sábado, 18 de febrero de 2012

Ocurrió en Santa Mónica

En dos años alargados por el desvelo, durante los cuales vio cómo su mujer de quince de matrimonio moldeaba la silueta gracias a la puntualidad en el gimnasio, Gil Clancey fue decantando la idea de que JP Morgan, el instructor de aeróbicos, era el factor por el cual Tania invocara, cada vez con mayor recurrencia, ciertos dolores de cabeza al instante de abordarla en la intimidad.

Propietario de una tienda de armas en Santa Mónica, California, dos veranos aguardó este esposo en jaque hasta optar la alternativa del último rifle de precisión llegado a sus estantes, un Barret M82, capaz de penetrar el blindaje reservado al Presidente de los Estados Unidos, conocido como tipo IV y dotado con un rango efectivo de 1.800 metros.  
De talante psicorrígido, exacerbado con el servicio militar, al cabo de una sesuda y paciente labor de inteligencia Clancey completaba casi el semestre cuando dio por perfeccionado el guión de su propósito: Tercer lunes de agosto, 3:40 de la tarde, en la soledad del parqueadero de un centro comercial, incluidos, obviamente, los guantes NDC Kaviar, las gafas de tiro ICE 3.0, la ruta de escape y los pormenores siguientes, calculados con la precisión cinematográfica de hazañas tipo Arnold Schwarzenegger, su actor favorito.
De hecho, por los meses, los días y las horas que precedieron a aquellos segundos en el parqueadero, el punto de encuentro de Clancey con la realidad no era otro que el centro mismo de la mirilla telescópica de su Barret M82, que en secreto probó en diversos escenarios de práctica y con el éxito prometido en el catálogo, según varias veces llegó a pulverizar el vidrio blindado de máximo calibre, que en balística corresponde al nivel 8.
Dada la profunda influencia del cine de acción en la existencia de Clancey, habrá que decir entonces que una vez JP Morgan entró en escena a través de la mirilla rumbo a su auto, el verdugo que empezaba a ser templó los nervios, contó los pasos de su objetivo, midió la velocidad de desplazamiento, las variantes del ángulo de inclinación de la cabeza de quien le robaba el sueño, y entre ecuaciones de espacio, tiempo y distancia —dieciocho eran sus medallas de oro en la especialidad del blanco móvil— y con el aliento en vilo fue disponiéndose para obturar el mecanismo de disparo.
A efectos diversos, desde la propia logística, pasando por la conveniencia de minimizar el revuelo en las inmediaciones, hasta la convicción de su eximia puntería, la regla de oro consistía en la ejecución de un único disparo. A como diera lugar, la magnitud del momento le imponía asumirse como un auténtico robot, pues un ápice de la autoestima herida recordando a su mujer darse la vuelta y apagar la luz, un asomo de la vanidad por sus logros en el polígono y otros sentimientos pudieran frustrar esta oportunidad de excepción. Al modo previsible en las películas, aquí el instructor de aeróbicos dio súbitamente en detenerse, en este caso para responder al celular. Con el blanco perfectamente instalado en la mirilla, el disparo tronó en algo más de media milla a la redonda.

No obstante la costumbre del oficio, inaudito fue el asombro de forenses, técnicos y de la policía, al resultar indispensable, entre otras cosas, un mayor tiempo del habitual para acordonar el sitio por razones técnicas del caso, un área mucho más extensa de lo convencionaldonde quedaron esparcidos minúsculos jirones del cerebro de la víctima. El tiro había salido por la culata.