionantes palpitaciones amenazaban explosión.
—¡Qué va, hombre, tú fresco!, exclamó Espinoza, fisgoneando por un instante sobre la protuberancia arterial en la cerviz del Presidente. "¡Déjate y verás no sólo la mano de sufragios del mundo entero, sino también el primor de flores te que van a llover de aquí en adelante!", vaticinó impávido pero simplemente augurando lo peor, a la vez que pasaba revista a los ceñidores y a los broches del único paracaídas.
—¡Fuera de chiste, compañeros!: ¿Y ahora, cómo me veo? ¡Me imagino que como todo un miembro de la Legión Extranjera!, ¿verdad? ¡C’est la vie, monsieur, la Legión Étrangère!, ¡Oh, la-la!, pregonó el político, ya con la voz arrastrada, al tiempo que entre tumbos parodiaba a una bailarina de can-can y se quebraba en un acceso tal de risibilidad, que por largos minutos —con exactitud digital 09:57.8— pareció definitivamente haber sucumbido a una convulsión.

Abierta de repente la escotilla del aparato y ante el asombro unánime, en cuestión de nonasegundos la sebada y sebosa anatomía del senador, magnificada por la flameante guayabera amarilla, ya flotaba invicta, lejana y feliz sobre el cielo del Chocó a bordo de un colosal paracaídas en las tonalidades del arco iris, que matizaban la monotonía del verde selvático. En verdad, aquí sólo faltó la correspondiente banda sonora para redondear la cinematográfica faena. En contraste con los sentimientos de tribulación y rabia que ebullían dentro del helicóptero, afuera la imponencia multicolor del salvavidas y el aspecto hechizante de la jungla armonizaban en la placidez y en la belleza plástica de una escena por lo menos digna de una postal publicitaria de Kodak o de un pasaje de Discovery Channel.
 
—¿Y por qué razón ese hombre hacer esto a nosotros?, demandó atónito el Presidente de Norteamérica, oreándose con su sombrero de explorador de manera tan escrupulosa como inútil, pues en la evasión el congresista realmente había envenenado el ambiente del helicóptero con sus implacables salvas de azufre. Ahora en Bush la tez biliosa de difunto tornaba al contraste del rojo fosforecido del camarón tití, presagio —según alcanzó a mascullar el capitán, simplemente por decir algo, que en este caso hasta tenía fundamento, pero no remedio— de que las mejoradas relaciones diplomáticas entre Bogotá y Washington durante el mandato de Andrés Pastrana (1998-2002) también pudieran venirse a pique.
—No os pre... preci... precipi... precipitéis... Pri... primero mi.. mirad la... la pape... la papele... la papeletica que.. que... que fa... falta por... por es... por escru... escrutar y de... decid... decidnos qué... qué hay en ella..., sugirió el Papa al filo la agonía.
—Pero, ¡Su Santidad, ahora mismo el que se está precipitando es este bendito aparato!, increpó el piloto. A lo mejor ya por encima del bien y del mal, el Vicario de Roma difícilmente entreabrió los ojos y volvió a cerrarlos. "¡Perdóneme la confianza, pero, más bien rece, Su Santidad, rece! ¿Sí?", imploró entre sollozos el comandante, e incluso le reveló no sólo su condición de hijo único, más la existencia de cinco pequeños por educar y de una esposa desempleada de nacimiento, cardiaca y ultracelosa, sino la amenaza de una secreta hipoteca suya a favor de su cuñada, que tanto en el cobro anticipado de la usura como en la cama era por igual tan insaciable como chantajista.

Con un estruendo de hojalata que inclusive predominó sobre el concierto de ruidos electromecánicos en el rotor de la hélice, la nave experimentó un sacudón y luego una larga, muy larga sensación de ingravidez, lo cual obligó al piloto a prodigarse al límite de las posibilidades de maniobra de aquella bestia del aire en apuros.

—And now, what happened?, reclamó el Jefe del Estado Norteamericano con el pálpito sobre un presunto impacto de misil antiaéreo proveniente de los grupos paramilitares o de la guerrilla que pululan en la zona. La próxima reacción provino del pontífice, quien quebró su silencio para murmurar algo intraducible, al parecer en latín. Entre tanto, el tibio caudal amarillo que sobre el piso tenía la forma de una caligrafía de ochos de todos los estilos y tamaños —y que ponía en evidencia la capitulación de algún par de riñones en jaque— ahora serpenteaba veloz hacia el umbral de la escotilla. Desde luego, y al menos mientras permanecieran con vida, esta consecuencia fisiológica resultaba irrisoria, siempre y cuando los tres ocupantes que quedaban en la nave no fueran víctimas de una clase de incontinencia aún mayor.

Sin pestañear —y aunque parezca una hipérbole, allí no había lugar para este verbo— y apenas para matar la curiosidad, Bush dispuso por fin de la gorra del comandante que Espinoza había abandonado en la silla de atrás. Una maraña el cabello, húmedas y trémulas las manos, en colapso los sentidos, atrapado en un torbellino de ira, sudor, escalofrío, impotencia y despecho ante la cercanía de la fatalidad, como pudo el Presidente procedió a desentrañar la última y enigmática pelotica de papel.

—Godness! I don’t believe it!, exclamó el mandatario, presa del delirio. "Son of a bitch!".
—¡No le copio nada! ¿Cómo dice, Señor Presidente?, demandó el comandante, observándolo desde la retrospectiva del espejo superior de la cabina y tratando de escuchar más allá de lo permitido por el estridente y paulatino golpeteo en el sistema del rotor.
—¡Mí decir que no poder creerlo!, tradujo a todo pulmón el jefe del Estado Norteamericano, indignado y contrito, meneando de manera incontrolable la cabeza y con la vista y con el alma empeñados en tan insignificante y sin embargo potencialmente tan histórico trocito de papel arrugado.
—¡Claro que ya es demasiado tarde, y me disculpa, pero al menos explíquese, Señor Presidente!, solicitó el piloto, que era un manojo de nervios y que maniobraba contra lo imposible, cuando a la suerte del aparato en picada ahora se sumaba la inminencia de la peor borrasca sobre esta parte del Pacífico colombiano.
—Mí no compartir esa lógica del senador colombiano, pero él sí haber ganado la votación..., musitó desahuciado el mandatario.
—¿Y por qué? ¿Cómo así, Presidente?, indagó cada vez más exasperado el piloto, mientras el Papa, que parecía haber cerrado los ojos para siempre, regresaba de su letargo.
—Porque la papeletica del señor que acabar de saltar al vacío, explicó el hombre más poderoso de la Tierra, ahora escuálido, desgonzado de modo terminal y exhalando su último aliento, "decir en grande letra mayúscula: QUIENES CREEN QUE EN POLÍTICA 1 + 1 = 2, VAN AL CIELO. LOS DEMÁS (ESTE PAPEL VALE POR 76 VOTOS), ¡VAMOS A TODAS PARTES!".

sábado, 18 de febrero de 2012

Ocurrió en Santa Mónica

En dos años alargados por el desvelo, durante los cuales vio cómo su mujer de quince de matrimonio moldeaba la silueta gracias a la puntualidad en el gimnasio, Gil Clancey fue decantando la idea de que JP Morgan, el instructor de aeróbicos, era el factor por el cual Tania invocara, cada vez con mayor recurrencia, ciertos dolores de cabeza al instante de abordarla en la intimidad.

Propietario de una tienda de armas en Santa Mónica, California, dos veranos aguardó este esposo en jaque hasta optar la alternativa del último rifle de precisión llegado a sus estantes, un Barret M82, capaz de penetrar el blindaje reservado al Presidente de los Estados Unidos, conocido como tipo IV y dotado con un rango efectivo de 1.800 metros.  
De talante psicorrígido, exacerbado con el servicio militar, al cabo de una sesuda y paciente labor de inteligencia Clancey completaba casi el semestre cuando dio por perfeccionado el guión de su propósito: Tercer lunes de agosto, 3:40 de la tarde, en la soledad del parqueadero de un centro comercial, incluidos, obviamente, los guantes NDC Kaviar, las gafas de tiro ICE 3.0, la ruta de escape y los pormenores siguientes, calculados con la precisión cinematográfica de hazañas tipo Arnold Schwarzenegger, su actor favorito.
De hecho, por los meses, los días y las horas que precedieron a aquellos segundos en el parqueadero, el punto de encuentro de Clancey con la realidad no era otro que el centro mismo de la mirilla telescópica de su Barret M82, que en secreto probó en diversos escenarios de práctica y con el éxito prometido en el catálogo, según varias veces llegó a pulverizar el vidrio blindado de máximo calibre, que en balística corresponde al nivel 8.
Dada la profunda influencia del cine de acción en la existencia de Clancey, habrá que decir entonces que una vez JP Morgan entró en escena a través de la mirilla rumbo a su auto, el verdugo que empezaba a ser templó los nervios, contó los pasos de su objetivo, midió la velocidad de desplazamiento, las variantes del ángulo de inclinación de la cabeza de quien le robaba el sueño, y entre ecuaciones de espacio, tiempo y distancia —dieciocho eran sus medallas de oro en la especialidad del blanco móvil— y con el aliento en vilo fue disponiéndose para obturar el mecanismo de disparo.
A efectos diversos, desde la propia logística, pasando por la conveniencia de minimizar el revuelo en las inmediaciones, hasta la convicción de su eximia puntería, la regla de oro consistía en la ejecución de un único disparo. A como diera lugar, la magnitud del momento le imponía asumirse como un auténtico robot, pues un ápice de la autoestima herida recordando a su mujer darse la vuelta y apagar la luz, un asomo de la vanidad por sus logros en el polígono y otros sentimientos pudieran frustrar esta oportunidad de excepción. Al modo previsible en las películas, aquí el instructor de aeróbicos dio súbitamente en detenerse, en este caso para responder al celular. Con el blanco perfectamente instalado en la mirilla, el disparo tronó en algo más de media milla a la redonda.

No obstante la costumbre del oficio, inaudito fue el asombro de forenses, técnicos y de la policía, al resultar indispensable, entre otras cosas, un mayor tiempo del habitual para acordonar el sitio por razones técnicas del caso, un área mucho más extensa de lo convencionaldonde quedaron esparcidos minúsculos jirones del cerebro de la víctima. El tiro había salido por la culata.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Efeméride

Ajeno como es, pero abierto como está su blog a los comentarios de los visitantes, entiendo perfectamente que no es este el espacio que andaba buscando para decirlo, pero, ahora cuando por suerte lo encuentro disponible, voy a hacerlo. Mis disculpas. No podía escribirlo en mi diario, ni en mis memorias, puesto que no practico ni lo uno, ni lo otro.

Tampoco podía contarlo en un blog propio, porque en casa compartimos el PC, y ya a estas alturas de la vida el asunto no da para venir a revelarme como el protagonista de algo que para muchos, y sobre todo para muchas, pareciera una fechoría incalificable, que me cueste la desafiliación de la familia.

Y es así como cada cuanto llega el 22 de diciembre, recuerdo haber despertado abruptamente bajo un techo desconocido por completo, al lado de una lámpara desvencijada y ajena, ante una paredes bastante sucias nunca vistas, en una cama sin antecedentes, inmerso en una atmósfera desprovista en absoluto de cualquier referente que pudiera mitigar mi terrible desconcierto.

"¿Y esta? ¿Quién es?", me pregunté, gritando en mi interior y a razón de 1.785 palpitaciones por minuto. En el punto perfecto de lo flaca, de rubios cabellos largos, la mujer yacía con el rostro clavado en la profundidad de la almohada. En un arranque contra mi letargo, levanté con resolución la sábana revuelta, y descubrí su pierna derecha y caliente apalancada sobre la respectiva mía. El resto del juego de cama andaba por el suelo, incluidos mi almohada y la ropa de ambos. Era la evidencia escénica del torbellino desatado desde la inconsciencia final de la noche anterior. Todo había comenzado al toparmos en el paradero del autobús, para terminar en la media luz de un bar, famoso porque alternaban un grupo de salsa y un cuarteto de jazz encargado de aclimatar con tiempo suficiente el cierre de la función.

Entre mi asombro y un revuelo de preguntas que aleteaban como gaviotas sobre el mar picado, por fin ella despertó del sopor de aquel amanecer cargado de resaca. Aún hoy, tanto tiempo después, me sobrecoge evocar que se trataba, nada más ni nada menos, que de mi propia cuñada. O, mejor, si algo sirve de atenuante, de la hermana menor de Johanna, la novia ausente por causa de una maestría de bellas artes en Florencia.

"Mi amor...", musitó Renata, desperezándose a medias y pestañeando rápidamente, no sólo como para darle crédito a la circunstancia, sino también para atizarla de nuevo. "¿Sabes una cosa? ¡Quiero más...! Y no me mires de ese modo, porque entonces le cuento a mi hermana...", requirió con voz antojadiza no exenta del propósito de extorsión. No puedo negar que esta mujer me había suscitado siempre alguna desconfianza en asuntos susceptibles de prudencia, pero también estimulaba en mí ciertas inclinaciones lujuriosas, ahora furiosamente recíprocas.

En medio del acoso del reloj —apenas era viernes y me aguardaban asuntos atrasados de la oficina— a aquel Katrina le faltaban todavía sus coletazos. No obstante, a despecho mío y suyo, salté del lecho, como pude me vestí nerviosamente, me sobraban botones y me faltaban ojales, y lo peor: al escrutar mi billetera el saldo no alcanzaba ni siquiera para la propina de ese siempre desconocido que termina por ser proverbial cómplice: el portero del pequeño motel. De suerte que recurrí a lo muy propio de la época en eventos de apremio radical: empeñar el reloj, instrumento de cambio hoy extinguido, sobre todo cuando en el mercado los hay Made in China bastante buenos, inclusive de a cinco por tres dólares.

Con las horas siguientes de aquel viernes, con los días, con las semanas, Renata fue dejando de inspirar la tentación libidiniosa, para convertirse en un complemento, en alguien integral, aunque inexorablemente subrepticio. Bohemia y pasional, días después Renata me invitó a su casa, donde departimos largamente con su madre, Judith, mujer de extendida juventud, grande como un caballo de salto, librepensadora, espontánea y expresivamente amorosa, pero sobre todo al tope de unas buenas copas.

He aquí cómo Renata festejó mi visita hasta la borrachera, y entonces volví a hallarme bajo un cielorraso nunca visto. Mujer de convicciones descomplicadas, esta vez, de nuevo al garete entre tanta incredulidad, amanecía yo entrepiernado con mi suegra. "¡Cabroncito!, te voy a enseñar a ser un buen amante", me prometió con un guiño y un beso ahora casi etéreo, digno de la maestra al aprendiz, siempre y cuando el asunto no trascendiera a nadie más sobre la Tierra.

Sobra decir que tiempo atrás ya había sucumbido yo a las demandas eróticas de Johanna, la novia y tercera de las hijas de Judith. Era así, pues, como en la lista ya sumaban tres las consanguíneas de distinta generación que pasaban por mis sábanas de ocasión.

Semanas y meses devinieron sin novedad alguna, hasta cuando Mireya, una sobrina de Judith, llegó a la gran ciudad atraida por sus luces, para lo cual se instaló en casa de su tía y protectora. Con los atributos endógenos y exógenos de sus primas, con quienes ya había pasado la respectiva página, pronto Mireya empezó a moverme el piso con su coquetería subliminal, refinados modos y con su mirada de soslayo verde esmeralda.

Un buen día, la tarde con Mireya se hizo media noche, el café negro que sirvió de motivo para el encuentro trascendió al encanto de la cerveza fría en jarrón, la charla espontánea tornó en frases de sugestiva clave que iban y venían, y que acabaron descifrándose de consenso rumbo a cuatro paredes furtivas.

Entre el rubor social y el orgullo íntimo de mi récord con aquel parentesco de mujeres, un tiempo corto más tarde indagué a Judith por la suerte de Mireya. "¡Ni me la preguntés!", repuso con agitado menear de cabeza, sin mirarme a los ojos, mientras atendía sus quehaceres en la cocina, manipulando con mayor énfasis de lo necesario la vajilla por lavar, casi hasta quebrarla, "porque la pobre muchacha me ha dicho que, con tu carita de yo-no-fui, ¡sos el malparido cabrón de mierda más grande que haya conocido, el perfecto grandísimo hijo de puta que acabó con la familia!".

martes, 9 de septiembre de 2008

"Las comparaciones son odiosas..."

Bueno, sí, los sueños, sueños son. Alguna vez, por ejemplo, Paul McCartney irrumpió en el ámbito de los míos, para llevar a cabo una visita relámpago a un pueblo cercano. Recuerdo haberlo visto enfundado en un abrigo negro, en compañía de otros cuatro o cinco individuos, también trajeados de negro, que parecían ser miembros de algo así como una comitiva.

Tras una exhaustiva ronda por calles medio polvorientas, el grupo departió bajo una carpa pública en la cual se servían platos locales y carnes a la brasa. Una multitud se agolpó para observarlos en el acto de comer. Al cabo del almuerzo, los forasteros asumieron a pie la vía principal y desaparecieron en la distancia, por entre unas montañas rocosas en las que abundaba un parque automotor conformado por camionetas del tipo 4 x 4. En verdad, aquel sueño parecía más un comercial de Toyota o un videoclip que una vivencia onírica.

El sueño de esta vez se trasladó a una taberna bávara de Medellín, donde varios contertulios deliberaban alrededor de un tema singularmente ocioso y extravagante: las irreconciliables diferencias históricas, culturales, sociales y políticas que puedan existir entre Antioquia y Suiza.

"Eso es como comparar el carácter rústico de una cuchara de palo con la posibilidad relativa de que haya vida inteligente en Urano", dijo con sorna uno que parecía ser estudiante universitario. "¡Nada que ver!", remarcó el comensal.

Otro de los asistentes pretendió ser aún más punzante y más certero en cuanto a la ninguna afinidad que puedan tener dos cosas: "Yo diría que es como tratar de buscarle el denominador común al ataque de tos de un anciano en Malasia y al impredecible futuro de las acciones del petróleo en la Bolsa de Frankfurt. En verdad, no hay ninguna correlación. Lo mismo ocurre entre sí con Antioquia y Suiza".

De modo contrario y con manifiesta mordacidad, otro de los presentes observó que, aunque mínimas, sí existían similitudes. A manera de ejemplo, citó cómo en el nombre de Antioquia hay la "i", la "u" y la "a", vocales todas presentes en la denominación de Suiza. Tamaña apología dejó medio aburrido al auditorio, que esperaba, si no un gracejo de mayor vuelo, al menos nada de tan escaso calibre.

Cada vez más insólitas, propuestas de corte similar siguieron a las anteriores, hasta cuando los por lo menos ochenta asistentes al lugar entraron todos en la sintonía del tema, que se había iniciado a partir de la presencia de Kurt, un joven ingeniero suizo de paso por Medellín y de novia antioqueña, a quien el extranjero había conocido en Zurich, también en una taberna.

Desde un rincón del establecimiento se alzó una voz para proponer la exaltación de ciertos contrastes entre las dos regiones. "Aquí, por ejemplo, la gente acostumbra a tomar chocolate al desayuno, acompañado de arepas", afirmó el proponente, antes de preguntar: "¿Cómo es la tradición del chocolate allá en Suiza?". A lo cual el joven helvético explicó que la mayor acogida y comercialización de este producto en su país la tienen las presentaciones en dulcería y confitería. "En particular", relató Kurt, entre la timidez y el orgullo, "hay un bocado exquisito, conocido como Zimtschokolade torte", que luego tradujo como torta de canela y chocolate.

------------------------------ Escudo de Suiza
---------------------------- Escudo de Antioquia

"En cambio, a mi modo de ver, hay un elemento bien común", ironizó a su vez un cliente que parecía ser bastante perspicaz. "Miren las formas de los escudos de Antioquia y de Suiza", arguyó, mientras se dirigía hacia un costado de la barra donde estaban ambos íconos, uno encima del otro. "¿No son idénticas?", insistió. "¡Ah, bueno, algo tenemos igual! Por lo menos el molde de los escudos es el mismo".

Irritada por considerarlo tema tan baladí, una joven trató de atenuar las deventajas históricas y circunstanciales de la tierra de las arepas frente al imperio de la precisión relojera, para lo cual recurrió a la información de internet en su Black-Berry. Gracias a ello, pudo demostrar cómo el área de la primera es por lo menos mayor que el segundo: 63.612 kilómetros cuadrados contra 41.258 de la Confederación Helvética, lo cual, en verdad, tampoco alcanzó relevancia ninguna en la confrontación de ideas.

Poco después, un señor entrado en años, que espontáneamente asumió el rol de moderador y que pretendió reorientar el debate, puso de presente que mientras Antioquia ha sido escenario histórico de la violencia desde sus más diversos orígenes hasta sus más sofisticadas expresiones, ha correspondido precisamente a Suiza, país emblemático en asuntos de neutralidad, jugar un destacado papel de mediador y facilitador en el largo conflicto colombiano.

"¡Así es! Y no confundamos, porque mucho va de lo montañero a lo alpino", esgrimió una de las asistentes, cuyo estilo denotaba cierta alcurnia, pero también cierta apatía hacia lo vernáculo de la entraña paisa. "Aquí la gente apenas come cuajada, que es un quesito todo lambido, escuálido y carente de gracia. Para colmo, lo envuelven en hojas de plátano. Allá, en cambio, se llevan a la mesa, muy bien ornada, quesos como el Appenzel, el Bagnes, el Bellelay o Tête de Moine, el Gruyère o el Vacherin, que ofrecen una calidad gurmet incomparable". Dicho esto, se oyeron altisonantes voces en contrario, salpicadas de una que otra procacidad, que calentaron el ambiente.

"¡Las cosas de la historia!", terció la voz solidaria de una matrona que destacaba también por su porte y por su rostro enrojecido al sentir la necesidad de intervenir en la controversia. "Uno dice Guillermo Tell, y de inmediato lo asocia al episodio de la manzana partida por su ballesta sobre la cabeza de su pequeño hijo y a Suiza. Ese fue un héroe legendario, famoso por su valentía y por su puntería. Al mismo tiempo, uno cita el nombre de Pablo Escobar, y por reflejo piensa en esa Colombia socialmente loba, pero sobre todo violenta y a la vez horrorizada y destrozada por el narcoterrorismo, que redujo a polvo manzanas enteras en las ciudades. Eso es muy triste, muchachos, que el hombre que más daño le hizo a este país siga siendo como una especie de ícono nacional para la Historia y ante el mundo".

No terminaba la expositora su intervención, cuando una profusión de chispas acompañadas de un tableteo ronco decretó un silencio terminal en el recinto. "¡Las comparaciones son odiosas! Bueno, si no lo sabían, ¡ya lo saben, cabrones!", observó con desdén un hombre rollizo que encabezaba un grupo de cinco que impertérritos tomaron camino hacia la calle por encima de una montonera de cabezas desgonzadas, de miradas sin horizonte, de brazos, manos, troncos y piernas reducidas de facto a la inercia de los maniquíes. Así, ya con mínimos vestigios de plomo, se daban a la fuga las cinco ametralladoras que acallaron aquel debate tan inocuo, que nunca debió haberse planteado, y sobre todo tan lejos de Suiza...

sábado, 2 de agosto de 2008

El SS-K2 o la vida misma...


El rigor estadístico de la FIFA impone que fueron 107.403 los delirantes espectadores que el domingo 21 de junio de 1970 atiborraron el aforo —hasta entonces inagotable— del Estadio Azteca para celebrar como propia la tercera conquista del Campeonato Mundial de Fútbol por la inigualable Selección de Brasil. También con el orgullo de haber sido espléndidos anfitriones, aquella explosión de locura feliz era apenas un botón de muestra, pues, como una pandemia, la fiesta trascendió desde Chiapas hasta California, Arizona y Texas, es decir, desbordó el mapa de México.
Aquel domingo histórico, cuando en plena vuelta olímpica El Rey Pelé era llevado en andas e investido ciudadano mexicano gracias apenas a un sombrero de charro que un espontáneo le caló, Benito Valdez, de 12 años, miembro del privilegiado séquito de recogebolas de la final ítalo-brasileña, alcanzó a experimentar la muerte al quedar engarzado entre las aspas de la turba que asaltaba el campo.

A los 14, este benjamín de una familia de pepenadores —voz nahua que en México designa el oficio del rebusque entre la basura— volvería a forcejear con la parca tras caer de un vagón de carga atestado de buscadores del sueño americano en el recorrido nocturno de Agua Prieta (Sonora) a Pirteville (Arizona).

Sin padres —que en el mismo empeño habían naufragado en el Río Bravo— y ahora con la pierna derecha mutilada, Benito Valdez cojeó pero llegó a la tierra prometida a sus seis hermanos, que a despecho suyo eran más proclives a la resignación que a la temeridad.

Ya en el lado norte de la brecha entre ilusión y realidad por explorar, el muchacho fue escalando en el nivel de supervivencia. De todero, repartidor de diarios, empacador, cajero de tienda minorista, matarife, auxiliar de plomería y pizzero, entre otros oficios, ascendió hasta la supervisión de un gran casino en Henderson (Nevada), donde conocería los gajes de la codicia y de la lujuria. Acostumbrado en aquel universo de espejos y de espejismos a ver rodar fortunas, un buen día Valdez amaneció millonario. Una apuesta de pocos dólares lo hacía acreedor al premio de la Lotto.
Con el mundo virtualmente a su alcance, Valdez no sólo consumaría un aplazado matrimonio, sino que, en lo posible, se daría a la tarea de reivindicar su pasado de privaciones y sus utopías más relevantes, como las de ser centro delantero de un club profesional. Así como desde los cinco años militó en las huestes de los pepenadores, y treinta después era un peso pesado entre los inversionistas de bolsa, ya no era tan casual el cartelito colgado en una pared de su estudio con vista al mar en Boca Ratón (Florida): Ahora sólo tengo tiempo para vivir. Entonces, adquirió el Super Soccer K2. Se trataba de un juego de computadora irrepetible. Vía internet, sólo los magnates podían jugar el futbolístico pasatiempo, cuya fantasía era la realidad.

Los internautas del común podían acceder al invento en determinados horarios, pero apenas en calidad de observadores o para formular preguntas. Por supuesto, aquel juego no se basaba en las convencionales figuritas animadas ni en parámetros por el estilo. Para hacerse a una idea más aproximada, vale decir que al rompe de los sentidos aquella creación era de sobra y en todo aspecto impredeciblemente mucho más natural —o naturalmente mucho más impredecible— y más verosímil que cualquier otro proyecto lúdico de su género.

Desde luego, en términos de realismo de imagen el SS-K2 era con creces más fiel y más verídico que un espejo, el cual, de hecho, es apenas una simple referencia pasiva, superficial y sordomuda, que, para colmo, en condiciones de cero iluminación no presta ningún servicio. Subordinado sin remedio a la dirección y a la intensidad de la luz, a la localización del sujeto y además a su propia posición, naturaleza y tamaño, el espejo no sólo se debe a las apariencias, sino que las refleja de manera exactamente inversa a la real. De antemano, un espejo sin un testigo no es más que un simple vidrio cuyo primitivo mérito radica en las propiedades reflectivas del barniz de cromo.
Entre tantas y tan excitantes propiedades, el SS-K2 tenía de sobrecogedor desde la resolución misma de pantalla, pasando por el realismo de los ambientes, la profundidad de campo, la prolijidad en las proporciones, las formas, las texturas, el volumen, la densidad y el movimiento, los matices del color, la perfección de la luz y sus niveles de degradación, etc., hasta la enorme fidelidad del sonido, lo cual sumado a las bondades sensoriales que brindaba aquella tecnología era como una suerte de paraíso para la conciencia.

Ya en un ámbito más bien enciclopédico —concebido precisamente para satisfacer incluso las dudas y las verificaciones más morbosas— una de las maneras fehacientes de poner a prueba la infalible configuración de cada elemento en la pantalla del SS-K2 consistía en la opción técnica de ampliar quinientas mil o mil millones de veces la imagen de un objetivo escogido al azar, y explorarlo hasta quedar demostrado científicamente que éste respondía a su real estructura molecular.
Mediante este procedimiento —un clic tras otro clic— verbi gracia, un cabello o una pestaña de cualquiera de los miles de espectadores o de los futbolistas cibernéticos podía observarse al detalle microscópico sobre la forma de su filamento, la fina conformación externa de la correspondiente epidermis, con sus respectivos niveles de escleroproteína o queratina, su propio color e irrepetible constitución del folículo piloso, etc. Así, de un plumazo —en verdad, de un clic— el SS-K2 hacía alarde de una aplastante superioridad sobre la tecnología de punta más ambiciosa y más adelantada.

Del laberinto de posibilidades planteado dentro de la estructura del SS-K2, los aspectos que aquí pretenden realzarse corresponden apenas a la meticulosa configuración anatómica de protagonistas y espectadores, pero también al profundo respeto por la arquitectura —incluso por la ingeniería, la topografía, etc., y por todas las disciplinas afines al urbanismo, a la geografía, así como a la Historia, para no abundar ahora en el universo de la realidad— cuando se trataba de ahondar en los incontables estadios reales, incluidos sus entornos verdaderos, todos ellos incorporados al sistema, y a los cuales podía vérseles desde perspectivas inexploradas o inimaginables.

No menos especial atención merecen factores tales como la cuidadosa articulación y la dinámica de movimiento de futbolistas, público y hasta de la policía presente en el espectáculo, así como las inspiraciones coreográficas en las tribunas, tanto como el respectivo ordenamiento táctico de los antagonistas en escena, que necesariamente variaba según la circunstancia y el rival, etc. Hasta el infinito cibernético, sólo era cuestión de disfrutar de las prerrogativas del SS-K2.
--
Verdadero embrujo causaba este pasatiempo al reproducir al dedillo los fenómenos naturales y las situaciones de rutina, de inminencia o de casualidad: el impacto del viento al arrebatarle la gorra a una muchacha o al rasgar una bandera, la formación de las rodajas concéntricas que la llovizna produce sobre un charco, el sofoco de un hincha por efecto del calor, las mismísimas lesiones oculares que al propio usuario del SS-K2 podía causarle la incandescencia del Sol, la languidez en la evolución de las nubes, la ocasional soledad de un globo en las alturas, las campanadas de una torre, el paulatino desplome de la tarde con su renovable mosaico de siluetas, los tenues cambios de posición de la Luna, las diversas manifestaciones del otoño según el país, o, como ocurrió alguna vez en la cancha virtual del Standard de Lieja: la súbita presencia de un gato sobre el tablero electrónico.

Estos e incontables pormenores, especificidades y generalidades, al igual que asuntos ocasionales, ordinarios o fortuitos, eran enriquecidos por el Super Soccer K2 con un tratamiento equivalente a la más suntosa producción de televisión jamás vista.

Sin embargo, lo verdaderamente alucinante del asunto estribaba en la euridición y la creatividad de los padres japoneses del SS-K2 al infundirle a su producto desde los más comunes y los más simples hasta los más complejos rasgos del comportamiento individual y colectivo de los hombres cuando estos viven y mueren por la causa del gol.

Ante la imposibilidad de definir mejor la naturaleza y la forma de interacción de todos y cada uno de estos seres con su entorno —que, como en la vida real, estaban signados por un destino propio— habrá que conformarse con decir que, en verdad, pertenecían a un mundo virtualmente virtual.

Así, por ejemplo, aunque en materia de estadios la gran mayoría de escenarios ofrecía el servicio de ambulancia, regularmente en el Super Soccer K2 aparecía un vehículo de tal naturaleza, de modelo, marca, matrícula y equipamiento rigurosamente únicos, con su casi siempre diligente personal médico y paramédico. La secuencia en la pantalla bien podía registrar las más diversas reacciones del público y de ambos bancos cuando, valga la suposición, un jugador se retorcía en el suelo, agredía a un árbitro o, simplemente, cuando erraba un penalty.
Detalle bastante singular del programa consistía en que no necesariamente todas las víctimas ni todos los victimarios del juego brusco reaccionaban siempre de la misma manera. Al tiempo que desde diversos ángulos de la escena se repetía la jugada en cuestión, el respectivo diagnóstico aparecía en un titilante y sonoro aviso a un costado del monitor: Luis Figo, No. 13, Club Internazionale de Milán (Italia). Inflamación severa de la articulación interfalángica del pie izquierdo. Incapacidad: 3 juegos. En el supuesto caso del artillero portugués, su estampa y naturaleza respondían, obviamente, a sus verdaderos patrones genéticos y futbolísticos, incluidos, claro está, sus altibajos. La convalecencia de un jugador podía tomar semanas o meses de tiempo real en que permanecía bloqueado en la memoria del SS-K2.

En el orden disciplinario, desde una tarjeta amarilla hasta la suspensión de una plaza, el procedimiento informático daba cuenta de las penalizaciones del caso, aunque muchas de ellas —ya por laxitud, ya por sobredosis de rigor— no siempre eran del todo proporcionales a la naturaleza de las conductas punibles. Este margen de subjetividad reflejaba, precisamente, las veleidades de la condición humana a la hora de impartir justicia.

Ni se diga cuando nevaba o cuando llovía, y sobre todo cuando el escenario no contaba con adecuados sistemas de drenaje, como en Riga (Letonia) o en Maldonado (Uruguay), donde el campo podía llegar a convertirse en un verdadero aguazal. En tales condiciones, los actores de la contienda resbalaban y forcejeaban con mayor dificultad y vehemencia, algunos se despeinaban, unos cuantos maldecían, sus uniformes se enlodaban de manera paulatina, etc., todo ello casi siempre en desmedro del espectáculo.

No obstante el precepto natural de la victoria, de cuando en cuando ciertos protagonistas caían en estados extremos de ansiedad, apatía, abatimiento, agresividad... A este último propósito, a veces el clima escénico era susceptible de llegar a niveles tales de exacerbación, que el árbitro --en el SS-K2 había silbatos de todos los talantes, etnias y nacionalidaes-- podía inclusive suspender un partido por falta de garantías. Una decisión en tal sentido bloqueaba automáticamente el programa.
Por cuenta de tan arrolladora naturalidad del SS-K2, no faltaban los equipos, por lo general suramericanos, que se empeñaban en matar tiempo, en discutir cada fallo arbitral, en refugiarse en su propia zona o en dedicarse a despachar sistemáticamente la pelota hacia las tribunas, además de otros artificios para asegurar un empate, para evitar una goleada o apenas para amañarse en una ventaja irrisoria.

Tan ceñido a lo previsible como a lo fortuito de la vida real era el SS-K2, que en alguna ocasión, al cabo de la finalísima virtual de la Copa Europea de Clubes Campeones, Ajax vs. Liverpool en Amsterdam, hubo graves disturbios y dos espectadores murieron en pleno estadio. Las víctimas fatales —ambas holandesas— resultaron ser un mozalbete embestido con arma blanca y un adulto tiroteado con una pistola Mäuser de 6.35 milímetros, de acuerdo con la información proporcionada por el sistema.

Con la computadora a punto del colapso, los trágicos instantes fueron repetidos una y otra vez en cámara lenta y desde varios planos de la escena. Unos veinte minutos después, los rostros del par de agresores y sus prontuarios aparecían de frente y de perfil en un recuadro titilante de la pantalla, mientras otra ventana del monitor mostraba las armas homicidas. Según la computadora, los asesinos eran dos de los hooligans más buscados inclusive por creadores y por ingenieros cibernéticos de por lo menos tres versiones anteriores del Super Soccer K2.

Con tamaño antecedente, durante los tres años siguientes al episodio la opción return game o de la revancha les fue imposible de acceder a los usuarios del videojuego. A este propósito, una de las grandes jaquecas de la casa productora del SS-K2 era la proliferación del pandillismo, especialmente en los links relacionados con las plazas de Norte, Centro y Suramérica. En forma periódica, los expertos se veían en verdaderos apuros para sortear el fenómeno, mediante la creación herramientas más eficaces en materia de antivirus, filtros y otros mecanismos para enfrentar la barbarie en sus más diversas expresiones.

En otro de los tantos ítems, y como para no dejar cabos sueltos, después de cada partido había también pruebas antidopaje para dos jugadores por bando, que eran escogidos al antojo por los usuarios enfrentados en el SS-K2. Así como un resultado positivo en la muestra implicaba la inhabilitación del jugador comprometido, también era potestad del usuario afectado apelar al recurso de la contramuestra mediante el lleno y sustentación de una plantilla en la web, y esperar el fallo hasta por quince días. El control antidopaje se había hecho imperativo ante la escalada de crackers —versión perversa de los hackers, aficionados a las computadoras que intentan superar nuevos retos— que trabajaban a sueldo de los magnates de este pasatiempo, para obtener ventajas competitivas a través de ciertos futbolistas, e inclusive de algunos árbitros de Suramérica y de África.
El SS-K2 programaba conferencias de prensa con traducción simultánea. A cargo de los usuarios y opcionalmente de quienes estuvieran contectados por internet, las preguntas eran por completo al azar y podían formularse por reconocimiento de voz o mediante texto. Los indagados contestaban sin repetir jamás una respuesta, ni porque adrede se les planteara un mismo interrogante a una misma situación. Algunos alardeaban, otros prometían resarcir a su hinchada después de una derrota, había monosílabos, titubeos, humoradas y hasta procacidades.

Los actores del SS-K2, que desde luego tenían su propio ADN —comprobable con un clic— sonreían, lloraban, bostezaban, tosían, estornudaban. Por supuesto, eran susceptibles de exasperarse o de arrepentirse o, al cabo de los 90 minutos, de intercambiar la camiseta con el adversario.

Así mismo, el SS-K2 no eximía a sus protagonistas de los efectos de la edad, según el paso de los años reales quedaba en evidencia a través del encanecimiento o de la progresiva pérdida de cabello, la aparición de líneas de expresión, de unos kilos de más o simplemente del declive en su desempeño deportivo. Un estrepitoso aviso a un costado del monitor, sustentado con el correspondiente récord, anunciaba el adiós de un jugador o de un técnico. Redunda decir que éstos desaparecían de la memoria del programa.

Propio de las ilimitadas sutilezas del SS-K2 es bien recordado el episodio sobre el estallido de un alboroto sin antecedentes en casa de los Valdez después del pavo en una noche de Acción de Gracias. Semejante escandalera, que no tardaría en contagiar a todo el vecindario, fue motivada por los jugadores de la base de datos del Club Panathinaikos, de Atenas.
Enfundados en sus trajes de calentamiento, los futbolistas del trébol en el escudo vociferaban y agitaban toda suerte de pancartas en el camerino, bajo la consigna de no salir al campo para enfrentar al AEK por el título de la primera división de Grecia. Ante la incredulidad de los testigos de excepción, incluida la misma policía que había llegado atraída por el jaleo en aquel exclusivo sector de Boca Ratón, los móviles del conflicto, según transcribió el SS-K2, eran unos premios que las directivas del equipo ateniense adeudaban al plantel.

Agotadas las prerrogativas del copioso menú que ofrecía tan asombroso videojuego, via internet la familia Valdez recurrió de urgencia al proveedor. Sin embargo, allí los más diestros asesores, presa de un estado de ambivalencia que oscilaba entre el bochorno y el orgullo, no pegaron los párpados, y al amanecer se declararon humana y técnicamente incapaces de resolver el problema.

Tres semanas más tarde, y ante casi un centenar de fenéticos vecinos de Boca Ratón hacinados frente a una pantalla gigante dispuesta de manera preeminente en el enorme patio trasero de los Valdez, el juego pudo llevarse a cabo. En efecto, desde la víspera y bajo los acordes de una música griega, la computadora venía reportando que, "tras arduas negociaciones", por fin los dirigentes del Panathinaikos habían logrado saldar tan embarazosa deuda.