lunes, 26 de diciembre de 2011

Efeméride

Ajeno como es, pero abierto como está su blog a los comentarios de los visitantes, entiendo perfectamente que no es este el espacio que andaba buscando para decirlo, pero, ahora cuando por suerte lo encuentro disponible, voy a hacerlo. Mis disculpas. No podía escribirlo en mi diario, ni en mis memorias, puesto que no practico ni lo uno, ni lo otro.

Tampoco podía contarlo en un blog propio, porque en casa compartimos el PC, y ya a estas alturas de la vida el asunto no da para venir a revelarme como el protagonista de algo que para muchos, y sobre todo para muchas, pareciera una fechoría incalificable, que me cueste la desafiliación de la familia.

Y es así como cada cuanto llega el 22 de diciembre, recuerdo haber despertado abruptamente bajo un techo desconocido por completo, al lado de una lámpara desvencijada y ajena, ante una paredes bastante sucias nunca vistas, en una cama sin antecedentes, inmerso en una atmósfera desprovista en absoluto de cualquier referente que pudiera mitigar mi terrible desconcierto.

"¿Y esta? ¿Quién es?", me pregunté, gritando en mi interior y a razón de 1.785 palpitaciones por minuto. En el punto perfecto de lo flaca, de rubios cabellos largos, la mujer yacía con el rostro clavado en la profundidad de la almohada. En un arranque contra mi letargo, levanté con resolución la sábana revuelta, y descubrí su pierna derecha y caliente apalancada sobre la respectiva mía. El resto del juego de cama andaba por el suelo, incluidos mi almohada y la ropa de ambos. Era la evidencia escénica del torbellino desatado desde la inconsciencia final de la noche anterior. Todo había comenzado al toparmos en el paradero del autobús, para terminar en la media luz de un bar, famoso porque alternaban un grupo de salsa y un cuarteto de jazz encargado de aclimatar con tiempo suficiente el cierre de la función.

Entre mi asombro y un revuelo de preguntas que aleteaban como gaviotas sobre el mar picado, por fin ella despertó del sopor de aquel amanecer cargado de resaca. Aún hoy, tanto tiempo después, me sobrecoge evocar que se trataba, nada más ni nada menos, que de mi propia cuñada. O, mejor, si algo sirve de atenuante, de la hermana menor de Johanna, la novia ausente por causa de una maestría de bellas artes en Florencia.

"Mi amor...", musitó Renata, desperezándose a medias y pestañeando rápidamente, no sólo como para darle crédito a la circunstancia, sino también para atizarla de nuevo. "¿Sabes una cosa? ¡Quiero más...! Y no me mires de ese modo, porque entonces le cuento a mi hermana...", requirió con voz antojadiza no exenta del propósito de extorsión. No puedo negar que esta mujer me había suscitado siempre alguna desconfianza en asuntos susceptibles de prudencia, pero también estimulaba en mí ciertas inclinaciones lujuriosas, ahora furiosamente recíprocas.

En medio del acoso del reloj —apenas era viernes y me aguardaban asuntos atrasados de la oficina— a aquel Katrina le faltaban todavía sus coletazos. No obstante, a despecho mío y suyo, salté del lecho, como pude me vestí nerviosamente, me sobraban botones y me faltaban ojales, y lo peor: al escrutar mi billetera el saldo no alcanzaba ni siquiera para la propina de ese siempre desconocido que termina por ser proverbial cómplice: el portero del pequeño motel. De suerte que recurrí a lo muy propio de la época en eventos de apremio radical: empeñar el reloj, instrumento de cambio hoy extinguido, sobre todo cuando en el mercado los hay Made in China bastante buenos, inclusive de a cinco por tres dólares.

Con las horas siguientes de aquel viernes, con los días, con las semanas, Renata fue dejando de inspirar la tentación libidiniosa, para convertirse en un complemento, en alguien integral, aunque inexorablemente subrepticio. Bohemia y pasional, días después Renata me invitó a su casa, donde departimos largamente con su madre, Judith, mujer de extendida juventud, grande como un caballo de salto, librepensadora, espontánea y expresivamente amorosa, pero sobre todo al tope de unas buenas copas.

He aquí cómo Renata festejó mi visita hasta la borrachera, y entonces volví a hallarme bajo un cielorraso nunca visto. Mujer de convicciones descomplicadas, esta vez, de nuevo al garete entre tanta incredulidad, amanecía yo entrepiernado con mi suegra. "¡Cabroncito!, te voy a enseñar a ser un buen amante", me prometió con un guiño y un beso ahora casi etéreo, digno de la maestra al aprendiz, siempre y cuando el asunto no trascendiera a nadie más sobre la Tierra.

Sobra decir que tiempo atrás ya había sucumbido yo a las demandas eróticas de Johanna, la novia y tercera de las hijas de Judith. Era así, pues, como en la lista ya sumaban tres las consanguíneas de distinta generación que pasaban por mis sábanas de ocasión.

Semanas y meses devinieron sin novedad alguna, hasta cuando Mireya, una sobrina de Judith, llegó a la gran ciudad atraida por sus luces, para lo cual se instaló en casa de su tía y protectora. Con los atributos endógenos y exógenos de sus primas, con quienes ya había pasado la respectiva página, pronto Mireya empezó a moverme el piso con su coquetería subliminal, refinados modos y con su mirada de soslayo verde esmeralda.

Un buen día, la tarde con Mireya se hizo media noche, el café negro que sirvió de motivo para el encuentro trascendió al encanto de la cerveza fría en jarrón, la charla espontánea tornó en frases de sugestiva clave que iban y venían, y que acabaron descifrándose de consenso rumbo a cuatro paredes furtivas.

Entre el rubor social y el orgullo íntimo de mi récord con aquel parentesco de mujeres, un tiempo corto más tarde indagué a Judith por la suerte de Mireya. "¡Ni me la preguntés!", repuso con agitado menear de cabeza, sin mirarme a los ojos, mientras atendía sus quehaceres en la cocina, manipulando con mayor énfasis de lo necesario la vajilla por lavar, casi hasta quebrarla, "porque la pobre muchacha me ha dicho que, con tu carita de yo-no-fui, ¡sos el malparido cabrón de mierda más grande que haya conocido, el perfecto grandísimo hijo de puta que acabó con la familia!".