martes, 9 de septiembre de 2008

"Las comparaciones son odiosas..."

Bueno, sí, los sueños, sueños son. Alguna vez, por ejemplo, Paul McCartney irrumpió en el ámbito de los míos, para llevar a cabo una visita relámpago a un pueblo cercano. Recuerdo haberlo visto enfundado en un abrigo negro, en compañía de otros cuatro o cinco individuos, también trajeados de negro, que parecían ser miembros de algo así como una comitiva.

Tras una exhaustiva ronda por calles medio polvorientas, el grupo departió bajo una carpa pública en la cual se servían platos locales y carnes a la brasa. Una multitud se agolpó para observarlos en el acto de comer. Al cabo del almuerzo, los forasteros asumieron a pie la vía principal y desaparecieron en la distancia, por entre unas montañas rocosas en las que abundaba un parque automotor conformado por camionetas del tipo 4 x 4. En verdad, aquel sueño parecía más un comercial de Toyota o un videoclip que una vivencia onírica.

El sueño de esta vez se trasladó a una taberna bávara de Medellín, donde varios contertulios deliberaban alrededor de un tema singularmente ocioso y extravagante: las irreconciliables diferencias históricas, culturales, sociales y políticas que puedan existir entre Antioquia y Suiza.

"Eso es como comparar el carácter rústico de una cuchara de palo con la posibilidad relativa de que haya vida inteligente en Urano", dijo con sorna uno que parecía ser estudiante universitario. "¡Nada que ver!", remarcó el comensal.

Otro de los asistentes pretendió ser aún más punzante y más certero en cuanto a la ninguna afinidad que puedan tener dos cosas: "Yo diría que es como tratar de buscarle el denominador común al ataque de tos de un anciano en Malasia y al impredecible futuro de las acciones del petróleo en la Bolsa de Frankfurt. En verdad, no hay ninguna correlación. Lo mismo ocurre entre sí con Antioquia y Suiza".

De modo contrario y con manifiesta mordacidad, otro de los presentes observó que, aunque mínimas, sí existían similitudes. A manera de ejemplo, citó cómo en el nombre de Antioquia hay la "i", la "u" y la "a", vocales todas presentes en la denominación de Suiza. Tamaña apología dejó medio aburrido al auditorio, que esperaba, si no un gracejo de mayor vuelo, al menos nada de tan escaso calibre.

Cada vez más insólitas, propuestas de corte similar siguieron a las anteriores, hasta cuando los por lo menos ochenta asistentes al lugar entraron todos en la sintonía del tema, que se había iniciado a partir de la presencia de Kurt, un joven ingeniero suizo de paso por Medellín y de novia antioqueña, a quien el extranjero había conocido en Zurich, también en una taberna.

Desde un rincón del establecimiento se alzó una voz para proponer la exaltación de ciertos contrastes entre las dos regiones. "Aquí, por ejemplo, la gente acostumbra a tomar chocolate al desayuno, acompañado de arepas", afirmó el proponente, antes de preguntar: "¿Cómo es la tradición del chocolate allá en Suiza?". A lo cual el joven helvético explicó que la mayor acogida y comercialización de este producto en su país la tienen las presentaciones en dulcería y confitería. "En particular", relató Kurt, entre la timidez y el orgullo, "hay un bocado exquisito, conocido como Zimtschokolade torte", que luego tradujo como torta de canela y chocolate.

------------------------------ Escudo de Suiza
---------------------------- Escudo de Antioquia

"En cambio, a mi modo de ver, hay un elemento bien común", ironizó a su vez un cliente que parecía ser bastante perspicaz. "Miren las formas de los escudos de Antioquia y de Suiza", arguyó, mientras se dirigía hacia un costado de la barra donde estaban ambos íconos, uno encima del otro. "¿No son idénticas?", insistió. "¡Ah, bueno, algo tenemos igual! Por lo menos el molde de los escudos es el mismo".

Irritada por considerarlo tema tan baladí, una joven trató de atenuar las deventajas históricas y circunstanciales de la tierra de las arepas frente al imperio de la precisión relojera, para lo cual recurrió a la información de internet en su Black-Berry. Gracias a ello, pudo demostrar cómo el área de la primera es por lo menos mayor que el segundo: 63.612 kilómetros cuadrados contra 41.258 de la Confederación Helvética, lo cual, en verdad, tampoco alcanzó relevancia ninguna en la confrontación de ideas.

Poco después, un señor entrado en años, que espontáneamente asumió el rol de moderador y que pretendió reorientar el debate, puso de presente que mientras Antioquia ha sido escenario histórico de la violencia desde sus más diversos orígenes hasta sus más sofisticadas expresiones, ha correspondido precisamente a Suiza, país emblemático en asuntos de neutralidad, jugar un destacado papel de mediador y facilitador en el largo conflicto colombiano.

"¡Así es! Y no confundamos, porque mucho va de lo montañero a lo alpino", esgrimió una de las asistentes, cuyo estilo denotaba cierta alcurnia, pero también cierta apatía hacia lo vernáculo de la entraña paisa. "Aquí la gente apenas come cuajada, que es un quesito todo lambido, escuálido y carente de gracia. Para colmo, lo envuelven en hojas de plátano. Allá, en cambio, se llevan a la mesa, muy bien ornada, quesos como el Appenzel, el Bagnes, el Bellelay o Tête de Moine, el Gruyère o el Vacherin, que ofrecen una calidad gurmet incomparable". Dicho esto, se oyeron altisonantes voces en contrario, salpicadas de una que otra procacidad, que calentaron el ambiente.

"¡Las cosas de la historia!", terció la voz solidaria de una matrona que destacaba también por su porte y por su rostro enrojecido al sentir la necesidad de intervenir en la controversia. "Uno dice Guillermo Tell, y de inmediato lo asocia al episodio de la manzana partida por su ballesta sobre la cabeza de su pequeño hijo y a Suiza. Ese fue un héroe legendario, famoso por su valentía y por su puntería. Al mismo tiempo, uno cita el nombre de Pablo Escobar, y por reflejo piensa en esa Colombia socialmente loba, pero sobre todo violenta y a la vez horrorizada y destrozada por el narcoterrorismo, que redujo a polvo manzanas enteras en las ciudades. Eso es muy triste, muchachos, que el hombre que más daño le hizo a este país siga siendo como una especie de ícono nacional para la Historia y ante el mundo".

No terminaba la expositora su intervención, cuando una profusión de chispas acompañadas de un tableteo ronco decretó un silencio terminal en el recinto. "¡Las comparaciones son odiosas! Bueno, si no lo sabían, ¡ya lo saben, cabrones!", observó con desdén un hombre rollizo que encabezaba un grupo de cinco que impertérritos tomaron camino hacia la calle por encima de una montonera de cabezas desgonzadas, de miradas sin horizonte, de brazos, manos, troncos y piernas reducidas de facto a la inercia de los maniquíes. Así, ya con mínimos vestigios de plomo, se daban a la fuga las cinco ametralladoras que acallaron aquel debate tan inocuo, que nunca debió haberse planteado, y sobre todo tan lejos de Suiza...

sábado, 2 de agosto de 2008

El SS-K2 o la vida misma...


El rigor estadístico de la FIFA impone que fueron 107.403 los delirantes espectadores que el domingo 21 de junio de 1970 atiborraron el aforo —hasta entonces inagotable— del Estadio Azteca para celebrar como propia la tercera conquista del Campeonato Mundial de Fútbol por la inigualable Selección de Brasil. También con el orgullo de haber sido espléndidos anfitriones, aquella explosión de locura feliz era apenas un botón de muestra, pues, como una pandemia, la fiesta trascendió desde Chiapas hasta California, Arizona y Texas, es decir, desbordó el mapa de México.
Aquel domingo histórico, cuando en plena vuelta olímpica El Rey Pelé era llevado en andas e investido ciudadano mexicano gracias apenas a un sombrero de charro que un espontáneo le caló, Benito Valdez, de 12 años, miembro del privilegiado séquito de recogebolas de la final ítalo-brasileña, alcanzó a experimentar la muerte al quedar engarzado entre las aspas de la turba que asaltaba el campo.

A los 14, este benjamín de una familia de pepenadores —voz nahua que en México designa el oficio del rebusque entre la basura— volvería a forcejear con la parca tras caer de un vagón de carga atestado de buscadores del sueño americano en el recorrido nocturno de Agua Prieta (Sonora) a Pirteville (Arizona).

Sin padres —que en el mismo empeño habían naufragado en el Río Bravo— y ahora con la pierna derecha mutilada, Benito Valdez cojeó pero llegó a la tierra prometida a sus seis hermanos, que a despecho suyo eran más proclives a la resignación que a la temeridad.

Ya en el lado norte de la brecha entre ilusión y realidad por explorar, el muchacho fue escalando en el nivel de supervivencia. De todero, repartidor de diarios, empacador, cajero de tienda minorista, matarife, auxiliar de plomería y pizzero, entre otros oficios, ascendió hasta la supervisión de un gran casino en Henderson (Nevada), donde conocería los gajes de la codicia y de la lujuria. Acostumbrado en aquel universo de espejos y de espejismos a ver rodar fortunas, un buen día Valdez amaneció millonario. Una apuesta de pocos dólares lo hacía acreedor al premio de la Lotto.
Con el mundo virtualmente a su alcance, Valdez no sólo consumaría un aplazado matrimonio, sino que, en lo posible, se daría a la tarea de reivindicar su pasado de privaciones y sus utopías más relevantes, como las de ser centro delantero de un club profesional. Así como desde los cinco años militó en las huestes de los pepenadores, y treinta después era un peso pesado entre los inversionistas de bolsa, ya no era tan casual el cartelito colgado en una pared de su estudio con vista al mar en Boca Ratón (Florida): Ahora sólo tengo tiempo para vivir. Entonces, adquirió el Super Soccer K2. Se trataba de un juego de computadora irrepetible. Vía internet, sólo los magnates podían jugar el futbolístico pasatiempo, cuya fantasía era la realidad.

Los internautas del común podían acceder al invento en determinados horarios, pero apenas en calidad de observadores o para formular preguntas. Por supuesto, aquel juego no se basaba en las convencionales figuritas animadas ni en parámetros por el estilo. Para hacerse a una idea más aproximada, vale decir que al rompe de los sentidos aquella creación era de sobra y en todo aspecto impredeciblemente mucho más natural —o naturalmente mucho más impredecible— y más verosímil que cualquier otro proyecto lúdico de su género.

Desde luego, en términos de realismo de imagen el SS-K2 era con creces más fiel y más verídico que un espejo, el cual, de hecho, es apenas una simple referencia pasiva, superficial y sordomuda, que, para colmo, en condiciones de cero iluminación no presta ningún servicio. Subordinado sin remedio a la dirección y a la intensidad de la luz, a la localización del sujeto y además a su propia posición, naturaleza y tamaño, el espejo no sólo se debe a las apariencias, sino que las refleja de manera exactamente inversa a la real. De antemano, un espejo sin un testigo no es más que un simple vidrio cuyo primitivo mérito radica en las propiedades reflectivas del barniz de cromo.
Entre tantas y tan excitantes propiedades, el SS-K2 tenía de sobrecogedor desde la resolución misma de pantalla, pasando por el realismo de los ambientes, la profundidad de campo, la prolijidad en las proporciones, las formas, las texturas, el volumen, la densidad y el movimiento, los matices del color, la perfección de la luz y sus niveles de degradación, etc., hasta la enorme fidelidad del sonido, lo cual sumado a las bondades sensoriales que brindaba aquella tecnología era como una suerte de paraíso para la conciencia.

Ya en un ámbito más bien enciclopédico —concebido precisamente para satisfacer incluso las dudas y las verificaciones más morbosas— una de las maneras fehacientes de poner a prueba la infalible configuración de cada elemento en la pantalla del SS-K2 consistía en la opción técnica de ampliar quinientas mil o mil millones de veces la imagen de un objetivo escogido al azar, y explorarlo hasta quedar demostrado científicamente que éste respondía a su real estructura molecular.
Mediante este procedimiento —un clic tras otro clic— verbi gracia, un cabello o una pestaña de cualquiera de los miles de espectadores o de los futbolistas cibernéticos podía observarse al detalle microscópico sobre la forma de su filamento, la fina conformación externa de la correspondiente epidermis, con sus respectivos niveles de escleroproteína o queratina, su propio color e irrepetible constitución del folículo piloso, etc. Así, de un plumazo —en verdad, de un clic— el SS-K2 hacía alarde de una aplastante superioridad sobre la tecnología de punta más ambiciosa y más adelantada.

Del laberinto de posibilidades planteado dentro de la estructura del SS-K2, los aspectos que aquí pretenden realzarse corresponden apenas a la meticulosa configuración anatómica de protagonistas y espectadores, pero también al profundo respeto por la arquitectura —incluso por la ingeniería, la topografía, etc., y por todas las disciplinas afines al urbanismo, a la geografía, así como a la Historia, para no abundar ahora en el universo de la realidad— cuando se trataba de ahondar en los incontables estadios reales, incluidos sus entornos verdaderos, todos ellos incorporados al sistema, y a los cuales podía vérseles desde perspectivas inexploradas o inimaginables.

No menos especial atención merecen factores tales como la cuidadosa articulación y la dinámica de movimiento de futbolistas, público y hasta de la policía presente en el espectáculo, así como las inspiraciones coreográficas en las tribunas, tanto como el respectivo ordenamiento táctico de los antagonistas en escena, que necesariamente variaba según la circunstancia y el rival, etc. Hasta el infinito cibernético, sólo era cuestión de disfrutar de las prerrogativas del SS-K2.
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Verdadero embrujo causaba este pasatiempo al reproducir al dedillo los fenómenos naturales y las situaciones de rutina, de inminencia o de casualidad: el impacto del viento al arrebatarle la gorra a una muchacha o al rasgar una bandera, la formación de las rodajas concéntricas que la llovizna produce sobre un charco, el sofoco de un hincha por efecto del calor, las mismísimas lesiones oculares que al propio usuario del SS-K2 podía causarle la incandescencia del Sol, la languidez en la evolución de las nubes, la ocasional soledad de un globo en las alturas, las campanadas de una torre, el paulatino desplome de la tarde con su renovable mosaico de siluetas, los tenues cambios de posición de la Luna, las diversas manifestaciones del otoño según el país, o, como ocurrió alguna vez en la cancha virtual del Standard de Lieja: la súbita presencia de un gato sobre el tablero electrónico.

Estos e incontables pormenores, especificidades y generalidades, al igual que asuntos ocasionales, ordinarios o fortuitos, eran enriquecidos por el Super Soccer K2 con un tratamiento equivalente a la más suntosa producción de televisión jamás vista.

Sin embargo, lo verdaderamente alucinante del asunto estribaba en la euridición y la creatividad de los padres japoneses del SS-K2 al infundirle a su producto desde los más comunes y los más simples hasta los más complejos rasgos del comportamiento individual y colectivo de los hombres cuando estos viven y mueren por la causa del gol.

Ante la imposibilidad de definir mejor la naturaleza y la forma de interacción de todos y cada uno de estos seres con su entorno —que, como en la vida real, estaban signados por un destino propio— habrá que conformarse con decir que, en verdad, pertenecían a un mundo virtualmente virtual.

Así, por ejemplo, aunque en materia de estadios la gran mayoría de escenarios ofrecía el servicio de ambulancia, regularmente en el Super Soccer K2 aparecía un vehículo de tal naturaleza, de modelo, marca, matrícula y equipamiento rigurosamente únicos, con su casi siempre diligente personal médico y paramédico. La secuencia en la pantalla bien podía registrar las más diversas reacciones del público y de ambos bancos cuando, valga la suposición, un jugador se retorcía en el suelo, agredía a un árbitro o, simplemente, cuando erraba un penalty.
Detalle bastante singular del programa consistía en que no necesariamente todas las víctimas ni todos los victimarios del juego brusco reaccionaban siempre de la misma manera. Al tiempo que desde diversos ángulos de la escena se repetía la jugada en cuestión, el respectivo diagnóstico aparecía en un titilante y sonoro aviso a un costado del monitor: Luis Figo, No. 13, Club Internazionale de Milán (Italia). Inflamación severa de la articulación interfalángica del pie izquierdo. Incapacidad: 3 juegos. En el supuesto caso del artillero portugués, su estampa y naturaleza respondían, obviamente, a sus verdaderos patrones genéticos y futbolísticos, incluidos, claro está, sus altibajos. La convalecencia de un jugador podía tomar semanas o meses de tiempo real en que permanecía bloqueado en la memoria del SS-K2.

En el orden disciplinario, desde una tarjeta amarilla hasta la suspensión de una plaza, el procedimiento informático daba cuenta de las penalizaciones del caso, aunque muchas de ellas —ya por laxitud, ya por sobredosis de rigor— no siempre eran del todo proporcionales a la naturaleza de las conductas punibles. Este margen de subjetividad reflejaba, precisamente, las veleidades de la condición humana a la hora de impartir justicia.

Ni se diga cuando nevaba o cuando llovía, y sobre todo cuando el escenario no contaba con adecuados sistemas de drenaje, como en Riga (Letonia) o en Maldonado (Uruguay), donde el campo podía llegar a convertirse en un verdadero aguazal. En tales condiciones, los actores de la contienda resbalaban y forcejeaban con mayor dificultad y vehemencia, algunos se despeinaban, unos cuantos maldecían, sus uniformes se enlodaban de manera paulatina, etc., todo ello casi siempre en desmedro del espectáculo.

No obstante el precepto natural de la victoria, de cuando en cuando ciertos protagonistas caían en estados extremos de ansiedad, apatía, abatimiento, agresividad... A este último propósito, a veces el clima escénico era susceptible de llegar a niveles tales de exacerbación, que el árbitro --en el SS-K2 había silbatos de todos los talantes, etnias y nacionalidaes-- podía inclusive suspender un partido por falta de garantías. Una decisión en tal sentido bloqueaba automáticamente el programa.
Por cuenta de tan arrolladora naturalidad del SS-K2, no faltaban los equipos, por lo general suramericanos, que se empeñaban en matar tiempo, en discutir cada fallo arbitral, en refugiarse en su propia zona o en dedicarse a despachar sistemáticamente la pelota hacia las tribunas, además de otros artificios para asegurar un empate, para evitar una goleada o apenas para amañarse en una ventaja irrisoria.

Tan ceñido a lo previsible como a lo fortuito de la vida real era el SS-K2, que en alguna ocasión, al cabo de la finalísima virtual de la Copa Europea de Clubes Campeones, Ajax vs. Liverpool en Amsterdam, hubo graves disturbios y dos espectadores murieron en pleno estadio. Las víctimas fatales —ambas holandesas— resultaron ser un mozalbete embestido con arma blanca y un adulto tiroteado con una pistola Mäuser de 6.35 milímetros, de acuerdo con la información proporcionada por el sistema.

Con la computadora a punto del colapso, los trágicos instantes fueron repetidos una y otra vez en cámara lenta y desde varios planos de la escena. Unos veinte minutos después, los rostros del par de agresores y sus prontuarios aparecían de frente y de perfil en un recuadro titilante de la pantalla, mientras otra ventana del monitor mostraba las armas homicidas. Según la computadora, los asesinos eran dos de los hooligans más buscados inclusive por creadores y por ingenieros cibernéticos de por lo menos tres versiones anteriores del Super Soccer K2.

Con tamaño antecedente, durante los tres años siguientes al episodio la opción return game o de la revancha les fue imposible de acceder a los usuarios del videojuego. A este propósito, una de las grandes jaquecas de la casa productora del SS-K2 era la proliferación del pandillismo, especialmente en los links relacionados con las plazas de Norte, Centro y Suramérica. En forma periódica, los expertos se veían en verdaderos apuros para sortear el fenómeno, mediante la creación herramientas más eficaces en materia de antivirus, filtros y otros mecanismos para enfrentar la barbarie en sus más diversas expresiones.

En otro de los tantos ítems, y como para no dejar cabos sueltos, después de cada partido había también pruebas antidopaje para dos jugadores por bando, que eran escogidos al antojo por los usuarios enfrentados en el SS-K2. Así como un resultado positivo en la muestra implicaba la inhabilitación del jugador comprometido, también era potestad del usuario afectado apelar al recurso de la contramuestra mediante el lleno y sustentación de una plantilla en la web, y esperar el fallo hasta por quince días. El control antidopaje se había hecho imperativo ante la escalada de crackers —versión perversa de los hackers, aficionados a las computadoras que intentan superar nuevos retos— que trabajaban a sueldo de los magnates de este pasatiempo, para obtener ventajas competitivas a través de ciertos futbolistas, e inclusive de algunos árbitros de Suramérica y de África.
El SS-K2 programaba conferencias de prensa con traducción simultánea. A cargo de los usuarios y opcionalmente de quienes estuvieran contectados por internet, las preguntas eran por completo al azar y podían formularse por reconocimiento de voz o mediante texto. Los indagados contestaban sin repetir jamás una respuesta, ni porque adrede se les planteara un mismo interrogante a una misma situación. Algunos alardeaban, otros prometían resarcir a su hinchada después de una derrota, había monosílabos, titubeos, humoradas y hasta procacidades.

Los actores del SS-K2, que desde luego tenían su propio ADN —comprobable con un clic— sonreían, lloraban, bostezaban, tosían, estornudaban. Por supuesto, eran susceptibles de exasperarse o de arrepentirse o, al cabo de los 90 minutos, de intercambiar la camiseta con el adversario.

Así mismo, el SS-K2 no eximía a sus protagonistas de los efectos de la edad, según el paso de los años reales quedaba en evidencia a través del encanecimiento o de la progresiva pérdida de cabello, la aparición de líneas de expresión, de unos kilos de más o simplemente del declive en su desempeño deportivo. Un estrepitoso aviso a un costado del monitor, sustentado con el correspondiente récord, anunciaba el adiós de un jugador o de un técnico. Redunda decir que éstos desaparecían de la memoria del programa.

Propio de las ilimitadas sutilezas del SS-K2 es bien recordado el episodio sobre el estallido de un alboroto sin antecedentes en casa de los Valdez después del pavo en una noche de Acción de Gracias. Semejante escandalera, que no tardaría en contagiar a todo el vecindario, fue motivada por los jugadores de la base de datos del Club Panathinaikos, de Atenas.
Enfundados en sus trajes de calentamiento, los futbolistas del trébol en el escudo vociferaban y agitaban toda suerte de pancartas en el camerino, bajo la consigna de no salir al campo para enfrentar al AEK por el título de la primera división de Grecia. Ante la incredulidad de los testigos de excepción, incluida la misma policía que había llegado atraída por el jaleo en aquel exclusivo sector de Boca Ratón, los móviles del conflicto, según transcribió el SS-K2, eran unos premios que las directivas del equipo ateniense adeudaban al plantel.

Agotadas las prerrogativas del copioso menú que ofrecía tan asombroso videojuego, via internet la familia Valdez recurrió de urgencia al proveedor. Sin embargo, allí los más diestros asesores, presa de un estado de ambivalencia que oscilaba entre el bochorno y el orgullo, no pegaron los párpados, y al amanecer se declararon humana y técnicamente incapaces de resolver el problema.

Tres semanas más tarde, y ante casi un centenar de fenéticos vecinos de Boca Ratón hacinados frente a una pantalla gigante dispuesta de manera preeminente en el enorme patio trasero de los Valdez, el juego pudo llevarse a cabo. En efecto, desde la víspera y bajo los acordes de una música griega, la computadora venía reportando que, "tras arduas negociaciones", por fin los dirigentes del Panathinaikos habían logrado saldar tan embarazosa deuda.

viernes, 1 de agosto de 2008

Golden, con su música para siempre

Cuarenta y tantos años después de haber sido compuesta para el público juvenil de los años 60, cuando se convirtió en un himno generacional, la canción "Boca de Chicle", con la que Oscar Golden alcanzó la cima de la fama, se escuchó en la expresión musicalmente más insólita durante la multitudinaria despedida al cantante en Bogotá el pasado 30 de julio: En la versión lírica, a cargo de Víctor Hugo Ayala.

En medio del fervor popular que acompañó los funerales del ícono musical de la época, este solo hecho bastaría para dimensionar la trascendencia alcanzada por el intérprete de éste y de otros éxitos contenidos en 17 volúmenes de larga duración, como "Zapatos Pom Pom", "Dime, Dios", "Por qué Te Vas", "Marina" y "El Cacique y la Cautiva", que le valieron una colección de discos de oro y múltiples reconocimientos internacionales.

¿Qué más pertinente modo y justo motivo para decirle adiós al hombre que contagió de alegría y ritmo a Colombia y sus alrededores, que entonando sus canciones, como ahora lo hizo su audiencia antes, durante y después del funeral?

La evocación de toda una época se avino no sólo con su repertorio, sino, inclusive, con llamativas minifaldas, necesariamente negras para la ocasión, de unas cuantas de aquellas fans que lo siguieron, lo suspiraron y que ahora lo despedían, como Marina Grisales, hermana de la diva Amparo, y por entonces una de las integrantes del grupo coreográfico de Las Vitaminas, cuyas minúsculas prendas y contoneos desafiaron por aquellos tiempos de rigor y austeridad en el vestir de la generación que antecedía a la Nueva Ola.

El sentido adios a Óscar Golden convocó masivamente a todos los matices y actividades del mundo del espectáculo: Empresarios, presentadores de televisión, disc-jockeys, camarógrafos, locutores, periodistas, actores, humoristas, actrices, publicistas, microfonistas, ingenieros de sonido, cantantes de antes y de ahora, pero sobre todo a una multitud impresionante, cuya devoción y entrega al acto de despedida le robó la trascendencia a otros duelos y a otros muertos del día en los alrededores de la Capìlla de Cristo Rey. A juzgar por la desbordada manifestación popular, entre los más de cien ciudadanos que debieron expirar en esta urbe de casi nueve millones de almas, el único fallecido el miércoles 28 de julio pareció haber sido el intérprete de "Boca de Chicle".

Hecho previsible fue cómo, sin tiempo suficiente para preparar sus libretos o para documentarse sobre los revolucionarios alcances culturales de los años 60, muchos de los jóvenes reporteros enviados por las cadenas de radio y de la televisión para la cobertura en vivo de la ceremonia, se vieron a gatas para identificar a los muchos protagonistas de aquellos años, presentes en el funeral.

Dolientes de la segunda e inclusive ya de la tercera edad, que durante casi dos días se apostaron en la sala de velación y en los alrededores de la iglesia de Cristo Rey, al norte de Bogotá, se constituyeron en la mejor fuente de información de los reporteros para poder identificar y entrevistar a las estrellas del ayer, ya en el ámbito propiamente musical como del teatro, del cine, la TV o la radio.

Como si se tratara de un auténtico milagro, muchos de los personajes que el mundo de entonces creía desaparecidos, fueron saliendo de la penumbra rumbo al féretro, ante la sorpresa y la incredulidad de sus seguidores de otrora, ansiosos por obtener un autógrafo o una fotografía para la posterioridad. Entre aquellos ilustres hoy desconocidos, se contaron actores como Hugo Pérez, de 88 años y Fabio Camero, de 80, y el legendario animador de concursos Julio E. Sánchez Vanegas.

Rostros y protagonistas de carreras famosas, confundidos entre la multitud, fueron reconocibles apenas a fuerza de escucharse entre ellos mismos sus efusivos saludos de reencuentro, que hacían de viva voz, como los cantantes Víctor Hugo Ayala, Álex, Pablus Gallinazus —el autor de "Boca de Chicle"—, Harold, Luis Gabriel, Jesús David Quintana, Cristopher, Juan Nicolás Estela, el teclista Pacho Zapata y muchos otros que tienen su nicho propio en la historia musical y artística del país.

Lugar de preeminencia correspondió a Esperanza Acevedo, la muy popular Vicky, quien sin haber sido su esposa, acompañó a Golden hasta el último suspiro. Con desvelo de madre, hermana y mejor amiga, la cantautora e intérprete de éxitos como "Llorando Estoy" frenteó el drama final del ídolo con una abnegación y solidaridad reconocidos en la actitud del público presente, que no cesó de aclamarla y de requerirle autógrafos. Suerte ésta que en algo debió mitigar el duelo de "la marida", como le llamó siempre el ídolo desaparecido. Papel también relevante desempeñó el cantante Billy Pontoni, su amigo y partner de giras y conciertos.

El adjetivo dulce podría sonar algo frívolo o trivial para describir la voz melíflua de Isadora, pero en verdad más que dulce y sobrecogedora resultó su interpretación en los albores de la homilía, en la que terció el rumor de trueno de Víctor Hugo Ayala al ejecutar poco después el "Ave María". Fausto se hizo sentir con la "Oda de la Alegría", que acabó de conmover a los ya estupefactos feligreses.

A la salida de la capilla, el canto general reafirmó su homenaje con "El Cacique y la Cautiva". Delirantes, algunos espontáneos levantaron fotos, afiches y hasta el primer LP del ídolo ausente. Otros, más acuciosos, hicieron llover una tempestad de flashes sobre la apretada calle de honor hacia la plazoleta, donde lo aguardaba un imponente, extralargo. silencioso y exclusivo Mercedes Benz color vino tinto, diseñado para andar a 20 KPH y cuyo inevitable defecto de fábrica está en su caja de velocidades, pues carece —contraria o precisamente— de aquel mecanismo que sirve para poner en marcha la memoria de los fans: La reversa...

martes, 20 de mayo de 2008

Cero y van tres...

—¡Cero y van tres!, sentenció el coronel, mientras repetía una rutina de avanzar unos seis pasos y volver sobre ellos en su estrecho despacho de la comandancia de policía del barrio. Desde el suelo, que consistía en una placa de loza oscura y yerta, y sobre la cual yacía esposado y en cuclillas desde hacía dieciocho horas, el detenido apenas blanqueó la mirada para intuir la expresión enervada del oficial.

Por cinco veces consecutivas repicó el único teléfono del recinto, pero el coronel se abstuvo de contestar. "¡A ésa la echo hoy mismo a la calle!", murmuró el oficial, en concluyente referencia a Lucy, su secretaria, quien por vez primera en once años de servicio no llegaba con la puntualidad de las 8:00 a.m., ahora cuando el reloj instalado en lo alto de la pared andaba ya por las 8:05.

—¿Cómo me dijo que se llamaba usted?, inquirió el coronel a su interlocutor de ocasión, un indigente que había sido trasladado allí bajo sospechas de ser el individuo que, amparado en las sombras, solía defecarse a la vuelta de la esquina de la estación de policía en un deprimido sector de la ciudad.
—Oscar... Emilio..., mi... teniente…, repuso tardo y tembloroso el sindicado.
—¿Teniente, dijo? ¡Coronel, gran imbécil, c-o-r-o-n-e-l!, rectificó a voz en cuello el uniformado. "¿No le enseñaron a distinguir las insignias?".
—No, mi coronel..., contestó el arrestado, casi exánime, con una hebra de voz, sin atreverse siquiera a observar los ojos de su inquisidor, cuyas aparatosas botas con punta y tacón de acero reforzado producían estruendos de caballo.
—Pero, ¡Oscar Emilio qué!, cuestionó con grito destemplado el jefe de policía, presa de la indignación, al tiempo que le propinaba un par de puntapiés en el trasero. "¿No tiene apellidos o acaso lo parieron por la manga de un chaleco? ¿Ah? ¡A ver, conteste!".
—Go… Gon…González.., musitó entre titubeos el detenido, que era virtualmente una aparición con barbas, barnizado con una capa de mugre y con un soplo de hollín, gracias a lo cual el esperpento de su naturaleza no alcanzaba a ser transparente.
—¿Y es que todavía duda de su apellido? ¡Pues, no va más, González-Oscar-Emilio, sépalo de una vez por todas!, espetó el coronel. El teléfono volvió a escucharse en medio del eco de sus pasos que por poco hacían vibrar las paredes del despacho policial. Con las manos entrelazadas y atrás de la cintura, impaciente el uniformado hizo un alto en su deambular por el recinto y volvió a mirar la hora: 8:07.
—¡Se lo dije, González: Cero y van tres!, repitió el oficial, obsesionado con el tema.

Al menos por asociación de ideas, ahora mismo la única presunción de culpa se fundaba en una tercera y más larga exhalación flatulenta del reo, por cuya incontinencia el despacho estaba inmerso en un hedor a mortandad. Por lo menos a juzgar por cuanto devendría sólo minutos después, algo de semejantes proporciones debió percibir el coronel, que entre los suyos cargaba la fama de tener un olfato tan hipersensible, como la de profesar un concepto tan excéntrico y tan repentista sobre la originalidad de las cosas.

—¡Ya verá que esto no es un chiste!, amenazó el oficial, fruncido el ceño. "¡Y mucho menos de aquellos que circulan en los correos de Internet, que son tan poco originales!".
—¡Así, como lo oye, González, usted no va más!, porfió el coronel, "y espero que sea usted consecuente con lo que digo". Volvió el teléfono a interrumpir, y de reflejo los ojos del jefe de policía retornaron sobre las agujas del reloj.
—De veras, este no es un chiste más de Internet. ¡Por sus hijos, créame, González, créame!, repitió el oficial, y sin mediar más argumento procedió a desenfundar su pistola italiana, y por tres veces la descargó contra la cabeza del detenido, tras lo cual el victimario sufrió un fuerte ataque de hilaridad, que lo llevó a tomar asiento.

Ausente Lucy, la secretaria, acto seguido el oficial se puso al frente de la computadora, y a efectos de no olvidar ni siquiera una coma sobre el acontecer de aquella mañana, presuroso comenzó a teclear en caliente la siguiente introducción para una nueva entrada de su blog, que solía escribir desde la perspectiva de la tercera persona:

—¡Cero y van tres!, sentenció el coronel, mientras repetía una rutina de avanzar unos seis pasos y volver sobre ellos en su estrecho despacho de la comandancia de policía del barrio. Desde el suelo, que consistía en una placa de loza oscura y yerta, y sobre la cual yacía esposado y en cuclillas desde hacía dieciocho horas, el detenido apenas blanqueó la mirada para intuir la expresión enervada del oficial.

viernes, 16 de mayo de 2008

El legado de Quarentinha (I) (Fragmento)

“¡Bravo, Estornudo de Chocolate, bravo!”, profirió de repente y con sorna una voz chillona desde el fondo del aula del segundo grado de bachillerato, cuando aún tronaba el fragor de aplausos provocado por la puesta en escena del compañero Hernán Monroy, que hacía su estreno como cantante en el Colegio Carlos Martínez Silva (CMS) de Bogotá.

A cargo del benjamín del curso, Alfredo Arévalo, que de talla y consistencia resultaba tan insignificante como una larva, pero cuya actitud social era una constante acometida de escorpión, pronto aquel señalamiento obraría los efectos de un estigma sobre el futuro inmediato del vocalista en proyecto.

Verdadero mar de pecas sus mejillas, tras aquel episodio en la clase llamada Centro Literario que, más que tratar sobre el tema específico de las letras, consistía en una oportunidad escénica para la exposición de destrezas culturales y artísticas, H. M. ganaría más adelante un protagonismo extravagante entre sus condiscípulos, que a la sazón constituían el karma de la comunidad del barrio Palermo hacia el año 1965.

Frente al fenómeno que hoy pedagogos y expertos en conductas sociales denominan bullying —compulsión que desde temprana edad mueve a ciertos individuos a mortificar al prójimo sólo por verlo atormentado— fue con el devenir de los meses y armado de una paciencia digna de monje budista como H. M. lograría sobreaguar no sólo a las urticantes alusiones a sus pómulos salpicados de chocolate congénito, sino a otras insolencias colegiales de marca mayor.

Con su proverbial estoicismo, pero sobre todo con su chorro de voz, Estornudo de Chocolate fue abriéndose paso por el empedrado camino hacia la cumbre del reconocimiento general. “¡Que cante, que cante!”, llegaría a ser poco después el clamor habitual entre la misma colectividad que lo había coronado su rey de burlas, también apodado Plato de Lentejas y Morrocoyo.

Empero, y como cualquier intérprete de éxito que se respete, H. M. vería por fin llegado el momento de no más estar dispuesto a pagar con canciones el derecho inalienable a la tranquilidad. A expensas de su carácter provinciano y apacible, suficientes habían sido las manifestaciones contra sus lunares, como igualmente suficiente le era ya el prestigio alcanzado en el escenario de la interpretación. Aún así, el alias de Estornudo de Chocolate haría carrera.

A estas alturas de la historia que empezaba a reivindicar al solista como tal, no al hombre, suficientes eran así mismo ejecuciones suyas tan impecables como la de Granada, del compositor mexicano Agustín Lara, para entender que el vilipendiado intérprete no sólo se perfilaba como una promesa del canto, sino, inclusive, como un portento de la lírica.

Aunque faltase el acompañamiento instrumental, carencia superada con creces por la calidad interpretativa de H. R., a la sola entonación de "Granada, tierra soñada por mí…", la horda estudiantil entraba de repente en un silencioso estado de encantamiento y subordinación. “Mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti… Mi cantar… hecho de fantasía… Mi cantar… flor de melancolía que yo te vengo a dar…”. Hechizado y en espera de que la voz ascendiera hasta el límite del pentagrama, aquí el auditorio se desgonzaba en un trance parecido a la hipnosis.

Especie de patrimonio musical de la humanidad, la inspiración del legendario Agustín Lara había catapultado hacia la leyenda a varias gargantas de los años 30 en adelante, como la australiana Dorothy Dodd, los norteamericanos Mario Lanza y Frank Sinatra y el alemán Fritz Wunderlich con la interpretación de su incomparable Granada. No obstante el arrollador surgimiento de la música de la nueva ola, al menos por ahora la versión H. R. de Granada alcanzaba el estatus de himno estudiantil y Estornudo de Chocolate el de cierto ícono de popularidad.

En abierta paradoja con el temple mesurado de quien dio su nombre al plantel, el académico, escritor y diplomático Carlos Martínez Silva, un patriarca del Partido Conservador fallecido en 1903, aquella congregación de adolescentes era sin remedio una sola ventolera. Con la puntualidad del atardecer, una vez el tañido de la campana anunciaba el fin de clases a las cinco menos diez, un viento de escalofrío entre el vecindario campeaba en tres y hasta en cuatro manzanas a la redonda del liceo.

El peor augurio de los moradores estaba fundado particularmente en la rutina de las peleas callejeras, pactadas en clase bajo el imperativo insoslayable de “¡A la salida nos vemos!”. Bajo la presunción de la testosterona en juego y en medio de las explosiones de algarabía escolar, uno tras otro —hasta cuando medio muerto el contendiente vencido mordía el pavimento— dos y tres combates por tarde tenían como tinglado las vías del sector.

En cuanto la ausencia de reglas era la norma, una vez llegados a ciertos niveles de ferocidad, los lances excitaban la devoción bélica de las barras y más aún atizaban el pavor entre los vecinos. Como tantos otros, contra su voluntad y con la derrota pronosticada, varias veces el propio Estornudo de Chocolate debió comparecer a duelo, en circunstancias que no reconocían ni siquiera la condición de ventaja que pudiera privilegiar al matón de la clase sobre el oponente más famélico o más vulnerable.

Bajo semejante clima de agitación discurría aquella temporada escolar, cuando brotó la fiebre nacional por la colección de estampitas para llenar el álbum de las Estrellas del Fútbol Colombiano, alrededor del cual el entorno inmediato, el carácter y talvez el destino de Estornudo de Chocolate habrían de cambiar del cielo a la tierra.

Del mismo modo llamadas monas, caramelos o cromos, las famosas figuritas infestaron como una peste bíblica todos los ámbitos de la adolescencia, hasta llegar prácticamente a confundirse con los ingredientes de la sopa. Las había fácil, regular o difícilmente disponibles en tiendas y farmacias de barrio. Como ocurre con los billetes de mayor denominación, que resultan excluyentes para las mayorías, también, y por estrategias de mercadeo, las estampitas de los jugadores mejor cotizados del campeonato eran, además de escasas, inevitablemente las últimas en salir a circulación y por ende las más costosas.

Aunque apenas se tratara de estudiantes, el factor comercial desencadenó fenómenos de acaparamiento, especulación y monopolio de las láminas por parte de auténticos carteles, conformados por los coleccionistas más avezados, que a menudo eran aquellos elementos más proclives al ocio, pero también a un lucro forzoso que a hurtadillas se esfumaba en juegos de azar, en salones de billar, en algún cine de tercera, en comics, en novelones de vaqueros, en el tabaquismo y en el consumo de cerveza.

La pandemia generada alrededor del álbum de las estrellas provocó que la harina de trigo empezara a escasear en alacenas y cocinas, pues era la materia prima para la fabricación doméstica de un pegante que los abuelos reconocían como engrudo y que los académicos de la lengua definen como “masa comúnmente hecha con harina o almidón que se cuece en agua, y sirve para pegar papeles y otras cosas ligeras”. En verdad, aquella generación no sólo estaba a decenios luz de conocer las bondades autoadhesivas, sino los prodigios de impresión y color que hoy ofrecen las colecciones de la multinacional Pannini.

Salvo por la preeminencia que pudiera derivarse de ser el primero del colegio en llegar a completar el álbum, Hernán Monroy o Estornudo de Chocolate no era ni por casualidad el llamado a intervenir en discusión ninguna sobre fútbol ni en cosa que se pareciera. Junto con la nueva expresión musical, que rompía los esquemas tradicionales a partir del auge de cuerdas y teclados eléctricos, así como de letras irreverentes o nada ortodoxas, era el fútbol la otra pasión de aquella generación, y en ambos casos H. M. constituía excepción a la regla.

Por entonces, y sólo a manera de ilustración o de repaso a la Historia, referentes del año 1965 eran las miles de bajas en la Guerra del Vietnam, el Concilio Vaticano II, la consagración de los Beatles, honrados con la Orden del Imperio Británico; la primera caminata de un hombre en el espacio, a cargo del cosmonauta soviético Alexei Leonov; la tromba de éxito de Julie Andrews como estelar de la comedia musical Mary Poppins, que le valió el Oscar, y el enconado mano a mano entre los dos mejores toreros sobre el planeta, Manuel Benítez, El Cordobés, y Paco Camino, cuyo antagonismo terminaría por dirimirse no salpicado ninguno con sangre de astado, sino con la propia, después de una colosal faena a puño limpio en pleno ruedo.

Aunque por naturaleza remiso a los temas del balón, Estornudo de Chocolate aprendería sobre la mayor o menor relevancia futbolística de los actores del campeonato según la escasez o la abundancia de ciertas estampitas, que era inducida por los vaivenes del mercado mismo. Así, mientras las figuritas de los troncos, apelativo para designar a los futbolistas de menor relieve en el torneo, estaban en todas partes, la obtención de las estampas de unos cuantos astros de la cancha llegó a ser casi una utopía.

Formado un perspicaz criterio en la materia, H. M. llegó a convertirse en fuerte exponente en la agitada bolsa de las láminas. La actividad de venta, reventa, subasta e intercambio de las mismas quedaba manifiesta en decenas de enormes corrillos apostados en los alrededores del CMS, donde por mucho tiempo transeúntes y automotores se enfrentaron a un cuello de botella causado por la ocupación estudiantil del espacio público en la hora pico de la mañana.

A las convencionales formas de mercadear las figuritas surgió una variante bastante singular conocida como túmbilis, voz derivada del verbo tumbar, que en la jerga juvenil traducía despojar a otro mediante el factor sorpresa. El túmbilis era un pacto no exento de sadomasoquismo entre dos o más coleccionistas, que se reservaban el derecho a propinarle un golpe de mano al que entre ellos diera la oportunidad. Por la vía de un manotazo y a la consigna de un estrepitoso "¡túmbilis!", el asalto a quien participaba en las ruedas de negocios solía perpetrarse precisamente cuando las rondas estaban en su punto más candente. Consecuencia de aquella práctica fueron torrenciales lluvias de cromos, capaces de tapizar el suelo, generalmente en favor de la lujuria y la rapacidad de terceros.

Entre las figuritas las había tan repetidas, que inclusive en la realidad del fútbol muchos debieron haber sido los jugadores que por causa de la saturación de su imagen vieron menguado el entusiasmo entre su fanaticada. El zaguero Walter Pulgarín, del Atlético Quindío; el argentino Julio Bricka, del Once Caldas, que actuaba de volante —medio se decía en el argot de entonces— y el atacante Alfonso Culebro Rojas, del Cúcuta Deportivo, hacían parte de aquella lista, que a fuerza de su precario valor de colección pudiera darles la equivalencia de troncos o futbolistas del montón.

En cambio, a la franja de figuritas que oscilaban en la mitad de la escala pertenecían futbolistas de la entraña colectiva, como el guardavallas Senén Mosquera, apodado El Jet por la magnificencia de su vuelo en las situaciones más extremas, y el delantero Delio Maravilla Gamboa, insignias de Millonarios; los argentinos Ricardo Pegnotti, que a menudo deslumbraba como el mejor de la cancha donde a bien lo dispusiera el técnico del Deportivo Cali, y el artillero Omar Lorenzo Devanni, del Santa Fe, cuya enorme reputación goleadora era capaz de robarle el sueño a sus adversarios inclusive con semanas de anticipación.

Como si el foco de la atención general no fueran propiamente las actividades académicas, aquel año lectivo de 1965 transcurría más bien entre el protagonismo de Estornudo de Chocolate por sus notables progresos en el canto, la música de la nueva ola como puntal de la revolución cultural de los años '60, las incidencias del campeonato de fútbol y la ardua puja estudiantil por completar las casi cuatrocientas figuritas del álbum.

Por cierto, a tal extremo había llegado la fama del CMS sobre la miseria en el desempeño de sus pupilos, que incluso la ironía popular circundante al plantel solía comparar el desastre en las notas escolares —se calificaba sobre cinco— con el acierto del Totogol, juego de apuestas dominicales basado en los marcadores de la fecha futbolera, en el cual predominaban el cero, el uno y el dos, y a lo sumo el tres.

Tema recurrente por su protagonismo, el paulatino ascenso de H.M. hacia la popularidad comenzaría a hacer agua, pues venía inevitablemente acompañado de una tendencia bien arraigada en la época, que sin fórmula de juicio consistía en poner en entredicho la orientación sexual de determinados personajes del espectáculo. Así, y en especial por cuenta del público más adulto, ídolos de la TV, el cine y la música resultaron involucrados, desde luego apenas a nivel de mito popular, en una suerte de sospechosos de alardear sobre una masculinidad o femineidad que presuntamente no tenían.

La naturaleza de sus insólitos ritmos, letras, voces, trajes, peinados o despeinados, estilos y coreografías había despertado en la generación mayor —que andaba en sintonía con el bolero, el tango, el cha-cha-cha y con diversos géneros del folclor— la certeza de que aquellos símbolos emergentes marcaban no sólo una pauta hacia la decadencia del arte musical, sino hacia la perversión de las costumbres, incluida la pérdida de la identidad sexual. Mientras las caderas de Elvis Presley y el flequillo y las voces aflautadas de los Beatles suscitaban histeria entre sus públicos y generaban un fenómeno capaz de arrasar toda tradición, en Colombia un amplio sector de la sociedad de los mayores de 35 se mantenía entre el asombro y la controversia, lindantes con el escándalo.

Tales eran el carácter aprehensivo, la fuerza y el poder de penetración del rumor popular en aquellos tiempos, que la presunta naturaleza hemafrodita de una reconocida cantante colombiana llegó a ser vox pópuli, sólo porque en sus presentaciones y en las portadas de sus discos solía aparecer en jeans y no en minifalda. Ocupaba la cima del éxito en el Club del Clan, un espacio de televisión de alta sintonía dedicado a la promoción de las voces nuevas, cuando la víctima de semejante especie fue a templar a México en calidad de refugiada de las lenguas viperinas.

El mismo prejuicio de que alcanzaron a ser objeto, aún a la distancia y a sus espaldas, ídolos como Enrique Guzmán y César Costa, que sin las posibilidades actuales de llegar a sus auditorios hicieron vibrar a la juventud desde México hasta la Patagonia, persiguiría con saña a Estornudo de Chocolate. No obstante la insalvable brecha con los adultos, al menos en el particular caso de H. R., al entender de sus condiscípulos la condición de cantante hacía del muchacho un sujeto susceptible de sospecha sobre su identidad sexual, y con ello a ser determinado como el bicho raro de la fauna estudiantil.

Se conjugaba desde entonces un verbo que hasta hoy no conoce mayores inflexiones: tarrear, que constituía el terror femenino y sobre todo en público, al menos entre las más jóvenes y atractivas. El sinónimo de aquel ejercicio no era otro que el de mandar mano, y que en la práctica se manifestaba en la osadía de tocarles por asalto, lo más despacio, intenso y fuerte posible, la cola a las mujeres. Acción bastante recurrida entre los estudiantes del CMS cuando armaban corrillo en los contornos del liceo, de aquel verbo deriva la clásica tarreada, vocablo que al menos en sociedad aún debe estar proscrito.

En un hecho que de repentino trascendió a la costumbre, sería el propio Estornudo de Chocolate el otro blanco de las tarreadas. Aunque las primeras manos que se deslizaron sobre su trasero desataron de sí la más acalorada reacción, el asunto dejaría de ser enojoso para H.R., según éste parecía ruborizarse poco y resistirse cada vez menos a la insolencia de sus condiscípulos. Con ello fue quedando en firme la convicción general de que el muchacho había llegado ya complacerse con aquella rutina.

Si bien la intensidad de los aplausos nunca declinó después de cada audición de H. M., no menos cierto resultó ser que las sospechas sobre su homosexualidad despertaron ánimos libidinosos en unos y los encendió en otros, hasta darse finalmente por entendido que Estornudo de Chocolate, aún imberbe como vocalista, respondía al prototipo de aquellas voces a las cuales parte de la generación adulta ponía en tela de juicio en cuestiones hormonales.

Rol decisivo en esta coyuntura reclamarían los hermanos López, dos morochos en edad de usar cuchilla Gillette, llegados del puerto de Buenaventura, con habilidades para el fútbol y gusto por la música, que eran de forzosa referencia en el colegio, ya por razones de etnia, ya porque la migración hacia la gran urbe no tenía aún los alcances ni las connotaciones de estos tiempos. En este estado de cosas, y con cierto sentido de lo particular, solía nombrarse el costeño, el paisa, el venezolano o el ecuatoriano, tal cual se designa a alguien por su nombre.

Contra la relajada atmósfera del Carlos Martínez Silva, el resto del universo colegial de la época respondía en general a los inflexibles patrones de un régimen conservadurista, muchos de cuyos reglamentos de disciplina contemplaban severos castigos morales e inclusive físicos, prácticamente desde el aprendizaje de las vocales hasta la víspera de la graduación.

Incluido el CMS, en ciertos centros educativos operaba además la modalidad del alojamiento, conocida como internado, al cual accedían principalmente los educandos venidos de otras regiones del país en busca de mejores horizontes. Aún residieran en la misma localidad, huéspedes de los aposentos estudiantiles eran así mismo aquellos alumnos cuyos padres resolvían que el confinamiento a 365 días era la panacea contra los siete pecados capitales, a saber: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.

(Continuará)