miércoles, 19 de diciembre de 2007

Gajes de un reportero en Año Nuevo

Enero 1º. de 1980. En una de las proverbiales sequías noticiosas del despertar del año, pero también bajo los efectos de una resaca de fuerte connotación eléctrica cuyas descargas sobre el hipotálamo descendían hasta los pies al punto y ritmo de lancetazos —lastre de por lo menos seis semanas de intensa bohemia— el reportero O. W. retornaba a hurtadillas a su puesto en la Sección Judicial de El Tiempo hacia las 8:30 p.m., hora que en días tan lánguidos informativamente equivalía a la media noche de una jornada habitual.

A merced de semejante tempestad en los sentidos, vano resultó el sigilo, pues más pronto que tarde el Jefe de Redacción nocturno lo sorprendería para exigirle con voz perentoria la elaboración de una noticia. En esta excepcional ocasión, inclusive “de una noticia cualquiera”, sin la cual el cierre de la edición resultaba materialmente imposible. Con ese faltante y cuando en tamaña veda informativa aún hasta la frenada de una bicicleta podría prestar mérito para su publicación, a estas alturas de la jornada el reto del periodista consistía en llenar a la velocidad del rayo el cuarto de página pendiente en la Sección Judicial.

En blanco la cuartilla y más aún la inspiración para sortear el desafío, el rastreo del periodista había pasado igualmente en blanco ante la ausencia de sus fuentes habituales en el siempre agitado medio judicial. Los temas recurrentes de su sección —orden público, hechos de narcotráfico, accidentes de tránsito y casos de baranda— aparentemente habían batido un récord de tranquilidad digno de algún monasterio en el Tibet.

“Por elemental lógica, si no ocurrió nada”— sería en circunstancias cotidianas el argumento natural del periodista— “pues, simplemente, no hay nada que decir”. Sin embargo, contra esa lógica no procedían excusas ni apelaciones, pues lo irremediablemente lógico de aquella situación era completar lo más pronto posible la página de marras.

Al menos a golpe de vista y según el recorrido de O. W. a través de solitarios despachos de Policía, comisarías, Medicina Legal, hospitales y estaciones de bomberos, durante la jornada no había caído un solo gramo de droga, como tampoco se había registrado ningún parte sobre riñas, ni de quemados con pólvora, ni la fuga de un preso, ni sobre accidentes de tránsito, ni escaramuzas de orden público. Incluso, ni siquiera habían sido reportados suicidios, tan proclives en la despedida del año.

Planteadas así las cosas, la aparente imperturbabilidad que supuestamente habían ganado seis millones de habitantes en las últimas 24 horas, de manera paradójica aquí la padecía uno de ellos al enfrentarse a las peores consecuencias por el retraso en la edición. Para colmo, y como es característico de la temporada postnavideña, mientras el espacio disponible para las noticias suele ser generoso, la pauta publicitaria es inversamente proporcional.

En últimas, cuanto aquí dictaría el sentido periodístico sería exaltar el significado de un día sin occisos ni heridos en una urbe con índices de violencia y mortalidad tan extremos como los de Bogotá. Por lo tanto, el tema merecería teclearse en algo más de tres cuartillas. Entonces, el mérito del acertijo consistía en sustentar tan sorprendente estado de cosas. Sin embargo —gajes del receso burocrático del comienzo de año— las fuentes de información que acreditaran tan positivo balance no habían aparecido por ningún lado.

Visto el asunto con natural suspicacia, pero también con sentido periodístico, también podría ocurrir que realmente sí se hubiesen registrado hechos noticiosos dignos de ser contados. Empero, en cuanto una cosa podría ser la percepción subjetiva de un día insólitamente apacible y muy otra la ausencia de autoridades para certificarlo, la sensación de tanta tranquilidad en una metrópoli tan violenta bien pudiera resultar un espejismo.

Sobre las 9:30, entre la angustia y el enojo, el Jefe de Redacción de la noche, el responsable del Departamento de Armada y el de la rotativa completaban casi una hora apostados en torno de O. W. en función de aguijonearlo y de reiterarle que por causa de su demora en la entrega del material periodístico, ese gigante de la información —esa especie de Wall Street del acontecer noticioso que es El Tiempo— se mantenía peligrosamente paralizado por un asunto de apariencia relativamente nimia.

Nervioso compulsivo, el reportero apenas lanzaba denuestos contra su suerte, mientras a dos manos se arrancaba jirones de su prolijamente acicalado cabello de plata. Al mismo tiempo, a sus pies la papelera con cuartillas escritas apenas de a media línea, que pronto quedaban reducidas a pelotitas, ya no daba abasto. De veras, ¿qué decir ahora mismo cuando en esencia no había nada que decir, pero cuando, por razones de fuerza mayor y además con el reloj en contra, había que decir siquiera un poco de algo?

Con el agravante de tres recientes amonestaciones de la Oficina de Personal y el preaviso de ser despedido en caso de reincidencia, ahora el protagonista de esta historia se debatía entre la ofuscación y la osadía, la certidumbre y la imaginación, el rigor y la informalidad, la precisión y la vaguedad, entre la aventura y el compromiso, pero sobre todo entre la espada de lo jurídico y la pared de la ética periodística.

El desafío para O. W. consistía, pues, en salir airoso en el manejo de la poco ortodoxa fórmula realidad-fantasía, lo cual implicaba mantenerse en un punto equidistante entre verdad y especulación, pero siempre en la medida en que su relato resultara lo más verosímil posible, que no fuera a ser desmentido y —por si fuera poco— que alcanzara para satisfacer el espacio del cuarto de página en espera. En rigor de aquella época periodística, una eventual desproporción en la mezcla de los ingredientes no sólo podría acarrearle —ahora sí— la pérdida del empleo, sino exponerlo al escarnio público, e incluso a enfrentar conflictos con la Ley.

Frente a lo inexorable —el preaviso, la resaca, la escasez de tiempo, la abundancia de espacio y la carencia de materia prima— unas sesenta bolitas de papel más tarde la máquina de escribir del reportero despedía humo. En efecto, y ahora sí sin pestañear, O. W. se había decidido a capotear la embestida del blanco más blanco en la faena, en la mente y en la hoja, con una pieza del siguiente calibre:

“Al parecer una o varias personas —se ignora si hombres o mujeres, si de ambos géneros, si cuántos del uno y cuántos del otro, si jóvenes y/o adultos, si en episodios aislados o no— fueron o habrían sido detenidas en las primeras o en las últimas horas en algún lugar de Bogotá o en sus alrededores. Los presuntos móviles, así como el paradero del posible o de los posibles implicados, también se desconocen o se desconocerían”.

“La versión —si existe y si tiene carácter oficial o extraoficial, es asunto que al cierre de la presente edición El Tiempo no había confirmado ni descartado de manera parcial ni definitiva— fue o podría haber sido propalada por alguien que prefiere, prefirió, probablemente haya preferido o que preferiría salvaguardar su identidad contra potenciales represalias por parte del posible o de los posibles involucrados en la real o en la presunta acción de las autoridades”.

“Las probables circunstancias en que ocurrió o en las que hubiera podido haber ocurrido la presunta privación de la libertad de una o de varias personas, también es o podría ser que fuera materia por investigar, siempre y cuando, obviamente, se den o llegaren a darse los indicios para poder emprender la pertinente averiguación judicial, si de veras ésta se lleva o pudiese llevarse a efecto”.

“Por lo pronto, y ante la imprecisión y la ambigüedad del caso y en medio de la cierta o de la aparente inconsistencia sobre el verdadero o el presunto origen de esta real o virtual especie, hasta avanzada la noche había sido verdaderamente infructuoso entrar en generalidades al respecto y mucho más —¡o mucho menos!— en sus pormenores, por lo cual el episodio —en el caso de haya o de que pudiera haber ocurrido— de todas formas, y como es o como sería de esperarse, está o estaría de antemano ante la inminencia de permanecer sumido en el más completo misterio”.

“Como se presume o como acaso llegue a presumirse, de resultar cierto que en algún momento alguna una voz, al parecer anónima, dio o habría podido dar cuenta a alguien —se desconoce o se desconocería cómo, por qué, a quién, si hombre o si mujer, adónde y a qué horas— sobre alguna o algunas detenciones, entonces, es o sería de suponer que debe o que debería haber habido —como al menos sobre el papel lo ordena la ley— alguna causa que amerite o que pudiera ameritar la posible acción de las autoridades para disponer sobre la privación de la libertad de quien o de quienes resultaron, resultaren o hubieran podido resultar involucrados —justa, injusta, legal o ilegalmente— es o puede llegar a ser algo que también está o que podría estar por establecerse y que por principio este diario no entra a calificar— en el real o en el supuesto episodio, cuya consumación fue o pudiera haber sido divulgada mediante la especie difundida o talvez difundida”.

“De paso, aquí no sobra o no sobraría tener en cuenta —pues en cierta manera así también puede o pudiera colegirse— que se viole, que se haya violado o que pudiera llegar a estar violándose de manera leve o flagrante el principio universal que contempla el respeto al debido proceso consagrado en el Estado de Derecho: Por ejemplo, que hubo o que hubiese podido haber una o varias detenciones arbitrarias”.

“Sin embargo, en este estricto sentido —es decir, sobre si hubo o no la adecuada interpretación de la Ley, así como el correcto procedimiento de las autoridades para arrestar a la persona o a las personas presuntamente involucradas— tampoco este rotativo pudo establecer absolutamente nada sobre los posibles méritos jurídicos por los cuales dicho o dichos ciudadanos fueron o pudieran llegar a ser sometidos al rigor legal”.

“De todas formas, así como no puede o como no podría descartarse de plano ni de soslayo que se trate o que llegare a tratarse de un simple y llano rumor, tampoco puede, podría o no pudiera aseverarse con mayor o con menor certeza que las versiones cierta o presuntamente difundidas tengan o llegaran a tener realmente un origen fundado y comprobable en hechos de verdad consumados”.

“También existe o pudiera llegar a existir la potencial hipótesis en el sentido de que la captura o las capturas recayeron o puedan haber recaído sobre persona o personas hasta ahora no identificadas. De lo contrario —como es o como sería de imaginar en eventos de naturaleza afín— posiblemente el asunto y su probable o sus probables protagonistas quizá ya hubieran trascendido al natural interés de los medios de comunicación. Sin desconocerse que hay o que pueda haber las excepciones al caso, al menos estadísticamente en Colombia un hecho así —en el claroscuro de la cotidianidad noticiosa— viene, vendría o pudiera ser que viniera a ser relativamente poco novedoso: ¡Casos se han dado!”.

“Suele ocurrir que personajes con un mayor o con un menor rol protagónico en la vida pública —aunque también otros con poca o ninguna preeminencia— llegan a resultar involucrados —desde luego es cuestión que no puede ni debe generalizarse— en problemas con la Justicia y, por razones de la buena imagen y del buen nombre al que tienen derecho, a veces consiguen de las autoridades y hasta de allegados suyos dentro de la misma prensa, que sus casos se mantengan al margen de cualquier protagonismo noticioso, incluso por insignificante que parezca”.

“Ahora, sobre la clase de delito en que incurrieron o en que pudieran haber incurrido el presunto o los presuntos individuos para, segura o probablemente, caer o para haber caído en poder de las autoridades —por supuesto, si en verdad cayó o cayeron— este es, sería o podría llegar a ser otro aspecto por dilucidar a corto, mediano o largo plazo”.

“De hecho, por ley de probabilidades, esas son, serían o podrían serlo entonces, y de manera indefectible, las correspondientes instancias de modo, tiempo y lugar para poder emprender el desarrollo de un proceso investigativo. En otras palabras, aquellos son o pudiera ser que fueran los plazos prudentes para poder ahondar sobre el tema, y al cabo de los cuales sí —cosa tan relativa como circunstancial y aleatoria—poder entonces entrar a referirse con los suficientes o con los pocos elementos de juicio que hay, que habría o que pudiera haber sobre tan complejo particular”.

“Desde luego, para ello es, sería o pudiera resultar que sea tan indispensable como imperativo no sólo investigar a fondo la cuestión —tarea que natural y principalmente compete a las respectivas autoridades— sino tener que aguardar el curso de las próximas horas o de los próximos días, y por qué no, el devenir de semanas o de meses”.

“Es así como en los eventos más extremos —experiencias hay de sobra en los anales de la Justicia colombiana— inclusive hasta puede o podría ser preciso tener que esperar durante años si la presunta situación así lo impone, lo impusiera o lo demandara. Por cierto, y como los hay tantos, en este último caso el aparente o el presunto hecho puede o podría —por qué no— estar bordeando la frontera con la impunidad”.

“Otro ítem de vital importancia que la investigación —si de veras ésta se efectúa o si pudiera llegar a llevarse a cabo— debe, deberá o debería hacer, es sacar en limpio —siempre dentro de la probabilidad de que todo esto tenga o que pudiera tener algún asidero, y que las autoridades así lo consideren o que así lleguen a considerarlo— las posibles circunstancias en que ocurrieron o en que hubieran podido haber ocurrido los ciertos o los presuntos acontecimientos”.

“Así, queda o talvez quedaría por establecerse si los reales o supuestos eventos acaecieron o pudieran haber acaecido en posible flagrancia, si a lo mejor se trata o si pudiera tratarse de un exhaustivo seguimiento hecho a las probables actividades del presunto o de los presuntos responsables de algún posible acto doloso, si fue o si llegara a ser por una aparente delación, si más bien ocurrió o si hubiera podido ocurrir por una entrega voluntaria a la Justicia o —como también suele suceder— si se trató, se trataría o si pudiera tratarse, quizá, de un evento fortuito o de un malentendido que a la postre pudo o que pudiera haberles costado la libertad a dicha o a dichas personas, y de paso —algo también bastante factible, pero no del todo seguro— permitirles a las autoridades, real o supuestamente, cobrarlo o estar dispuestas a hacerlo valer como legítimo o como aparente éxito de su auténtico deber constitucional como tales”.

“Por otra parte, resulta o pudiera ser que resultara total o parcialmente cierto o incierto el que la real o la presunta acción de las autoridades contra una o contra más personas estuvo o pudiera ser que hubiere estado a cargo de alguna en especial o de varias agencias del Estado relacionadas con la seguridad y con la lucha contra el delito, que trabajan o que pudieran llegar a trabajar cada una por su lado”.

“Entonces, aquí se trata o pudiera llegar a tratarse de una simple coincidencia, lo cual, según se le mire o llegara a mirársele, es o pudiera ser que fuera poco o nada relevante. Además, hay o habría que establecer si se trató o si pudiera tratarse de dos o de más de las instituciones especializadas —la cifra también es o pudiera ser toda una incógnita— que operan, que operaron, que operarían o que pudieran llegar a operar de manera coordinada y conjunta, precisamente para potenciar el alcance de sus objetivos”.

“Así mismo, otro de los muchos interrogantes al respecto está, estaría o pudiera llegar a estar relacionado con la identidad del organismo o de los respectivos organismos que cierta o que probablemente fueron o que pudieran haber sido asignados al supuesto caso de la cierta o de la posible detención”.

“Ahora, otra pregunta es o pudiera ser la siguiente: ¿Cómo operaron, cómo habrían podido operar, cómo operarían o, simple y llanamente, cómo habrían hecho o podido hacer para poder operar —y aquí puede, pudiera o podría haber sido que fueran varias las que operaron— las entidades del Estado que llevaron o que hubieren podido haber llevado a cabo la presunta o las presuntas capturas? Tal cual están, estarían o pudiesen llegar a estar planteadas las cosas, esto, obviamente, también está, estaría o pudiera ser que estuviera por confirmarse aún entre las autoridades”.

“Al menos al cierre de la presente edición, en medio de este real o figurado laberinto, también puede o pudiera haber ocurrido —lo cual es o podría ser otra de las múltiples teorías que no está o que no estaría de más considerar, y que bien puede o podría enunciarse dentro del propósito de vislumbrar cualquier luz sobre el particular—, que algún vecino o vecinos en el Distrito Especial o en sus contornos, escuchó o escucharon, hubiese o hubiesen escuchado o creído haber escuchado, ya de primera mano, ya por terceras personas o simplemente de manera vaga y remota, sobre la presunta probabilidad de un posible rumor atinente al eventual o al hipotético caso de uno o de varios ciudadanos que fueron, que serían o que bien pueda que en las próximas horas sean puestos a órdenes de las autoridades en cualquier sitio de la Capital de la República o de la mismísima Sabana de Bogotá”.

“Es así como tan amplia circunscripción supone o bien pudiera hacer suponer la existencia de un radio aproximado de unos 5.000 kilómetros cuadrados, que es el área aproximada del Distrito Especial. Con este dato se tiene o se tendría al menos alguna pista: Y es, nada más ni nada menos, que el perímetro dentro del cual ocurrieron o pudieron haber ocurrido los hechos. Empero, a este propósito, no sobra o no debería sobrar recordar que, aparte de los linderos con el Departamento de Cundinamarca, el Distrito Especial tiene fronteras con los del Huila y del Meta, lo cual, al mismo tiempo, aumenta o podría ser que pudiera aumentar la magnitud de la investigación y del enigma”.

“Por lo pronto, dicha cifra parece o parecería ser no sólo el único dato no tan incierto. Sea como fuera, de todas formas la importancia, mucha, poca o ninguna de este dato, obviamente tiene o tendría que ser evaluada por los expertos, o, en su defecto, descartada, puesto que —al menos a simple vista— no parece o no parecería ser mucho lo que aporta o lo que pudiera llegar a aportar para —quizá— poder emprender una probable investigación, desde luego y por si acaso —nunca se sabe— en el entendido de que verdaderamente haya méritos o de que en un futuro los pueda haber para abrirla”.

“Así mismo, y esto que sigue obviamente apenas puede o podría ser parte de las múltiples e inexorablemente virtuales presunciones que se tejen o que pudieran llegar a estar tejiéndose al respecto: Es decir, puede o podría tratarse de un hecho en verdad real, pero acaso de menor relevancia en eventuales términos jurídicos y noticiosos. En consecuencia, el asunto resulta o podría llegar a ser que resultara poco o nada digno de ningún menester legal, y por ende de ningún propósito periodístico”.

“Por lo tanto, puede o pudiera ser que se trate o que se tratara de un evento que por aparentemente insignificante a lo mejor no merece, no mereció, no merezca o no llegare a merecer la atención de las autoridades. Talvez sólo así se explica o pudiera explicarse por qué el rumor —si lo hubo— sobre la real o la supuesta detención o detenciones, no trascendió o no tendría por qué llegar a trascender a ninguna comisaría, ni a ninguna estación de Policía, y en esa medida tampoco a los medios de comunicación. Sencillamente, porque talvez no hubo o no habría habido ningún episodio doloso y, por simple lógica, ningún motivo ni razón para que hubiera uno o varios detenidos. Aún así, la gran pregunta sobre el particular sigue o podría seguir planteada ”.

“No obstante, también pudo, puede o pudiera ser que se tratase del caso de que uno o que varios ciudadanos hayan sido víctimas de alguien motivado quizá por alguna posible retaliación, de pronto por un equívoco, talvez por simple casualidad, posiblemente por un aparente apresuramiento o ya por el solo prurito de algún denunciante o denunciantes, de querer colaborar con las autoridades en materia de seguridad ciudadana en estos tiempos de incertidumbre y dificultad”.

“Tampoco puede o pudiera llegar a descartarse que el presunto o que los presuntos denunciantes —si todavía los hay o si los hubiera habido y de pronto se hayan retractado— pudiera o pudieran haber estado virtualmente a punto de acusar de algo que en realidad nunca se cometió o, simplemente, de algo que en Ley ni en norma local ninguna está, estaría o pudiera estar contemplado, ni siquiera como contravención mínima. En otras palabras: De algo que a lo mejor no está —o que a lo mejor sí está— tipificado dentro del ordenamiento legal y que, por lo tanto, carece o pudiera llegar a carecer de algún carácter verdaderamente punitivo”.

“Sin embargo, a veces —no siempre, desde luego, y en esto EL TIEMPO prefiere ser lo más cauteloso y riguroso posible o, incluso, abstenerse de informar para no incurrir en juicios a priori— hasta puede haber ciertas y determinadas o simplemente algunas normas elementales que muchas o que unas cuantas autoridades ignoran o pudieran llegar a ignorar a la hora de actuar o de considerar que deben proceder”.

“Para entenderlo mejor: Hay, o puede ser que las haya, autoridades que actúan o que a veces pueden llegar a actuar sin contemplar —ocasional, periódica, regular, habitual o incidentalmente— las consecuencias penales o disciplinarias que una acción irregular suya acarrea o puede llegar a acarrear en su contra. Ejemplo: Por detener arbitrariamente alguien —mas no apenas por estar dispuestas quizá a hacerlo, ni tan sólo por estar escasamente a punto de comenzar siquiera a pensarlo— y sobre todo si se comprueba que actúan bajo leve presunción de un supuesto intento de aparente, potencial o ficticia sospecha —y peor todavía si lo hacen influidas por un remoto amago de lejano rumor nunca manifiesto ni mucho menos jamás probado— o ya si actúan en tercer grado de incierta, teórica o de ninguna presunción, sin importar, en muchos casos —no necesariamente en todos— sobre cuál pueda llegar a ser tentativamente la posible, relativa, eventual o hipotética razón de la virtual sospecha en duda, dentro de la probable, presunta o latente perspectiva de que a lo mejor no haya claros motivos para de pronto poder llegar a no dudar en comenzar a pensar sobre cómo poder llegar a proceder sin vacilar”.

“En fin, dado que un verbo es presumir —porque, aunque no se crea, la presunción tiene sus connotaciones éticas y jurídicas— y otro es afirmar —lo cual, de algún modo semántico, también supone negar, independientemente de si se trata de atestiguar, acusar, comprometer, defender, etc.— sea ésta la oportunidad para que EL TIEMPO se abstenga de entrar en detalles sobre el particular que nos ocupa en estas líneas, y reafirme su compromiso con la verdad, con la opinión pública y con la Democracia”.

“Por las razones anteriormente expuestas y por otras muchas innumerables consideraciones que pudieran hacer tan obvias como fatigantes estas líneas, de todas maneras sobre el presunto hecho que ahora nos ocupa, sólo queda, con toda seguridad —porque sin duda eso es lo único cierto del asunto— una conclusión periodísticamente poco o nada ortodoxa, pero humana y coyunturalmente explicable ante la situación que hoy nos mantiene en vilo periodístico: Y es así como, aún a riesgo de que a muchos les parezca insólita, nuestra deducción consiste — irremediablemente— en que lo más seguro es que quién sabe”.

“Enunciado este dilema, y a la luz de la fe —que en esencia es creer en lo que no vemos y que es todo cuanto finalmente en estas circunstancias nos queda por invocar— sólo cabe decir que, aquí y ahora, es Dios en su omnisciencia el depositario de la verdad exclusiva acerca de lo que pudo o no haber ocurrido realmente importante o intrascendente en las últimas horas en Bogotá y/o sus alrededores, por lo menos en materia judicial”.

Exhausto, aquí O. W. dio por terminada su prolija faena sobre el teclado. Al levantar la vista y enfrentarse a la soledad de aquella horrible noche —lo cual atmosféricamente era en cierta forma como una vivencia en un escenario dispuesto por Alfred Hitchcock— advirtió en la Sala de Redacción un abandono fantasmagórico, sobrecogedor, intimidante.

Por simple reflejo, consultó luego el reloj de la pared contigua a su escritorio, y aún con mayor desconcierto halló con que se trataba de las 11:58 p.m. Entonces, y como si se tratara de un mecanismo automático, los efectos de la resaca se dispararon hasta una especie de punto de ebullición.

Sin embargo, y como por arte de magia, en cuestión de segundos aquella tempestad que se abatía sobre los sentidos amainó hasta brindarle la sensación de una brizna celestial, una suerte de éxtasis, cuando a un costado de la máquina de escribir O. W. descubrió el prodigio de tan intenso teclear: Su enceguecido y maratónico esfuerzo había superado con creces el tope de las tres cuartillas indispensables para resolver el déficit de un cuarto de página en la Sección Judicial.

Con el minúsculo remanente de energías para poder reincorporase, pero valido de su inclaudicable aliento reporteril, O. W. se dispuso por fin a abandonar su módulo de trabajo, donde a lo lejos el piso tapizado por infinidad de bolitas de papel guardaba la apariencia de un alud blanco que le cubría hasta el peroné.

Con aires de misión cumplida, pero sobre todo urgido por la necesidad de enmendar su decaída reputación laboral de las últimas semanas, camino de la Sección de Armada —un piso abajo— a paso de gamo O. W. sorteó orondo pasillos, puertas y escaleras y desafió los fantasmas propios de la resaca y de hora tan avanzada, para hacer entrega de la noticia que la situación reclamaba para ser puesta en marcha la rotativa.

—¡Vea, hermano!, exigió O. W. con vehemencia y la respiración agitada, y además sin ocultar ese desdén que se gastan ciertos candidatos a la revancha cuando la dan por alcanzada. Su interlocutor era el Jefe de Armada que regresaba del locker, ya despojado de su bata azul de trabajo, con cara del deber terminado y con un peine rojo en la mano derecha. “¡Aquí tiene su pinche material!”, espetó el periodista. “¡Ahora sí, pongan a andar esa cosa!”, demandó luego.
—¿Y es que acaso usted no oye ese ruido?, replicó impávido el funcionario de la Armada, que al momento se dirigía al baño de la sección a efectos de la consabida peinada final y de la última micción del día.
—¿Y eso qué tiene que ver?, objetó O. W., a punto de una ráfaga de histeria.
—¡Pero, viejo, tántos años trabajando en El Tiempo!, y usted ¿todavía no reconoce el ruido que produce la rotativa en marcha?

En efecto, el coloso de la impresión del periódico andaba ya por los últimos ejemplares. Y ello, gracias a la oportuna decisión técnica que había ordenado suprimir una de las páginas de la edición para poder agilizar el proceso del tiraje. Por obvias razones, el descarte recayó sobre la tarda y por aquellos días famélica Sección Judicial.

De cualquier manera, el dramático esfuerzo de O. W. no quedó del todo relegado al ostracismo. Esa misma noche, un sigiloso testigo de aquel episodio rescató de la papelera el texto y lo fijó en el “Muro de la Infamia”, como se conocía a la cartelera de la Sala de Redacción. Por un buen tiempo, aquella fue una evidencia concluyente sobre la confrontación desigual de un reportero contra dos de sus más enconados adversarios, pero sobre todo cuando éstos se funden en una de las mezclas más letales para el oficio: la hoja en blanco y el guayabo en negro.

Con su juego de palabras, allí quedó la moraleja periodística, que para los ocasionales visitantes detenidos ante la cartelera podría tener la misma ambigüedad etérea con la que O. W. pretendió sobreponerse a las vicisitudes de aquella jornada. Escrito con el desparpajo de un grafiti, el título acomodado a aquel texto inédito estaba plasmado en grandes caracteres: “Gajes de un Reportero: Entre más blanco, más negro...”.

Pambelé, luz y sombra

CIUDAD DE PANAMA, Octubre 28 de 1972. Minutos después de desatar una tormenta de zurdas y derechazos que hacen poner en pie a quince mil espectadores, entre ellos una veintena de compatriotas, y que llevan al éxtasis a más de diez millones de televidentes en Colombia, Antonio Cervantes Reyes, “Kid Pambelé”, de 27 años, abraza desde su esquina el trofeo al nuevo rey welter júnior de la Asociación Mundial de Boxeo. Por la vía del nocaut en el décimo round, el humilde retador acaba de poner fin al mito de Alfonso “Peppermint” Frazer, de Panamá. Antes de proceder a despegarlo de la lona —donde yace literalmente estampado como una goma de mascar— los asistentes del peleador derrotado reclaman pronta atención médica.

CIUDAD DE PANAMÁ, LA MISMA VELADA. En medio del frenesí de la ocasión, una corte de esas beldades que nunca faltan en la primera fila, encabezadas por una electrizante rubia digna de algún rol en “Guardianes de la Bahía” o de un proyecto de “Play Boy”, se toman por asalto el cuadrilátero del Gimnasio Pueblo Nuevo en busca de este nuevo ícono del boxeo mundial. Con su brillo alucinante, las luces del éxito y de la fama acaban de encenderse para este portento del ring nacido el 23 de diciembre de 1945 en San Basilio de Palenque (Bolívar), un pueblo fundado en el olvido y que gracias a la proeza de Cervantes prácticamente apenas vino a obtener un lugar en el mapa.

BOGOTÁ, NOVIEMBRE 4 DE 1972. Las puertas del Palacio de San Carlos, sede de la Presidencia de la República, se abren de par en par en la bienvenida al héroe consagrado tan sólo una semana atrás, y quien avanza —todavía nervioso y huidizo a las demostraciones de afecto popular— por la calle de honor que comienza con la incontenible multitud rendida a su proeza y que remata en el vestíbulo de la casa de gobierno, donde el revuelo parte de los edecanes que se disputan su autógrafo. Luego, en el despacho del mandatario, Misael Pastrana Borrero, habrá el consabido Himno Nacional, el consabido brindis y las consabidas exaltaciones a este ejemplo de humildad a prueba de todo, incluso del peso de la gloria.

CARTAGENA, junio 10 de 1987. Desde la penumbra de un suburbio del amor, con el rostro y parte de la espalda rociados de hematomas, Francisca de los Milagros Martínez, como amparada por su nombre, logra escabullirse de lo que pudo haber sido su última suerte en el oficio y en la vida misma. En cambio, y de nuevo, el agresor no consigue escapar de la policía, pues ya está contra las cuerdas, que en este caso son sus propias limitaciones mentales y motrices. El detenido es el mismo que ha sembrado el terror en la zona, y quien ahora, tambaleante bajo los reflectores de la televisión y ante los reporteros judiciales, es conducido a la comisaría haciendo la “V” de la victoria a dos manos, como símbolo de su delirio. En los últimos quince años, el episodio es apenas uno más del depuesto monarca del boxeo, ahora sumido en su paradoja de grandeza y tragedia.

BOGOTÁ, mayo 7 de 1995. La andanada de puños, puntapiés y golpes de varilla por parte de un enervado taxista contra el virtual saco de huesos que trata de aferrarse a un poste en la esquina de un sórdido sector y en presencia apenas de un par de transeúntes noctámbulos, envía al suelo a un hombre ya insconsciente, que poco después será reconocido en Medicina Legal como el ciudadano Antonio Cervantes Reyes, el mismo que veintitrés años atrás era el intocable y venerado “Kid Pambelé”.

BOGOTA, diciembre 22 de 1999. En acto estrictamente privado, no obstante la presencia de la televisión en vivo, unos cien comensales de corbata negra, escogidos con el rigor selectivo de las cofradías, escuchan del maestro de ceremonias decir los nombres de los postulados al Deportista Colombiano del Siglo XX. El escenario: La Casa de Nariño, actual recinto del Jefe de la Nación. El anfitrión: Andrés Pastrana Arango —el hijo y a la postre sucesor de quien gobernó entre 1970 y 1974— y que en su adolescencia, y por lo menos en público, fue amigo de Antonio Cervantes. Sin embargo, y al parecer por razones de protocolo o por seguridad escénica, Pambelé no sólo no ha sido invitado a la gala de esta noche, sino que su nombre no figura ni siquiera entre los candidatos finalistas.

A punta de secuencias de contraste como la anterior, que sumarían kilómetros de película, podría rodarse la historia de luz y sombra del más grande púgil de Colombia en todos los tiempos, del mejor del mundo en 1973 a juicio la revista “The Ring” —la Biblia del boxeo— y del mayor exponente habido en la categoría de las 140 libras, según las organizaciones boxísticas. Sin embargo, el homenaje que éstas proyectaban rendirle en Caracas a finales del decenio de los 90 para protocolizar su ingreso al Salón de la Fama en Canastota, Estado de Nueva York, fue postergado en tres ocasiones a la espera de la recuperación de Cervantes, que nunca se produjo, aún a pesar de los esfuerzos de un grupo de médicos en Cuba, que además se ocuparon por devolverle la autoestima. Total, hoy apenas le quedan un prestigio envilecido por el alcohol, la drogadicción y sus brutales secuelas, y la resignación de ser el famoso más olvidado de Colombia.

Tan depurados eran el estilo y la técnica de Antonio Cervantes y tan demoledores su actitud y sus puños —y en esa exacta medida tan predecibles sus triunfos— que los colombianos se malacostumbraron a festejar inclusive mucho antes de que sonara el primer campanazo. A menudo, al filo del cuarto o del quinto asalto, mientras el país ya era una sola fiesta, el retador de turno intentaba prolongar su supervivencia con recursos muchas veces antiestéticos y hasta impopulares, pero igualmente legítimos y ocasionalmente efectivos: El clinch, el cuerpo a cuerpo, la pelea en corto. Y cuando no, el contendor se empeñaba en rotar por todo el cuadrilátero para evitar el castigo. Sólo que, frente a ese señor del nocaut que era el hijo de Palenque, lo que generalmente conseguían los adversarios era alargar su propia agonía.

Humillación y revancha

La velada de coronación de Cervantes aconteció diez meses y dos semanas después de haber sido humillado por el entonces penúltimo campeón mundial, el argentino Nicolino Locche, en el Luna Park de Buenos Aires. Durante las quince vueltas que duró el combate, el defensor del título no hizo otra cosa —a veces apunta de gesticulaciones, a veces a gritos destemplados— que enrostrarle su mayor experiencia y sus lauros a un rival intimidado por lo que significaba el apellido Locche y apocado por la magnitud del escenario, uno de los templos del boxeo mundial.

Hubo pasajes de la pelea en que el campeón desdeñó al colombiano bajando la guardia y lanzándole voces desafiantes. “¿Te atrevés o no?”, proclamaba al día siguiente, 12 de diciembre de 1971, el pie de foto de un diario local, atribuyéndole la frase al púgil argentino y, efectivamente, mostrándolo con los guantes por debajo de la línea del cinturón en desdeñosa pose de concederle ventajas a su oponente. No obstante que el amplio registro gráfico plasmaba todo el desconcierto de Pambelé, manifiesto en ese par de lunas llenas que eran sus ojos dilatados, Locche en su arrogancia no logró tocarle la cara y apenas ganó por decisión.

Golpeado en su autoestima y al mismo tiempo convencido de su potencial boxístico, el triunfo de Cervantes en Panamá sería luego como la continuación de la historia iniciada en Buenos Aires. Sin embargo, había un ingrediente adicional con la suficiente dinamita para rematar la pelea c0mo la remató allí: El recuerdo de las privaciones durante su niñez y adolescencia en Chambacú, que ahora se enfrentaba a las posibilidades de la gloria. Hasta el noveno round, según las tarjetas de los jueces, la pelea pintaba para “Peppermint” Frazer, que sobre el papel era el favorito. Al décimo, según el propio Cervantes, la algarabía del público panameño se apagó de súbito en su conciencia, y a la vez una especie de grito desgarrado surgió desde algún lugar de la memoria: “¡Tienes que matarlo!”. El pasado reclamaba un futuro, y el plazo para alcanzarlo eran contados segundos.

El “¡Vamos, tíralo, tú puedes!”, la reiterada exhortación que su entrenador, “Tabaquito” Sáenz, le hacía desde su esquina, terminó de dosificar el espíritu del colombiano en el empeño por enderezar el rumbo de las acciones. Bastó con que Cervantes lograra acomodar el perfil y el ángulo necesarios de Frazer para acometerlo con una seguidilla de golpes que llevaron al campeón a las cuerdas y luego a una rápida demolición. El camino a la victoria había pasado por el orgullo herido, la impaciencia, el desespero y finalmente por la convicción de su verdadero potencial boxístico. Aquel sábado Colombia tenía su primer campeón mundial de boxeo.

La primera defensa, ante el puertorriqueño Josué Márquez, el 16 de febrero de 1973 en San Juan, terminó por decisión a favor de Cervantes. El siguiente en la fila de retadores dio lugar a uno de los pleitos más esperados de la época: Nicolino Locche hacía su reservación para el 17 de marzo en Maracay (Venezuela), donde ya no habría margen para los lujos del argentino, pues en soberbia exhibición Pambelé lo mandaba a dormir en el décimo asalto. Frazer pidió un chance para el 19 de mayo en la misma Panamá, pero no pasó del quinto. Como ningún otro campeón, a ese ritmo el soberano de los welter júniors defendía el cetro con asombrosa puntualidad mensual.

Dispuesto a vengar la suerte de Locche, el 8 de septiembre del mismo año en Bogotá, otro argentino, Carlos María Giménez, dio el paso al frente pero al round número cinco el sureño mordió la lona. Con una de las peleas más bravas en su carrera, Pambelé cerró con estruendoso éxito la campaña del 73, al vencer por decisión al indómito japonés Lyon Furuyama el 5 de diciembre en Ciudad de Panamá, plaza que adoptó al campeón.

A la manera como los fulminaba, rivales como el surcoreano Chang-Kill Lee o el japonés Sinchi Kadota, íconos de verdadera ferocidad, pasaron a ser sólo una cifra en la brillante estadística de Pambelé. Desde su primer intento por el título, diciembre 11 de 1971, hasta su despedida, agosto 2 de 1980, Cervantes ganó 18 peleas —12 de ellas por nocaut— y perdió tres, incluida, por supuesto, la primera de todas, ante Locche. Su reinado de casi ocho años apenas se vio interrumpido por el puertorriqueño Wilfredo Benítez, quien dio la sorpresa al vencerlo por decisión el 6 de marzo de 1976 en la capital boricua. Vacante luego el trono, Cervantes lo recuperó al noquear por segunda vez al argentino Carlos María Giménez, esta vez en Maracay, Venezuela, el 25 de junio de 1977.

A pesar de ser un boxeador excepcional y de su enorme ventaja sobre el resto de la división welter júnior, el ocaso de Pambelé se insinuaba desde mucho antes de enfrentar al norteamericano Aarón Pryor. Excesos en su vida privada, escándalos y diferencias con sus apoderados, precipitaron el conteo regresivo hacia el adiós. Al cuarto asalto y ante el estupor de propios y extraños, el coloso se desplomaba como un autómata cuyos circuitos vitales se han fundido. De esa forma, en aquella tarde plomiza de Cincinatti, sábado 2 de agosto 1980, el boxeo despidió a una de sus leyendas más grandes.

Pocos eventos y protagonistas de la vida colombiana aglutinaron por tanto tiempo y de tal manera el sentimiento popular como lo hacía Antonio Cervantes. Contrario a otros ídolos, su carisma no radicaba propiamente en la efusividad, ni en la calidez, ni en demostraciones afines. Nunca hizo ostentación de alzar a los niños ni de besar a las reinas, ni de aparecer en la Teletón, pues su verdadero poder de convocatoria estaba en la sencillez, en la humildad, en el talante austero, en la perseverancia, en la fantasía de su boxeo. Y sobre todo, en lo que representaba cada golpe y cada victoria suya para la autoestima nacional, logros que en su momento sirvieron para mitigar las frustraciones del país.

El fantasma de Pambelé

En el proceso de deterioro de Pambelé resulta inevitable admitir ese refrán del Caribe de “sube como palma y cae como coco”, según el cual el destino suele pasarles la cuenta de cobro a quienes desafían las contraindicaciones del éxito. Aunque no sirve de consuelo, en tal sentido la historia del boxeo es particularmente un frondoso morichal, del que “Kid Pambelé” es sin duda, y a despecho de la generación que lo aclamó, uno de los cocoteros más caracterizados. Para decirlo propiamente en términos boxísticos, a este escalafón pertenecen, entre infinidad de noqueadores inolvidables, el venezolano Alfredo Marcano, el norteamericano Sonny Liston, el puertorriqueño Esteban de Jesús, los argentinos Oscar “Ringo” Bonavena, Víctor Galíndez y Carlos Monzón, todos ellos, incluso, desaparecidos fatalmente después de un ocaso similar.

Treinta años después de su consagración y a más de quince de haber tocado fondo, pretender una cita con Pambelé requiere la suerte de la lotería o, por decirlo de una manera extravagante, de facultades paranormales para poder localizarlo. En efecto, la frecuencia misma con que aparece y desaparece de modo fantasmal casi haría creer que el depuesto rey de los welter júniors existe apenas de manera virtual. Testigos diversos suelen verlo en las circunstancias más disímiles y en los lugares de Colombia más improbables entre sí, en términos no mayores de doce o de 24 horas.

“Él siempre se las arregla para viajar, en parte porque todavía hay gente que lo reconoce y que lo ayuda”, explica un transportador de carga cuyo trayecto más habitual discurre entre Antioquia y Bogotá, y ocasionalmente se extiende hasta las tierras del Eje Cafetero. “Alguna vez”, relata la misma fuente, “me hallaba en las afueras de Pereira en medio de una enorme congestión de tránsito. Y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que allí estaba Pambelé abriéndose paso por entre los vehículos y subastando, hasta donde le alcanzaban los pulmones, su cinturón de campeón mundial. No sé si comprárselo hubiera resultado un falta de respeto o si, dadas las circunstancias, esta habría sido la única oportunidad para hacerme a una verdadera reliquia. Por ahora sólo recuerdo que mientras algunos le daban una voz de aliento, otros le daban monedas”.

Al menos en términos de la vida pública, Cervantes podrá desaparecer de la vista, pero jamás del afecto nacional. Sólo que hoy, por los motivos que lo aquejan, ya no irradia el poder magnético de sus días de esplendor. Más bien, su presencia —regularmente por asalto— genera un efecto de choque con la imagen del hombre inquebrantable y apacible de otros tiempos. Es así como, por ejemplo, una embestida suya contra un grupo colegialas, un altercado de veinte pisos porque los servicios de seguridad le niegan el ingreso a un hotel, o la intervención de la policía para ponerlo a salvo de un protagonismo ignominioso sobre el ruedo de la Plaza de Santamaría en plena temporada taurina, anuncian que el ex-campeón está de visita en Bogotá.

Aunque a lo largo de su drama muchas manos se han extendido para sacarlo del foso de la drogadicción y para brindarle posibilidades de supervivencia, también es cierto que en su tragedia no se salvó ni de la ironía popular. Es así como a causa de su locura y de su desesperanza, algún ocioso puso en circulación una máxima que haría sonrojar al mismísimo Perogrullo y que le fue atribuida a Pambelé: “Es mejor ser rico que ser pobre”, consignaba con inexplicable saña un graffiti trazado sobre una céntrica pared de Bogotá. Si tan famoso disparate —que incluso llegó a ser comercializado en forma de llaveros, autoadhesivos, afiches y hasta en el nombre de una película— produjera regalías, con toda seguridad Cervantes ya tendría con creces el porvenir asegurado.

Adiós a la añoranza

A efectos de una entrevista de oportunidad, el encuentro con Pambelé surge en los alrededores del quiosco de un prestigioso hotel internacional sobre las playas de Bocagrande en Cartagena, donde su silueta paulatinamente enflaquecida se confunde entre el hervidero de vendedores que asedian a los visitantes con toda suerte de artesanías derivadas del mar, gafas deportivas, aceites para mitigar el sol, masajes y fórmulas afrodisíacas. Por un instante, ahora mismo la idea de recordarlo en la cima del éxito se desgaja precisamente como un coco al verlo deambular sobre la arena bajo la alucinación terminal de quien ha perdido el combate más importante de su vida: El de la cordura.

Abordar al Pambelé de hoy supone la tarea de lidiar con un interlocutor al que más bien habría que abonarle sus esporádicos accesos de lucidez y de concentración. Porque con la misma facilidad con que se interna en el pasado más remoto, su atención regresa a tumbos a la playa para detenerse en el saludo proveniente de un viejo vendedor de langostino o en la tentación que en sus trajes de hilo dental resulta de dos despampanantes hembras color canela desgonzadas sobre la arena que a lo mejor desdeñaron el atiborrado verano de Marbella o de la Riviera francesa para rendirse ahora al embrujo del Caribe furtivo.

No obstante que al momento el mercurio se ha disparado a los 38 grados, detalle bastante singular en la presentación personal del viejo ídolo es una infaltable corbata sin época, cuidadosamente anudada, y talvez la única en varios kilómetros a la redonda. Ahora más que nunca, la prenda parece tener para Cervantes si no un significado de elegancia, por lo menos el del último vestigio de dignidad.

—En las buenas y en las malas, usted casi nunca abandona la corbata. Ni siquiera en los climas más cálidos: Cartagena, Barranquilla, La Habana...
—Eso es parte de la imagen, mi hermano.
—¿De veras? ¿Cuida tánto la imagen?
—¡Hombre, quién no la cuida! Y la corbata es parte.
—Pero, en su caso...
—Bueno, la imagen se cuida hasta donde alcanza el presupuesto. Y bien que mal, es lo que finalmente nos queda para mostrarles a los demás.
—¿Y desde cuándo la importancia de la corbata?
—Desde la noche en Ciudad de Panamá, cuando le gané a Frazer. Fuimos a celebrar a un restaurante muy refinado y terminamos en un elegante casino. En ambos sitios exigían la corbata. Además, con el tiempo tendría que vérmelas constantemente con gente importante: Presidentes, diplomáticos, toreros, famosos, gente bien, ¿me entiendes?
—¿Y de dónde tantas corbatas?
—¿Sabes? No tengo la fórmula, ¡pero de algún lado salen! Eso ni lo dude. Para eso no faltan los amigos.
—Después del retiro, ¿cuántas oportunidades de recuperarse ha tenido?
—Antes y después, creo que todas, dice Pambelé, desposeído hasta del poder de añorar, mientras se ajusta constantemente el nudo de la corbata.
—A estas alturas, ¿qué piensa del futuro?
—De eso me hablaron siempre: ‘El Futuro‘. ‘Usted tiene futuro’. ‘Usted es campeón para rato’. A lo mejor el futuro ya pasó de largo. No lo vi ni de lejos. O talvez eso era apenas un halago.
—¿De quién?
—¡De tanta gente! De los apoderados, de los periodistas, de los amigos, de las mujeres... Pierdo la cuenta. Muchos me adularon, derroché para ellos. Hoy ni se acuerdan de mí.
—¿Y el presente?
—Es lo único claro y cierto. Tú preguntas y yo respondo. Eso es el presente.
—¿Y el pasado?
—Eso fueron setenta y nueve peleas profesionales, sesenta y seis ganadas, doce derrotas y un empate. Creo que suficiente para decir que hicimos Historia.
—Después de todo, ¿no hubiera sido mejor no haber llegado tan alto?
—Imposible saberlo. Desde que nacemos estamos mirando para arriba.
—¿La vida le debe algo?
—Creo que me lo dio todo y me lo gasté. Inclusive, le salgo a deber.
—¿Tiene rencores?
—Ninguno. De pronto hasta rabia, pero ya eso pasó. Sentí rabia cuando mi apoderado, Ramiro Machado, y su gente me hicieron a un lado después de tantos años de explotarme. También la sentí cuando perdí con Wilfredo Benítez en San Juan de Puerto Rico (marzo 6 de 1976). La decisión de los jueces me arrebató el título. Lloré de bronca, pero lo reconquisté por nocaut ante el argentino José María Giménez (Maracaibo, Venezuela, junio 25 de 1977).
—¿El rival más bravo?
—Dos japoneses. Furuyama y Kadota.
—¿Cómo recuerda la pérdida definitiva del campeonato (por nocaut, agosto 2 de 1980 en Cincinatti) ante Aaron Pryor?
—Apenas hoy pienso que eso tenía que llegar algún día. Antes no. Pero en el momento mismo no lo podía creer. Y sobre todo después de haber derribado a Pryor en el primer round. El hombre sacó fuerzas de donde no las tenía y me apuró. Y yo no estaba acostumbrado a que me apuraran. Eso le dio más bríos a él y me los quitó a mí. La sorpresa fue tánta, que no pude ni pararme en el cuarto asalto. Fue la sentada más larga de mi vida. Pero si yo hubiera llegado mejor preparado, esa no era aún la fecha.
—¿Y después?
—Bueno, ahí se cayó definitivamente el mundo. La estantería, que llamamos.
—¿Y no intentó levantarlo?
—Eso tendríamos que haberlo hecho entre más de uno, y yo ya estaba solo y sin fuerzas.
—¿Reconoce como cierto eso de “cuánto tienes, cuánto vales”?
—Tú lo dices, hermano. Hoy lo tienes todo y lo eres todo. Todo lo puedes y además lo puedes ya. Es como una varita mágica. Por ejemplo, cuando alcancé la fama, mi pueblo, San Basilio de Palenque, apenas conoció la luz eléctrica. De lo contrario, hoy todavía se alumbraría con velas.
—¿Volvería a Cuba para otro tratamiento contra la adicción?
—¡Ah, encantado! Si no, pregúntele a Maradona.
—¿Lo mejor de la vida?
—¡Ay, mi hermano, ante todo, tenerla!
—¿Y el resto?
—Aprovecharla al máximo, ¿no?
—¿Sí la aprovecha?
—En lo posible. Siempre pienso que “después de esta vida no hay otra oportunidad”. A la manera de Caballo Viejo. ¿Te sabes, chico, esa canción?

Hasta nueva ocasión, aquí la entrevista se interrumpe cuando desde el quiosco un turista lo reconoce y, copa en mano, lo exhorta a un brindis: “¡Por ti, viejo Pambe!”. Seca la garganta, y entre la nostalgia y el orgullo, Cervantes apenas se limita a hacer una parodia de brindis, que parece proyectarse más arriba de las palmeras que lo cobijan: Hacia el cielo del Caribe.

Todo por el futuro de los hijos

—¿Yéil, dices, hijo mío?
—No, padre, con “J” y con “a”. Como está en el papelito: “Jail”. Así suena como más agraciado. Y además, ¿no le parece original, Su Reverencia?
—¿Y tan seguro estás de querer bautizar así al bebé?
—Tan seguro como que hoy es domingo 3 de mayo, Padre.
—No olvides que hay sacramentos que se reciben sólo una vez en la vida: El Bautismo, la Confirmación, y salvo en la viudez, el del Matrimonio...
—¿Y con eso qué me quiere decir, Padre?
—Con eso quiero hacerte ver que si luego te arrepientes del nombre que escoges para tus hijos, ya no habrá otra oportunidad de volverlos a bautizar. Distintos, raros o no, así van llamarse de por vida. Mira bien a lo que le apuestas...
—¿Sabe que no es la primera vez que le apuesto a lo distinto? Mire que el mayorcito se llama Jimmy. También con “J”. No conozco otro desde Topaipí hasta La Belleza. ¿Qué opina, Padre?
—¡Ni más faltaba que, a pesar de la inconsciencia de esta otra criatura, no tuvieras derecho a elegir el nombre de tus herederos!
—Y de paso a que vayan teniendo algo para el futuro, ¿cierto, Padre? Si no un pedazo de tierra, por lo menos sí aspiraciones. Por mí, que llegaran a ser gringos...
—¿Gringos? ¿Y eso de dónde acá y cómo?
—Pues, sí, Padre, porque así como están las cosas en Colombia, y eso me lo han aconsejado bastante, de aquí a mañana toca emigrar lejos, y... ¿quién quita que con suerte también lo del nombre ayude?
—Pero, son ya ocho críos, ¿no es cierto? Y precisamente porque la situación está como está, y sobre todo con tanta prole...
—Sí, Padre, pero a lo hecho, pecho. El segundo, por ejemplo, se llama Will.
—Ya. ¿Y tú, niña? Tienes unos ojos muy lindos...
—¡A esta le comieron la lengua los ratones! Se llama Silly.
—¿De veras, como “silla”?
—¡Ay, las cosas que se le ocurren a Su Reverencia!
—Jail, Jimmy, Will, Silly... ¿Y los hermanitos que no quisieron entrar al despacho? Como que también son bastante tímidos, ¿no?
—Un poco, sí. Pero, mire que a mucho orgullo, y que se sepa, la tercera tampoco tiene tocaya: Slime.
—En cristiano sería como decir... ¿Zulma? ¿Zulema? Y después, ¿quién sigue?
—¡Ah, pues el consentido de mi suegra! Será por lo callado. Ese criaturo sí que es un alma de Dios: Tared. Inclusive, dizque es el vivo retrato mío.
—Angelito y todo, pero “¿Pared?”. ¿Cómo si se tratara de una física tapia?
—¡Noooo, Padre! Con la “T” de toro. O sí, de tapia, como usted dice: T-a-r-e-d.
—Entonces, ese parecería tener más de árabe que de gringo...
—Y luego nació Youlets. En este caso sí con “Y”.
—Otra niña, me imagino.
—Con ella son tres mujercitas. Y a la última, como para variar, la pusimos Chair.
—¿Shair? ¿Con “Sh”? Medio hindú, paquistaní... ¿o qué?
—No, Chair.
—¿Chair?
—Sí, Padre, con "ch". Como charlatán, como cháchara, como chanza...
—Suficiente ilustración, hijo. ¡Y mientras la chanza no sea pachuna...!
—¡En serio, Padre, alguien que sabe de esto me ha dicho que ese nombre se las trae porque se las trae!

Unos diez años después de aquel coloquio en la casa cural de su pueblo en Boyacá, y muy lejos de allí, Munisalvo Tibocha, un campesino de 63, aún no logra asimilar las consecuencias de un largo titubeo que derivaría en una deuda de palabra, relacionada con su laboreo en la mina de esmeraldas, y que contrajo aún soltero. El acreedor, Michael Green, no ha sido otro que su posterior compadre múltiple, el afable extranjero espigado, de ojos azules y precario español de la región de Muzo, que lo inducía al sueño americano a fuerza de proponerle: “Tumercé deber mirar al futuro. Para eso, darme muchas esmeraldas, luego yo recibirte en Estados Unidos, enseñarte inglés y negociarlas. ¡Estarás muy riquísimo, que podrás sentarte a esperar la muerte!”.
Vueltas que da la vida, tras una ambigua y prolongada secuencia de disputas mafiosas por gemas y cocaína más el asesinato de un policía durante una redada en Miami, ahora con Green inocente y con Tibocha no sólo inexplicablemente involucrado, sino además culpable, éste apenas ha venido a descubrir que los nombres recomendados para sus hijos y las promesas sobre un dorado porvenir en Norteamérica no eran más que la venganza anticipada del certero humor negro del visionario míster.

Ante un sosiego imposible, hoy Tibocha trata en vano de entender que el nombre de Will, su segundo heredero, estaba inspirado en que will es en verdad el futuro, sólo que del verbo en inglés. Por si las dudas sobre la perfección de la trama urdida por el gringo, Tibocha recuerda que al final del trayecto a Tallahassee avistó en letras de molde el nombre de Jail, y entonces le fue explicado que traduce cárcel, y donde semanas después su compañero de celda, casualmente alias "Jimmy", lo fastidió calificándolo de "¡Silly!", hasta hacerle caer en la cuenta sobre su condición de ¡tonto!.

Respecto de Youlets, la asociación del nombre de su penúltima hija con la fatalidad le tomó varias semanas al reo. "You... Let's go!", le ordenó la primera vez el guarda de turno a un aterrorizado y confundido Tibocha mientras lo señalaba con el dedo índíce. Gracias a la hora semanal de sol que recibe en el patio de la reclusión, el sindicado sabe ya que el imperativo corresponde a "Usted... ¡vamos!".

Como si lo anterior fuera poco, a ello ha surgido la reiterada voz de condolencia y reflexión por parte del capellán cubano de la prisión, quien, con la Biblia como fundamento, lo exhorta a perdonar y olvidar que Slime y Tared —el "vivo retrato" de su padre, según él mismo siempre lo percibió— significan respectivamente barro y tarado.

Empero, hoy el mayor tormento de Munisalvo Tibocha es la certeza sobre el terrible y a la vez irónico equivalente de su tierna y mimada Chair, nombre cuya traducción no es otra cosa, por supuesto, que la de silla, en este caso la eléctrica, que lo aguarda en un futuro, ese sí cercano...

El papel de la huelga

Es factible que la Historia y la sociedad desdeñen por tradición a ciertos protagonistas del acontecer, como los profesores de violín o como los desposeídos a la intemperie. A los primeros, por su condición de gremio minoritario o talvez inexistente, y a los segundos precisamente a causa de todo lo contrario: Por ser parte del mismo paisaje urbano.

En cambio, el país debe rendirse inexorablemente, por ejemplo, a la importancia sindical y gremial de quienes detentan el poder nacional a través de ciertos teclados, sistemas masivos, monitores interconectados, timones, redes, vías, palancas o comandos: Llámense controladores aéreos, operarios de energía, camioneros, choferes de bus, taxistas o empleados petroleros o de comunicaciones, les bastará una sola expectoración del ego para imponer su desmesurado sentido de preeminencia.

En contraposición, no hay paro aleccionante de los maestros, ni remedio con los médicos a la calle, claman los familiares de los secuestrados, bloquean las carreteras los subversivos, en protesta marchan por ellas los indígenas, los campesinos y los desplazados por la violencia, con demandas de nuevos privilegios protocolizan su ocio los empleados estatales, bajan los brazos los braceros y cierran las piernas las mujeres de la zona, se toman los presos la libertad de someter a los carceleros y redundan con la huelga de hambre los pensionados, pero igual continúa saliendo el sol.

Palabras más, palabras menos, bajo esa perspectiva discurría el orador principal en la convocatoria al gran paro nacional de trabajadores de la industria del papel higiénico, cuando frenético irrumpió en la tarima un activista sin rodeos: “¡Un momento, compañeros! ¿Dónde radica, entonces, el verdadero sentido de la huelga? Porque, después de mantenerles limpio el trasero a tántas generaciones, ¡ya es hora de que trascendamos en la vida nacional!”. La reconvención del espontáneo en las manifestaciones de aquel Primero de Mayo en la Colombia de 2050 acabaría de inflamar los ánimos de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Bolívar de Bogotá, y de paso les ahorraría elementos de juicio al tribuno de ocasión y exhortaciones a otros líderes y promotores de la jornada.

Tres semanas después, y mientras hubo para medio satisfacer la demanda, la dimensión patológica de los asaltos de la turba de consumidores a los anaqueles de aseo en los supermercados del país cobró cifras diarias de tres y hasta cuatro muertos. En esta especie de Apocalipsis blanco, la voracidad colectiva llegó al punto cinematográfico de que los jirones del preciado papel ni siquiera llegaban a tocar el suelo, cuando, en las manos de alguno con suerte, ya ondeaban como festones, como banderas de conquista, como emblemas de triunfo, por pírrico que fuera.

Y así como nada en el Universo hay más perentorio de ser desechado que esa porción de papel cuando cumple su cometido, también resultaba explicable que veinte efímeros metros de la blanca, límpida, sedosa, reluciente, majestuosa como un cisne, casi virtual y ahora excluyente hoja profiláctica despertara delirios y envidias aún mayores a los que el 29 de julio de 1981 provocó entre las mujeres televidentes del mundo la inalcanzable esplendidez de esa especie de cola de cometa que arrastraba el traje nupcial de Lady Diana.

Si bien los expendios de disolventes químicos, las lavanderías y la industria de los tensoactivos aniónicos, fosfatos, carbonatos, enzimas y otras esencias indispensables para la fabricación de jabones, perfumes, desinfectantes, ambientadores y detergentes alcanzaron su auge a la luz de la emergencia ocasionada por la huelga de papel higiénico, también es cierto que a la sombra de la misma se vinieron a pique incluso matrimonios cercanos a lo indisoluble y noviazgos de los más consecuentes, viejas amistades, y hasta se desplomó el índice natal.

De tiempo atrás con el monopolio de la banca, los seguros, varias aerolíneas, las telecomunicaciones, tiendas de cadena, hoteles, canales de TV, diarios, servicios públicos y de salud, concesiones viales, la administración de puertos y aeropuertos, varias compañías petroleras, equipos de fútbol, la producción de banano y de la antigua Federación Nacional de Cafeteros, el Metro de Bogotá, fueron también ávidos empresarios españoles los beneficiarios de la compulsión popular por la asepsia íntima, al montar toda una industria de ropa interior desechable.

Producto del pánico desatado por la tendencia general a la bacterofobia y a la coprofobia, fue como el turismo, el comercio, la vida social, el culto religioso, el sector educativo y los espectáculos públicos entraron en rigurosa cuarentena. A la sazón, el Parlamento, las Asambleas, los Consejos, las convenciones, los clubes sociales, los sindicatos y las juntas directivas en general y en particular adoptaron forzosas reformas a sus estatutos en lo referente a la asistencia mínima reglamentaria, pues el rigor del quórum y hasta la palabra que lo designa adquirieron carácter de tabú.

Forzada por la drástica caída en las cifras de pasajeros víctimas del síndrome, la escasez del transporte público no tardó en trascender hacia un escenario digno de las calles de Pekín: enjambres de ciclistas de todas las edades atiborraron las calles. Originada por la misma causa, la espiral de la deserción estudiantil fue a parar a la educación a distancia, con el efecto de proverbiales colapsos en la red de internet, toda vez que, además, las filas de usuarios habituales de los bancos y otros lugares de transacción masiva casi desaparecieron por completo al optar por la alternativa de la web.

Sin embargo, uno de los focos más desestabilizantes de esta pandemia resultaron ser las Fuerzas Armadas, miles de cuyos miembros optaron por abandonar los cuarteles, aún a riesgo de ser procesados en consejos de guerra. Aunque no hay estadísticas sobre el particular, se presume que brigadas enteras fueron, inclusive, a engrosar las filas enemigas, concentradas en los lugares más recónditos de la geografía colombiana, y donde, paradójicamente, el papel higiénico a duras penas estaba reservado a uno que otro comandante de la subversión. Por cierto, y fundada en la misma obsesión, la falta de quórum en los tribunales hizo que la justicia cediera ante el reino de la impunidad.

“No es exagerado afirmar que quien hubiera escrito juiciosamente sobre las verdaderas vivencias de aquella huelga, habría merecido el Nobel de Literatura”, afirma hoy, medio siglo después, la fuente de esta historia, Joana Villalba, de 65 años, instalada en el sillón favorito de su apartamento inmerso en aromas de lavanda, y en cuya sala prevalece una remota fotografía del clan familiar que la recuerda en sus quince.

“Por cierto”, dice con manifiesta cautela, sin atreverse siguiera a un cruce de piernas, pero también sin ocultar un súbito desagrado en el ambiente, “y perdóneme la confianza o la desconfianza, pero no sé si soy yo o si es usted quien….”. Aquí el teléfono celular interumpe su frase de aprensión. Y mientras ella atiende el aparato, su interlocutor en la sala advierte que en aquel retrato de familia campea una atmósfera de escrúpulo entre sus ocho integrantes, que posan en actitud de estar juntos pero no revueltos, y que se miran de soslayo, pero sobre todo con un escepticismo recíproco.

En efecto, se trata de una expresión típica de la Generación de la Bromhidrosifobia, como se le llamó por padecer la patología del horror crónico no sólo a producir sino a percibir malos olores personales, y que fue engendrada por aquel movimiento sindical empeñado en devolverle a la huelga su papel en la Historia, así para muchos no fuera propiamente el más limpio.

La vida en azul y amarillo

—Esto que ahora quiero decirte no es para que te pongás más irritado ni más nervioso de lo que andás, pero...
—¿Irritado yo? ¿Y qué te hace pensar eso, mujer?
—¡Es exactamente lo mismo que si me preguntaras qué me hace pensar que hoy es viernes, por Dios! Y sí, no sólo andás de malas pulgas, sino que te veo muy nervioso.
—¿Y a vos qué te hace pensar que estoy "muy nervioso", ah?
—Muy nervioso, no. ¡Nerviosísimo! ¡Mirá nomás cómo volviste a derramar el mate sobre el mantel recién lavado! ¡Mirá, mirá! ¡Y miráte el pulso! ¡Se te derrama un banano!
—Y bueno, ¿pero quién en la vida está exento de algo tan insignificante? Decime, ¿quién no ha derramado algo en la mesa alguna vez? ¿Vos, por casualidad?
—Mirá que hoy quiero sincerarme con vos.
—¿Y por qué justamente hoy viernes querrías sincertarte conmigo? A ver... Y a esta hora.
—¡Hombre!, porque hace tiempo hay algo tuyo muy delicado que me desvela.
—¡Claro, vos y tus desvelos! ¡Ahora te van a desvelar unas gotas de mate sobre el mantel! Ahora, si tanto te desvelan unas gotas, entonces tomáte unas de valeriana. ¿Querés? ¡Qué fastidio con vos!
—¡No es por fastidiar, che!
—Dirás que no son ganas de fastidiar, pero fastidiás como una ampolla en el trasero de un camionero. ¡Quién, vieja, pero quién va a estar a gusto cuando su mujer anda reclamando por algo tan intrascendente como unas gotas de mate sobre el mantel! Son ya quince años en las mismas.
—¿Quince años apenas? ¡Quince que parecen un secuestro de las Farc!
—¿Qué queja tenés ahora, aparte del fastuoso mantel?
—¿Quejas? Pero, ¿qué estás diciendo, hombre? ¡Pues, todas las quejas del mundo!
—A ver, ¡qué otra cosa vas a reprocharme, si como marido siempre ando aquí, como un perrito fiel a tus caprichos!
—¡Y no es eso, querido! Ya que decís "marido", mirá, por ejemplo, que ni toda la fidelidad que me habés jurado, ni la fábula ésa de los deberes conyugales, ni la puntualidad en la mesada diaria resuelven necesariamente todos los problemas de pareja. ¿Sabés?
—¡Tenés el síndrome de la ninfómana: Nada de apetece, nada! Pero, según vos, siempre habrá razones de sobra para pasarme cuentas de cobro! ¿Sabés a conciencia lo que estás diciendo? Hoy ha sido por el mate que se salió de la matera.

—¡Oh, sí, el mate se salió solito! ¡Quién lo creyera, pobrecito!
—Y mañana el reclamo será por el jugo de naranja, por el café, y pasado mañana por la chocolatada...
—¡Oh, sí, claro!, y tras pasado mañana será por el té, por el yogur, por la sopa, por el vaso de agua...! ¡Sí, sí, tan incomprendido!
—Mujer: ¿Qué más razones vas a tener en lo sucesivo para hacerme la vida imposible? Decime una. Pero una que de veras justifique eso que llamás "desvelos". ¡Una! Así, aunque sea chiquitita... Sí, chiquitita y todo, pero justa. ¿Estamos?
—Lo chiquitito, lo mediano y hasta lo grande siempre te lo he pasado. Ahora no me vas a venir con cuentos raros, viejo. Cosa bien distinta es que te acostumbraste. Y sí. Para que sepás, hay otras razones también muy importantes que determinan la fatalidad o el buen destino de un matrimonio.
—¡Vaya, vaya!
—¡Ah, sí, "¡vaya, vaya!", claro!. La respuesta fácil. Lo cómodo. Y es porque para vos el mundo es un balón. ¡Eso! Una pelota que va y que viene. Así de simple. Y en eso se te fueron los años. Como si la vida fuera un partido de fútbol.
—Bueno, querida, no será como pretendés decirlo, con esa sorna que te gastás, pero algo sí tiene. En algo se parece.
—¡Che, sí, por supuesto! Que tiene ganadores y perdedores, por ejemplo. Ese es tu discurso de siempre. Y con eso tenés de sobra. Así naciste y así te vas a morir. Sólo que ahora sí andás de mal en peor. Entonces, ¡qué más da proponer nada!
—¿Ah, sí? ¿Y ahora qué proponés, mujer? ¿La final de Boca-River en el patio de la casa para tu próximo cumpleaños?
—¡No te salgás por la tangente!, ¿querés?
—¿Sí? ¿Y de remate no te apetecerá un buen asado?
—De veras que no...
—¿De veras? ¿Y entonces cuáles son esas razones? ¡Dale, decilas! ¡Decí una!
—¿Una no más, che?
—¡Sí, una! ¡Unita, sí, una razón chiquitita!
—¡Unita, sí, pero bien mortificante!
—¿Por ejemplo?
—¡Por ejemplo, esa cara!
—¿Esta cara, vieja?
—¡Sí, exactamente, esa! ¿Por qué insistís en poner esa cara, ah?
—¡Sencillamente, porque esa cara es la cara de siempre, mujer!
—¿Esa, la de siempre? ¿Estás tan seguro?
—¡Desde luego, querida, es la mismísima cara por la que hace quince años te saltaba el corazón cuando reconocías tu amor a primera vista!, ¿no?
—¡Ajá, esa de los últimos tiempos es, entonces, tu cara de siempre!
—Sí, vieja, ¿y a qué viene el reproche contra mi cara?
—¡Viene justamente a que hace ya largo tiempo parecés estar a dieta contra el enjuague bucal!
—¿Sugerís que tengo mal aliento?
—¡Pero, Juan Carlos Cipoletti, dejá de ser tan literal!
—¡Así que ahora tenemos directora técnica en la familia! ¡Haberlo sabido antes!
—¡Boludeces!
—¡No, boludeces no! Decime, ¿lateral izquierdo o derecho?
—¡Pavadas!
—¡No, pavadas, no! ¿Lateral con proyección o sin proyección al ataque? Decime, vieja...
—¿Qué querés que responda a semejante tontería?
—Profesora, ¿y el lateral debe ser argentino o extranjero?
—¡Basta! ¡Literal, dije, li-te-ral!
—¡Entonces, explicálo mejor, porque ya van a ser las nueve de la noche!
—¿Y qué con la hora?
—Con la hora sí, porque debo sintonizar a mi comentarista favorito. ¿No te das cuenta?
—A propósito de tu cara, o si querés de tu expresión, te decía que aunque tu situación ya es inaguantable, en verdad, ¡ojalá fuera un simple mal aliento, querido!
—¿Y a qué viene todo esto?
— Viene a que en el fondo tenés un problema parecido, pero muchísimo más profundo y más delicado. ¡Ay, los hígados que se necesitan para soportarte!
—¿Entonces? ¿Halitosis? Es lo mismo, ¿no?
—¡No, hombre, si tan sólo fuera una halitosis común! ¡Porque ni siquiera hay que cruzar palabra con vos para que media humanidad se dé cuenta de lo descompuesto que andás!
—¡Joder, andá a cantarle esa milonga a Gardel!
—Si te dijera que esa patología se te nota desde San Fernando hasta Almirante Brown... ¡Medio Buenos Aires! Parecerá toda una exageración, pero, ¡hacé memoria, reflexioná y analizá bien lo que te digo, y verás que me asiste toda la razón!
—¿Y es que acaso no podés concretar? Vos te parecés a esos delanteros que no definen. ¡Y claro, eso pudre a cualquiera!
--¡Podrida me tenés vos a mí!
—¿O por qué creés que echaron por la puerta trasera de Boca al colombianito Jota Jota Tréllez? ¿Ah? ¿Te acordás de la suerte del grone?
—¡Ni idea!
—Pues, precisamente, ¡por no saber definir! Oílo bien: de-fi-nir. ¿De acuerdo?
—¿Definir? ¿Y definir qué?
—Eso no tiene ninguna ciencia: definir. Como vos, ese negrito no hacía más que regatear y regatear. Regateaba más que un paria en un mercado persa.
—Pues, ¡hombre!, un mercado persa es para eso. ¡Para regatear!
—En cambio, mirá a Marcelo Salas, el chileno de River...
—¿Marcelo Salas? ¿Y qué hay con Marcelo Salas?
—¡Ah, vieja, pues que ese no se iba por las ramas, porque es un gran definidor! Un fenómeno. ¡A Dios lo que es de Dios! Porque, aquí entre nos, y no nos digamos mentiras: El Matador vale en oro lo que pesa. ¿O por qué será que los italianos del Lazio soltaron 55 millones de verdes por él? Y no lo pensaron dos veces. ¿Por qué creés?
—¡Qué sé yo de eso! ¡No creo en nada!
—¡Ah, yo sí te lo digo! ¡Y es porque el boludo ése sí sabe definir!
—¡Por Dios, Juan Carlos, me salís con unas cosas! Y ahora que mencionás el verbo definir, lo que estoy tratando de definir es la manera de tu carácter y de tu expresión. Y lo estoy haciendo con un eufemismo. ¡Un simple eufemismo! Muy sencillo. Y aún así, no me comprendés.
—No, de veras. No comprendo que querés decir, ni hacer. ¿A qué estás jugando?
—Mirá, che: De una manera amable, sólo estoy tratando de que caigás en la cuenta de tu conducta actual, que va pareja con tu siniestra expresión facial.
—¿Siniestra expresión facial, decís? ¿Y de qué estamos hablando? ¿Ah?
—¡Eso dije: siniestra expresión facial!
—¿Cómo? ¡Pero, qué inspiración la tuya! Como para un concurso de eruditos, ¿verdad? "¡Siniestra expresión facial!...". ¡Lo que nos faltaba!
—¡O como se llame! Está bien: ponéle el nombre que querás. Entonces, te lo digo de otra manera: Ahora mismo, es como si estuvieras mascando un chicle de nunca acabar. Sólo que esa goma de mascar debe tener un sabor terrible, que no quiero imaginarme. Por lo menos, eso dice tu cara.
—¡Mi cara, sí, mi cara! ¡Siempre mi cara! Y, claro, justito ahora, cuando van a dar las nueve de la noche, y cuando el juego va a comenzar, me salís con ese cuento chino.
—¿Cuento chino, viejo?
—Sí, un cuento chino.
—¿Y a estas alturas de la vida todavía creés que tu extraño comportamiento es un cuento chino, a pesar de que viene arruinando la vida en esta casa?
—¡Por supuesto que es un cuento chino, mujer!
—Cuento chino o no, Juan Carlos, lo que ahora quiero decirte sobre esta situación ya insorportable, trato de hacerlo del modo más amigable. De manera que mis observaciones respecto de tus actitudes actuales no vayan a ofenderte. Y por eso vuelvo a insistir en hacerlo con eufemismos.
—¡Suficiente, mujer, suficiente! Mirá que me estás colmando la paciencia. Dejáte de pavadas y más bien, decime dónde están las cosas...
—¿Las cosas?
—¡Sí, las cosas, mis cosas! ¿Dónde están? O, por lo menos, ¿dónde las dejaste?
—Aclaráme: ¿y cuáles cosas?
—No te hagás la desentendida. ¡Mis cosas, por supuesto! Es la hora del juego, y no veo mi camiseta, ni el silbato, ni la gorra...
—¡Ah, las cosas de Boca!, ¿verdad?
—Sí.
—Ya que no sos vos quien las lava, las plancha, las dispone, las prepara, las arregla, por lo menos deberías saber dónde andan.
—Eso espero. Y de este minuto en adelante, no quiero volver a escuchar lo de tus eufemismos. ¿Te parece?
—Viejo, cuando te digo eufemismo, deberías saber que esa es una expresión de la lengua.
—Vos, querida, ¿hablando de lengua?
—Vamos por partes, querido. Porque, obviamente, la lengua no es sólo ese apéndice largo y rosáceo que tenés debajo del paladar.
—¡Ah, sí, la lengua! Estás armando todo un quilombo y de paso descubriendo el agua tibia.
—No, señor, ningún quilombo. ¿Y por qué no mirás aquí en el diccionario?
—Pero, ¡qué atorrancia un diccionario a estas alturas!
—¡Hombre, pues, mirálo bien! ¡Mirálo nomás!
—¡Sí que lo veo Juana Cristina!
—Entonces, aquí. Veamos. Página, página... ¡925! Y es nada menos que el Diccionario de la Academia.
—¿La Academia?
—¡Eso es! ¡La Academia! ¡Sí, la misma Academia!
—¡Sí, está bien que a esos fanfarrones de Racing les llamen La Academia, sólo porque siempre jugaron como señoritas...!
—¡No, no es eso...!
—¡Juana C, dejáme hablar!, ¿querés? Por lo tanto, ¡ahora no me vengás con que a los de Racing les dio por sacar un diccionario!
—¡Por supuesto que no, Juan Carlos! ¡Pero, che, qué diccionario van a sacar unos cojonudos que sólo saben correr detrás de una pelota!
—¡O sí, vieja, de pronto sí! A lo mejor lo hayan sacado de la Biblioteca Municipal! Hasta donde yo sé, una revista sí tienen. Inclusive, no pasa de ser un burdo pasquín.
—¡No, Juanca, este es el Diccionario de la Real...!
—¡Haberlo dicho! ¿De la Real Sociedad? ¡Pero si ese pobre equipo no debe tener ni revista! Además, en España el mandacallar es el Barcelona.
—¡Primero, sacáte los audífonos de ese walk-man, a ver si me ponés atención! ¿Me dejás terminar?
—¡Ya sé: el diccionario del Real Madrid!
—¡Qué Real Madrid ni qué ocho cuartos! Por si acaso nunca oíste hablar del Diccionario de la Real Academia Española, este es. ¡Te lo presento!
—¡Hola, sí, mucho gusto, encantado!
—Te cuento que después de muchos años, el tío Alejandro pasó ayer a devolvérmelo. Y poné atención.
—Te escucho...
—“Eufemismo: Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Y de eso se trata aquí.

—Explicáte. ¡Explicáte, que me impacientás!
—O sea que, a lo maloliente tuyo —dicho figuradamente— no le quiero oponer lo malsonante mío.
—En fin, por lo visto vos sabés mucho de la lengua. Y la mía será todo lo que vos digás, una lengua inútil, larga y a duras penas rosácea, pero, ¡andáte, Juana Cristina, que ya faltan tres minutos para el juego!
—Insisto: De un tiempo acá el mal aliento está en esa expresión de tu semblante.
—¿Y eso qué relación guarda con el Euro... comunismo?
—¡Eu-fe-mis-mo, señor...!
—¡Embelecos femeninos! Me hacés sentir más aburrido que una trucha metida entre un biberón. Y ahora contestáme: ¿Lavaste o no la camiseta del equipo?
—No, la verdad que no.
—¿No? ¿Y la gorra, dónde anda? ¡Hoy no la he visto!
—Juanca, ahora no vas a salirte de nuevo por la tangente, ¿sí? ¡Mirá que apelando a un simple eufemismo sólo he querido hacerte ver lo grave que andás en la personalidad! Y como aún no podés entenderlo, al menos deberías dignarte escucharme un minuto para explicártelo mejor.
—¡Vieja, el juego de Boca está por comenzar!
—¿Y qué?
—¿Y qué? ¡Hmmm! Más bien, pasáme el mate. ¡Ah, sí, y ese cojín! ¡No... ese no! El azul... ¡No, ese tampoco! El azul más vivo con amarillo quemado...
—De hecho, ya es una redundancia decir que aquí todos los cojines son de los colores del glorioso Club Atlético Boca Juniors, como azul y amarillo son también los muebles, las paredes, los pisos, las puertas, las ventanas, las cortinas, la ropa de cama, las toallas, la vajilla, el gabinete de la cocina, las escaleras, las lámparas, la pileta, la fachada, el techo, la antena de la tele, las herramientas, el auto y hasta el jardín, porque...
—Porque..., ¿qué, mujer?
—Porque, según vos, ¡en el mundo no hay más amarillo en las flores que el de los girasoles, ni más azul que el de esas plantitas de nomeolvides!
—Por cierto, nomeolvides es un nombre bárbaro. Imaginate el encanto que produce obsequiar o recibir un ramillete de nomeolvides. ¡Sí, para nunca olvidar!
—¡Y claro, che, de esa obsesión por tus colores favoritos no se salvó ni el acuario!
—Dejá quieto el acuario. ¿Sí?
—Y es porque no aceptás sino a esos once peces, exactamente once peces, por supuesto, azules y amarillo, de Paracanthurus Hepatus, tan delicados y sobre todo tan costosos!
—Bueno, ¿y qué más querés que pinte?
—En tu locura, ¡y si te vieras la mirada de loco que tenés ahora!, sólo te falta que quieras reducir el arco iris a los colores de Boca... ¡Por Dios, hasta dónde!
—¡En fin, según vos, la vida en azul y amarillo es un infierno!
—¡Ah! Si el Infierno existe, me imagino que debe tener esos dos colores.
—¡Qué importa el Infierno, si ya me condenaste!
—¡Pues, condenado sí debes estar! Esa mirada tuya de Anticristo, lo corrobora. ¡Qué horror! Y es que hasta me corre escalofrío de verte.
—¡Seguí, seguí con tu discurso!
—Esto ha llegado al colmo de que ni te inmutaste después de ver morir al canario por esa sobredosis de pintura azul metálica que te empeñaste en aplicarle. En fin, porque todo aquí tiene que tener esos benditos colores. ¡Azul y amarillo, amarillo y azul!
—Eso no lo discuto. ¡Benditos sí son!
—Digamos que el fresco del aire acondicionado, el efecto de la calefacción, las facturas de los servicios públicos, los impuestos y la luz que entra por esa ventana son la excepción a la regla.
—¡Azul de la bronca y amarilla de la envidia es como vos te vas a morir!
—Lo cual, de veras, no justifica que me pongás los ojos encima de esa manera. La verdad, no sé por qué me mirás de esa forma tan misteriosa.
—¿Y de quién son los misterios en esta casa? Bueno, ahora terminá el inventario. Y así como están los baños, ¿no te parece que quedaron geniales?
—¿Geniales? ¡Serán genitales!¡Sí, tus genitales! Tan terribles como esos, quedaron los dos sanitarios. Lucen espantosos con esa franja diagonal negra, con ese rojo y con ese blanco mate tan mal extendido, amén de ese escudo de River, instalado a prueba de lo peor, que pusiste en el fondo de cada retrete.

—¡Bueno, Juana C, ya no hay tiempo que perder! De sobra sabés que para comentarios ahí está Radio Rivadavia, que tiene a los mejores analistas de este país. ¡Por lo pronto, no me cambiés el tema y más bien alcanzáme el preferido de mis cojines!
—Pero, ¿cuál de los dieci...? ¿Cuántos son ya? ¡Pero, qué barbaridad! ¿Son ya dieciocho?
—¡Diecinueve, gran boluda, diecinueve con el que traje anoche, mirálo allá junto a la chimenea!
—¿Y acaso quién soy yo para estarlos contando?
—¿Y entonces para qué te sirven esos ojotes azules, que, por cierto, con la hepatitis no estaban tan mal? ¡Ah, si tenían una mezcla cromática hasta interesante!
—¿Este cojín, decís?
—¡Carajo, el de terciopelo inglés, el mediano, bordado con la estampa del Pibe de Oro, ahí está, debajo del afiche del propio Maradona!
—¡Hombre!, ¿pero de cuál afiche, si ya son catorce los del fulano ése aglomerados aquí en las paredes del living, que ya más bien parece una marquetería de segunda? A ese paso esta casa va a necesitar muros adicionales.
—¿Vos creés?
—¡Sí, y declararla museo!
—¡Vieja, ya no le des más bolilla a esos veintidós cuadros! Y bajá el tono, bajálo. A ver... de izquierda a derecha... ¡el séptimo cojín! ¡Exactamente debajo del Maradona del bucle dorado sobre la frente!
—¡Ajá!
—¡Mi Diosito lindo! A propósito, ¿estás acordándote de lo mismo que yo? Ese poster data exactamente de cuando El Pelusa regresó a Boca! Y fue, irónicamente, después de haberle dado tánta fama y tánta gloria a ese Nápoles. En fin, pero, ya sin Diego hasta ahí llegaron esos malagradecidos napolitanos, pues de la B no van a salir en mucho tiempo. Como haya sido, igual me alegro por él. ¡Qué momentos aquellos para la posteridad!, ¿no?
—¿Será este el bendito cojín?
—¡No, Juana C, no entiendo el por qué de tu ceguera! ¿No lo estás viendo? ¡Mirálo, mirálo!
—De ceguera ni hablemos, porque sos como el peor ciego.
—¡Vos y tus famosos dichos: “Peor ciego es el que no quiere ver”!
—¡Mentira: el peor ciego es el que no quiere oír!
—En tu caso, vieja, finalmente no soy tan desconsiderado. Fijáte que ahora vengo a entenderlo. Porque, pensándolo bien, la causa tu atontamiento o de tu aparente falla en la visión debe estar en ese resplandor que irradia cada efigie de Dieguito.
—¡Te veo bien grave! Porque eso que acabás de decir y que ni siquiera alcanza la categoría de un disparate, es tu dogma de fe. ¡Ahora falta que lo alumbrés al tal Diego ése!
—Pero, ¡si él alumbra solo, querida! No por nada ha sido la estrella más brillante en esta parte del Siglo XX, y eso explica, así no lo creás, que hoy te haya encandilado de esa manera. ¡Precisamente por eso, ahora mismo no das pie con bola! ¿O te encandiló alguna vez la foto del Santo Padre, con todo y su aureola de santidad?
—¿Sabés que no, querido? Ni siquiera él.
—A ése más bien ponéle una lamparita, porque ya Diego es un auténtico fenómeno mundial de masas. ¡Leé la prensa, leéla!
—¡Y qué dice la prensa!, ¿qué ni el mismísimo Papa le limpia los botines al tal Maradona?
—Para comenzar, el Papa, inclusive ya entrado en años, fue puesto ahí donde está. Y no por cuenta suya. Otros le eligieron su destino. Por cierto, no fueron propiamente sus feligreses.
—¿Y es que acaso vos no habés querido elegir el mío?
—Mirá: el palacio ése donde duerme el Papa no le pertenece. El flamante coche que llaman papamóvil se lo donó la Mercedes Benz. Además, nunca se gasta una cena para nadie, no se digna a una propina, no compra un boleto de avión, y sin embargo vuela en primera clase. ¿No te digo? ¡Dios le da pan al que no tiene dientes!
—¡Bien merecido se lo tendrá!
—¡No, Juana Cristina!, ¿todo servido en bandeja de plata? Mirá que el hombrecito tampoco sabe lo que es sudar la gota gorda para darse el privilegio de llevar un Cartier de oro, ni para alojarse en el Ritz de París y mucho menos aún para vestirse un Versace...
—¿Alguna otra diferencia entre el Cielo y la Tierra?
—¿Y no es suficiente ilustración, querida? ¿Para qué más? Baste con que para ver a Maradona hay que pagar, y en cambio la bendición del Papa es gratis. ¡Ahí tenés tamaña diferencia!
—¡Qué despropósito ése, comparar al representante de millones de católicos con el símbolo pagano de una parranda de idólatras!
—¡Y claro que no! Mirá que Dieguito llegó a la cima sin haber tomado ningún ascensor. Este muchacho, un carasucia, un canillita, un simple vendedor de diarios, se hizo él solito a pulso. Transpirando talento. ¿Y qué fue, entonces, su escalada desde Argentinos Júniors, pasando por el Mundial Juvenil de Tokio-79, brillando en Boca, Barcelona, Nápoles, arrasando en la Selección, marcando el mejor gol en la historia de los mundiales como en México-86, siendo campeón de campeones..., todo eso apenas entre los 15 y los 26 años?
—¡No, Juan Carlos, es tu religión! ¡Ni hablemos!
—¡Sí, hablemos! Porque este Maradona es un fenómeno irrepetible que no conoce fronteras. Contrario al Papa, a Diego no hay que organizarle una gran visita con meses de anticipación para que su poder magnético seduzca por igual a un pibe en Arabia que a una abuela en el Perú. ¡No, no, por allá no busqués el cojín...! Ve más hacia el centro de ese sofá... No, por ahí no... Sí.., no.., sí... ¡Justito, ese, sí, ese mismo!
—¡Entonces, ahí va, agarrálo...!
—¡Ojo, mujer, mucho ojo, que puede caerse al suelo y arruinarse con el mar de polvo de esta casa! ¡Mucho cuidado! ¡Por poco!, ¿no? Y ahora cuando por fin lo encontrás, Juana Cristina, hace mucho tiempo deberías saber que este es mi cojín favorito. Acercáte... No temás, ¿sí?
—¿Ya estás borracho? ¡Vaya forma tan desorbitada la de tus ojos y tan extraña ésa forma de mirarme que te gastás! ¿Y eso?
—Y ahora, acariciálo nomás. Pero hacélo con sumo cuidado, ¿sí? Tenés las manos limpias, ¿verdad? ¡Eso es! Con ternura, mucha ternura. ¿Suavecito, no? Y nunca se te vaya a ocurrir usar detergentes o meter este ni otro cojín dentro de la lavadora. ¡Jamás, porque eso sería la mismísima muerte!
—¿La muerte?
—¡La muerte, sí! ¡O como se llame: la parca, la degollina, el destino, la hora suprema, el sueño eterno, el viaje al nunca más, la partida, el sanseacabó…!
—¡Suficiente, querido!
—¡O, si querés, la vuelta olímpica, la colgada de los guayos, la terminación del contrato, el minuto 91, el pitazo final...!
—¡Basta, ché! ¡Y tampoco es para que me hablés en ese tono, e insisto, y mucho menos para que sigás mirándome con esos ojos maquiavélicos! ¡Dejáte de bromas!, ¿ya?
—¡Si estaré de humor para bromas! ¡Más bien dejáte de jodas! Y si la memoria te funciona, es conveniente que recordés que fue por mirar así como pagué quince años en la cana. Entonces no me conocías, y por lo tanto no me discutías ni me llevabas la contraria. En fin, a lo hecho, pecho. Por cierto, ahora mismo no te imaginás lo que es morir de total incomprensión.
—¿De tristeza? ¿De abandono, querés decir?
—¡Nada que ver! Aquí me refiero a la probabilidad que tienen ciertas personas, pero sobre todo ciertas mujeres, de morir fatalmente cuando no son capaces de comprender nada de nada o cuando deliberadamente se niegan a comprenderlo todo.
—¿Y por qué sobre todo ciertas mujeres?
—¡Preguntále sobre todo a la Policía!
—¿Y preguntarle por...?
—Mujer, pregúntale sobre todo por ciertas estadísticas de mortalidad femenina en los hogares argentinos. Preguntá...
—¿Y sobre todo de morir cómo?
—De morir de cierta manera.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo de cuál manera?
—Por ejemplo, y ya que acabo de mencionar el aparato ése, con la cabeza atorada precisamente entre las aspas de una lavadora a mil revoluciones. ¡Desde luego, si es que minutos antes no mueren ahogadas ahí mismo!
—¡Sólo decirlo es una desvergüenza, che! Además, ¡eso no estará ocurriendo ni siquiera aquí en la Capital Federal!
—¿Sabés que sí?
—¡Ni idea, ché!
—Eso te cuento. No sobra saberlo. ¡Y sobre todo en ciertos vecindarios!
—¡Explicáte! ¿Y vecindarios de qué clase, viejo?
—¡Precisamente, vecindarios como este!
—¿Y acaso qué de particular tiene este vecindario?
—¡Y bastante, querida! Porque es donde nadie, para bien o para mal, nadie ve, nadie escucha, nadie husmea nada. Y también sobre todo en ciertas circunstancias y a ciertas horas. Pero, sobre todo abreviemos. ¿Y me decías...?
—Perdonáme que no comprenda nada sobre todo lo que estás diciendo, pues nunca quisiera ingresar a esa cierta estadística, pero, ¿a qué viene este tema tan rebuscado y tan escabroso?
—¡Dizque rebuscado!, ¿eh? Casos se han visto de ciertas mujeres que sobre todo preguntaban lo mismo o se comportaban parecido.
—¡Paciencia la mía! Y a propósito, sí, de lo que venía diciéndote, voy a intentar otra manera para que me entendás lo que desde un comienzo he querido decir sobre tu problema. Creo que esa expresión tuya como de constante mal aliento o de mal sabor a la que me refiero, se debe, seguramente, a que todavía seguís alimentándote de eso que un ya lejano domingo cayó del cielo en La Bombonera.
—¿Decís que todavía? ¿De papelitos, dirás? ¡Ah, esos caen siempre!
—¡Claro que eso no fueron papelitos!
—Está bien. Ya habrá tiempo para mirar la estadística en la computadora. Pero, ¿y qué tiene que ver lo mío con lo que llovió esa vez en La Bombonera?
—¡Mucho, muchísimo!
—Pero, querida, explicáme bien: ¿Eso que llovió ocurre cuando gana o cuando pierde Boca?
—En tu caso, bien particular, ¡con el empate basta...!
—¡Que sí, mujer, son papelitos!
—¡No, nada de eso!
—Pero, querida, ¿qué otra cosa, llueve por allá? ¡Papelitos de fiesta! Y para que veás, ahora mismo vas a comprobarlo de nuevo.
—¡Papelitos, qué atorrancia, papelitos! ¡Vos y tus inefables papelitos! —Papelitos que, a propósito, Juana Cristina, ¡ponéme atención!, son de lo más lindo que uno pueda imaginarse, porque exponen el sentir colectivo. Pero, ¡si son como una tormenta de júbilo para un pueblo sediento de esperanza!
—Eso, ché, pone en evidencia que todavía hay poetas que inspiran bastante...
—¡Ah, mujer de Dios, por lo menos reconocés mis dotes para inspirarme!
—¡En efecto, hay poetas que inspiran bastante…, y bastante lástima!
—¡Te hablo con el corazón en la mano, mujer! Y es porque cuando en La Bombonera se alza esa hinchada de Boca con su explosión de millones de serpentinas y de papelitos al aire, esa es la coreografía del Cielo. ¡Es el mismísimo Dios quien se levanta!
—¡Bien, muy bien!
—Entonces, ¿sí podés entender que Dios y Boca son como el Padre y el Hijo?
—¡Y vos el Espíritu Santo! En verdad, lo que está muy bien es dejar los eufemismos para otro día.
—¡Ah, los eufemismos! La panacea contra todos los males de esta casa. ¿No hay nada mejor entre nosotros que oír tus eufemismos?
—¿Nosotros, Juanca? ¿Nosotros?
—¿Y entonces, quién?
¿Nosotros, los del eterno triángulo? ¡Si por lo menos fuera un triángulo amoroso como todos, vaya y venga! ¡Pero no, Boca, vos y... yo! ¡Yo siempre a la zaga!
—¿La zaga? ¿Te referís a la mismísima línea del fondo? ¿A la de contención, que llaman otros? ¿Al cuarteto defensivo, como decía mi viejo? La verdad, no sé si a estas alturas de la vida aún tenés la osadía de pensar que hay chance para vos en la alineación de Boca. ¡Vieja, no en vano transcurre el tiempo que llega con la menopausia!
—¡Y como a vos, Juan Carlos, no te pasan los años, nunca te mirás al espejo! ¡Porque ni para eso tenés cara, para asumirte siquiera al espejo!
—¡No, mujer! Al paso que va tu sentido común, un día de estos me vas a salir con que la leche en polvo se fabrica rallando la vaca.
—¡Sí, la vaca, otra vez con el viejo cuento de la vaca! A propósito, ¿no tenés más bien un chiste de vaqueros?
—¡No, en este justito momento no! ¡Haberlo sabido! Pero igual seguro estoy de que si por casualidad alguna vez te mandaran a Bolivia por un alijo de coca y no lo encontraras, para compensar volverías con un cargamento de Pepsi.
—¿Qué debo suponer que supone eso?
—Más que suponerlo, presiento que empezás a quedarte en fuera de lugar.
—¡Macanudo, viejo! Cuando no te conviene, yo siempre estoy en off-side. ¿Sabés? Pero, si pretendías ofenderme, ya estoy inmunizada contra tus desplantes. Ahora, según oigo de tus analistas de cabecera, la tal expresión ésa equivale también a estar en posición adelantada, ¿no es cierto?
—¿Así que habés llegado al punto de creerte tus propios embustes, Juana Cristina?
—¡Y no es porque yo me lo crea, sino porque siempre estoy adelantada a vos!
—¡Ah, no, y si es por la exacta definición del caso, te diré que tu presumida posición adelantada es futbolísticamente una posición viciada!
—¡Viciada, nuestra suerte, ché! En fin, no entendiste lo del triángulo.
—¡Y cómo no, si triángulo viene de triangulación!
—¡Ajá! Interesante raciocinio: como balón viene de balonazo. ¡Ya! Primero fue el balonazo y después se inventó el balón!
—¡Triángulo o triangulación! ¡Qué más da! Mirá esa fascinante geometría de volantes y delanteros de Boca cuando les da por tocar rápidamente esa pelotita, sin repetir ni un solo pase, ni un solo gesto. ¡Sin despeinarse!
—¡Viejo, no tenés ni cinco dedos de frente!
—¡Vos, más bien atendé la cena, que se va quemar!, ¿sí?
—¡Estoy refiriéndome a ese otro triángulo: Boca, vos y yo...! ¿Tánto te cuesta entender eso?
—¡Qué importa, vieja, si es amoroso, si es pasional, si es equilátero o si es el Triángulo de las Bermudas, o qué sé yo!
—Para lo que nos ocupa, entonces debería ser más bien el Triángulo de los Bermúdez.
—¿El Triángulo de los Bermúdez, mujer?
—Sí. El del colombiano ese, el tal Jorge Bermúdez, que capitanea a Boca. Ya me lo imagino de tiendas con su mujer y con su hijo, seguramente todos tan arrogantes y tan buscapleitos. ¿No acaso es dizque el jugador más multado del fútbol argentino? Por lo mismo, ese patadura debe ser de los que al final no tiene otro modo de pagar las compras que con la tarjeta roja.
—Pero, Juana C, si estás hablando de El Patrón! ¡Palabras mayores, vieja! Ahora, esta discusión no mejora nuestro destino como pareja, ni la suerte de los muchachos como equipo. Total...
—¡De acuerdo! Total, ¡esto no lo resuelve nadie!
—Mirá, hoy por hoy cuanto necesitamos resolver en Boca es el problema de gol para mejorar el promedio. De lo contrario, con ese caradura de Chilavert en el arco y en su cuarto de hora, y su equipo con quince goles de más, esta noche Vélez no va a querer soltar la punta del campeonato.
—¡En fin! Seguí tal como vas, que yo archivaré la idea de los eufemismos.
—¡Pero, claro, ya veré los eufemismos al desayuno, al almuerzo, a la cena, en el mate... en la almohada! Y ahora, mujer, ¡la bandera del equipo! ¿Dónde anda la bandera? ¡Ponéme atención, ¿sí?, que ya sólo faltan quince segundos para las nueve! ¡Ya lo sabés, no me hagás levantarme, y traéla!
—¡Claro, a cuerpo de rey, yo tampoco me levantaría de semejante trono!
—Mirá, y no me lo estás preguntando, pero ya que hablás otra vez de rey, no sobra insistir que en el fútbol no ha sido nunca Pelé, como sí presumen los brasileños, sino Maradona. ¡Desde luego, no vamos a entrar en disquisiciones inútiles! Y mucho menos con vos, ni ahora.
—Ya hablaste del rey. ¿Y del trono, qué?
—Tampoco hablés de trono —eso igual no se discute aquí— porque trono fue el que nos reservó la Historia. De veras: contá títulos de Boca, sus goles, sus figuras, sus hazañas... ¡Obviamente, no vas a hacerlo ahora!
—¡Ché, ni soñarlo: ni ahora, ni nunca!
—¡Soñar sí, mujer, sueño con que ya mismo me traigás aquí la bandera, por lo menos la bandera, para empezar...!
—¡Apagá y vámonos, viejo!
—Finalmente me dejás en el limbo con eso del... ¿ecumenismo, dijiste? Mirá que ya el réferi va a dar el pitazo inicial. Porque ahora con la teleaudiencia encima, ¡ese vendido de Salomone por lo menos va a ser puntual!
—¡Venga acá ese mate, querido!
—Terminálo, pero apurále, ¿sí?, y sacáme ya de la duda con eso del... ¿Euro... comunismo es como se llama esa cos...?
—¡Señoras y señores, nueve y treinta en punto de la noche en la República Argentina! El árbitro, Luis Ángel Salomone, mira su cronómetro. ¡Cincuenta y ocho mil almas aquí en La Bombonera, cincuenta y ocho mil voluntades que no claudican en el empeño de apoyar a su equipo, ni renuncian a la esperanza de verlo superar uno de los trances más difíciles de su historia reciente! ¡Y es Booooca, amigos oyentes, el que pone a circular la pelotaaaa...! ¡La fiesta se prende, escuchen la explosión de algarabía! ¡Sí, el que la toca es el ídolo y goleador Martín Palermo...! el número nueve a la espalda reaparece con unos kilos de más luego de una cirugía en el tendón extensor largo del dedo gordo del pie derecho... Y ya que hablamos de Palermo, que me perdone la franqueza, pero sírvale esta experiencia para que en lo sucesivo no vuelva a patear un penal como suele hacerlo la Miss Argentina de turno en el saque de honor... Es decir, con la física punta del pie, como Palermo lo hizo frente a Quilmes, cuando de milagro no pinchó el balón, pero lo echó a perder ovalándolo cual huevo de avestruz y el cual fue aterrizar parcialmente sobre el aparcadero sur del estadio... Según dicen los testigos de aquel espectáculo tan extravagante, allí a esa cosa chueca y enloquecida no la atajaba ni Mandrake... Hasta cuando el óvalo ése terminó por entre una alcantarilla, y hoy por hoy debe estar viajando a través del Río de La Plata... ¡Y bueno, esto nunca ocurrió antes en la historia de la navegación fluvial, pero igual son cosas del fútbol...! ¡Y ahora, vamos a lo que vinimos, al partido! ¡Por la izquierda ya se descuelga El Mellizo Guillermo Barros Esqueloto para acompañar el avance del equipo local...! ¡Señoras y señores, encuentro clave, decisivo de la jornada número treinta y siete del Campeonato Argentino...! —¿Lo estás oyendo, Juana C? ¿Te das cuenta? ¡Arrancó el juego y esta es la hora en que todavía no hay señales de la camiseta, de la gorra, del silbato, ni de la trompeta! ¡Nada!
—¡Por lo menos, aquí tenés el jirón ése!
—¿Jirón? ¡Dizque jirón! ¿Sabés el tamaño de barbaridad que estás lanzando? ¡Pues, ese jirón, para que lo sepás, es la mismísima bandera del pueblo, de tu pueblo, gran idiota, el emblema de la mitad más uno de este país! ¡Y pará, mujer, pará de joder y de sulfurarte! Y para que no te quejés tánto, ¡fijáte que ahora mismo no voy a tocar el bombo!
—¿Bombo?
—¡El mismo!
—¡Pero, si ese trasto que golpeabas con tánto delirio, hoy no sirve para un comino!
—¡Juicios tuyos, quiero el bombo!
— ¡En ese caso, vas a tener que verlo!
—¿Y qué hay con verlo, vieja?
—Nada más, comprobarte que ese otrora flamante instrumento de percusión está más aporreado que pocillo de manicomio.
—¡Mujer: no lo habrás estado tocando!, ¿verdad?
—¡Bueno, eso de tocar tiene sus acepciones! Es así como a ese bombo nunca me ha tocado tocarlo. ¡Por fortuna! Pero si tocara, hasta lo tocaría, desde luego con guantes, y sólo que para ponerlo en el bote de la basura. ¡Eso sería lo tocante! Además, nunca estuve interesada en tocarlo para que sonara. Por cierto, ¿y cómo va a sonar si no toca, mejor dicho, si ya no produce percusión?
—¿Y entonces, qué sugerís, Juana C?
—Creo que te tocará comprar otro.
—¿Y eso es tan imperativo?
—Sí, porque cuando toca, toca. Y entonces sí podrás hacer con él una tocata.
—¿Una fogata? ¡Cómo te atrevés!
—¡Tocata, hombre, una tocata! ¡Por Dios!, ¿y por qué no más bien te sacás esos audífonos y además le bajás el volumen a la radio y a la tele?
—¡Lo que faltaba, que el bombo fuera para fogatas!
—A propósito, Juan Carlos, ahora cuando aumenta el frío y cuando escasea la leña, ¡ganas no me faltarían de consumirlo en la chimenea! O de mandarlo a la mismísima basura. Pero, entonces, nos enfrentaríamos a otro problema...
—Pero, atorrante, ¿y a qué problema?
—Por ejemplo: A una huelga más en Argentina...
—¿Te enloqueciste, Juana C? ¿Una huelga?
—¡En este caso, la del servicio de aseo municipal!
—¡So tonta, cómo se nota que no valorás el tesoro que hay en la colección de autógrafos estampados sobre ese bombo! Roma, Gatti, Rojitas, Corbatta, El Negro Meléndez, Pianetti, Marzolini, Rattín, Maradona, Batistuta... ¡De veras, mucho cuidado con irlo a tocar!
—¡Jamás! ¡Y toco madera!
—¡Mejor, sí, tocá madera!
—¿Sabés, hombre, que sí?
—Y en últimas, querida, y por si algún día te diera el antojo de tocar, entonces mejor sería que te tocaras otra cosa...
—Y como vos ya ni me tocás, pues.., ¡sí! ¡Tocará!
—La verdad, y fuera de bromas, Juana Cristina, hoy te tocó un buen día.
—¿Un buen día?
—¡Claro, me agarraste en un buen día!
—Entonces, ¡me tocó un buen día! ¿Y eso qué traduce?
—Eso traduce que hoy vencía el plazo para que resolvieras lo del bombo, y sin embargo te has hecho la de la vista gorda. Hace una semana te advertí hasta la saciedad —y además así está subrayado en el calendario del torneo que colgué en la cocina precisamente para que te mantengás al día— que el domingo es el clásico contra Independiente en Avellaneda, y...—¿Y...?
—¡Claro que “y”! Y aunque para entonces me urge tener el bombo, traduce que ahora mismo no quiero estallar. Por lo tanto, si sos tan diligente como alardea tu vieja, hace muchísimo tiempo debiste haber pasado por la tienda de deportes para que lo reparen o para que comprés uno nuevo. Para eso laburo como un esclavo.
—¿Y cómo?
—¿Y cómo qué, mujer?¡Pregunta la tuya!
—¡Sí!, ¿y cómo lo compro? ¿Con canciones? ¿Me atavío una minifalda y me voy de mariposa por la Nueve de Julio y Córdoba a la media noche? ¿O preferís que contrate un servicio de acarreo para llevar la heladera y consignarla en una casa de empeño? ¡Escogé!
—Por razones que sea caen de su peso, y obviamente de tu sobrepeso también, a duras penas me apuntaría a la tercera opción. Sin embargo, tampoco te veo yéndote a la prendería. Sobre todo a partir de que no sos capaz de empeñar ni siquiera tu palabra. ¿No tenés otra carta en la baraja?
—¡Ah, claro, tu carta favorita: al fiado! ¡Y entonces sí es cierto que me muero de hambre!
—¡Vieja, te dejás morir, de eso tampoco hay duda! Así que comprálo con la guita destinada para la cuenta del gas.
—¿Del gas? ¡Entonces, a comer enlatados, hombre!
—¡Como vos querás! Al fin y al cabo, ya lo reconectarán el otro mes.
—¡Cero y van tres, Juan Carlos! Porque hace quince días fue con el servicio de energía y hace apenas ocho con el teléfono. ¡No hay derecho!
—Y aunque digás lo contrario, ¡agradecé que hoy no ando de malas pulgas!
—¿O sea que me estás perdonando la vida, ché?
—¡Tomálo como se te venga en gana, Juana Cristina, pero soldado avisado no muere en guerra! Y por hoy dejemos de ese tamaño el asunto del bombo.
—¡Después de todo, sólo gracias a tus influencias Dios es bien grande!, ¿verdad?
—¡Como sea, pero reconocé que hoy me agarraste en la buena! Y como tánto habés insistido en hablar, si querés, hablá...
—Por cierto, y como suele decir tu relator favorito de Rivadavia antes de transmitir: “¡Estoy que me locuto!”.
—¡Entonces, hablá, vieja, habla! Pero que sea súperbreve. Sólo para eso, y apenas por un momentito, voy a bajarle un poquitín el sonido a la tele y a la radio. ¿Entendido?
—¡Santo Cielo, como si el walk-man no te fuera suficiente para soportar tanto ruido!
—Desde luego, espero que antes de diez minutos habrás terminado tu parlamento y encontrado mi camiseta, limpia o sucia; mi gorra, mi silbato, mi trompeta... ¡Bien sabés de mis cosas!
—¿Ah, sí? ¿Y adicionalmente no te vendría mal una botellita de tu favorito Blue Label de Johnny Walker?—¿El de la etiqueta azul? ¡No me antojés, porque con esta sequía, un trago amarillo de esos...! ¡Ni hablar!
—¡Claro, viejo, que adicionalmente podrías telefonear a una línea caliente para que te envíen un par de rubias y ojiazules bien cariñosas!
—¿Rubias? ¿Y ojiazules? ¡Fenómeno, diez sobre diez!
—¡De veras cómo armonizan esos colores!, ¿sí o sí?
—¡En vez de hablar tánta basura, más bien recogéla! Y ve alistándome también el último CD de Boca, porque esta noche vamos a festejar la revancha contra esos giles de Vélez...
—¡Y ojalá tu fiesta no vuelva a quedarse por quinta vez consecutiva en los preparativos!
—¡Sin tardanza, Juana C, obedecéme, no sea para problemas! Y así te parezca redundante, hoy quiero ser tan bueno como Boca. ¡Reciprocidad!, ¿sí? ¿Querés, vieja, practicar la reciprocidad?
—¿Algo más, Vuestra Excelencia, Don Juan Carlos de Borbón?
—¡Ya está dicho, Doña Juana La Loca!: La camiseta, la gorra, el pito... ¡No repito! Y si vas a sentarte, hacélo allá en esa silla. ¡Allá! Porque aquí la bandera y el mástil necesitan suficiente espacio de maniobra.
—¡Y mucho cuidado con la maniobra, porque una cuarta lámpara Tiffani de esas no la repongo ni a palos!
—¡Hablando de palos, entonces te conviene que escupás de una vez y para siempre todo cuanto tenés atragantado! ¿OK? ¡Hablá, hablá de corrido sobre la importancia de tus eufe-como-se-llamen, pero hacélo cortito y bajo, sin exaltarte!, ¿eh?
—¡Cómo es la vida: Cuántos años para que finalmente le concedás la palabra a tu mujer! ¿Ah? Y con tal de que además dejés de mirarme así como Terminator, trataré de hablar tan breve y tan de corrido como pueda. Verás: Para ganar tiempo, te prometo evitar incluso las pausas propias del punto y del punto aparte.
—¡Boludeces! ¡Aquí los que cuentan son los propios puntos que aparte gane Boca!
—Y como hace tánto tiempo no sé lo que es poder dirigirte a vos más de ochenta palabras de corrido, vas a tener que excusarme si en algún momento se me pega el acelerador. Aunque por la falta de costumbre no te lo garantizo, en lo posible trataré de ser bien sucinta.
—¡Mi cinta, la tuya o la cinta de tu abuela, eso no viene al caso! Además, con la bandera, ¿para qué carajo una cinta? Y sin demora, ¡entonces hablá sin pausa, hablá ahora mismo o callá para siempre!
—Por lo tanto, y ojalá no vayás a interrum­pir mi exposición de motivos, como espero, hacé memoria, que desde cuando a Boca le birlaron el invicto de local luego de 39 fechas, y fue contra la suplencia —¡sí señor, contra la suplencia!— del tal Deportivo Mandiyú, que por cierto era último en la tabla y que por lo mismo des­pués fue a templar a la B, pero que en cambio se fajó un gol olímpico bárbaro, otro de taquito, uno más de media volea y otro de chilena, goles todos que en­mudecieron a La Bombonera, aparte de que el Man­diyú terminó el primer tiempo con cuatro hombres expulsados —sí, vos me lo dijiste una vez, y lo tengo bien presente, que siete es el número mínimo regla­mentario de jugadores por equipo para poder conti­nuar un partido— y recordá que dos de las tarjetas rojas fueron precisamente para los dos porteros, el titular y el suplente del Mandiyú —sí, también me lo contaste, que talvez sería un caso único en la historia del fútbol desde la noche del 26 de octubre de 1863, cuando en la Freemanson´s Tavern de Londres se fundó la gran Football Association y dictó las pri­meras reglas de este deporte— par de arqueros éstos, como te decía, que, como si fuera poco, aquella misma vez le atajaron tres penales a Boca —exactamente uno a Palermo, otro al tal Chicho Serna y el ter­cero a Riquelme, y para no alargarme no voy a re­cordarte exactamente en qué minuto cada cual— amén de todos los caños y de la colección de olés que tu adorado tormento se comió toda la tarde, cuando de carambola, y para tu peor desgracia, por tercera vez consecutiva River salió campeón —porque esos puntos eran de vida o muerte, según me lo habías repetido a mañana, tarde y noche durante las cinco semanas que antecedieron a ese domingo— y cuando nadie —¡sí, nadie, del propio Maradona, de Hugo Morales con su enorme sintonía y de El Grá­fico para abajo!— nadie le apostaba una luca a ese adversario dizque de pacotilla, hasta hoy, ocho lar­gos meses después —que para mí, para los tuyos, para los amigos, para los vecinos, para tu recepcio­nista, para tus compañeros de oficina, para tu jefe, para tu pobre secretaria, para los pasajeros y para emplea­dos del Metro, para los transeúntes en general, para la gente del restorán, para el coiffeur, estilista o peluquero que llamás, para todo el mundo que te ve, te saluda, te trata o que casualmente te ve pasar o te oye gruñir solo, muchas veces sin saber quién sos, pero que también se da cuenta de lo mismo— tiempo sí, que han sido ocho meses de pesadilla en que hemos te­nido que lidiarte o mínimo soportarte sin poder chistar —¡eso ni que fuera yo a matar a mi madre a punta de pellizcarla con un alicate!— digo, meses que suman como ocho años mal contados, y hoy, todavía, vos ni te das por aludido porque lo volviste —eso creés sin darte cuenta, y así solita se engaña la gente— reitero, porque lo volviste como si fuera un hábito inofensivo, una forma de vida, tal como des­pertarse, levantarse, oír las noticias, leer el diario, resolver el crucigrama, afeitarse, ducharse, secarse, peinarse, vestirse, anudarse la corbata, perfumarse, desayunarse, eructar, cepillarse los dientes, salir, tomar el Metro, caminar hasta la oficina, trabajar, almorzar, volver al laburo, laburar, decir “¿aló?”, conversar, decir “¡chau!”, esperar a que sean las cinco, marcar la tarjeta de salida, tomar el ascensor, salir, abordar el Metro, bajarse, retornar a casa, cenar, tomar el mate, ver la tele para repetir los goles de la víspera, ponerse la pijama, bostezar, cepillarse los dientes, escoger el traje para el día si­guiente, disponerlo, carraspear, lustrar los zapatos, estirar los brazos, cerrar la cortina, programar el despertador, restregarse los ojos, abatirse sobre la cama, arroparse, apagar la luz, maldecir “¡corréte a tu orilla, que vas a ahogarme!”, balbucir “hasta mañana”, todo eso religiosamente, campantemente, coloquialmente, desfachatadamente, frescamente, olímpicamente, indiferentemente, incorregiblemente, proverbialmente, como si nada más pasara, o simple y llanamente como dormir y volver a levantarse al día siguiente, y así todos los santos días, y al parecer, y perdonarás la franqueza, mirá, es por tu bien, sabés que nunca ha sido mi intención ser cruda ni injuriar, las del signo Libra somos así, ecuánimes, además no es mi estilo, así que vos, que sos todo lo contrario, Escorpión, no te ofendás por ello, pero algún día —y ojalá fuera desde esta misma noche— vas a tener que reconocer la existencia de tu problema, y aunque respetamos que para vos los símbolos de la causa popular sean la bandera y la camiseta azul y oro de Boca, “la mitad más uno” como se autoproclaman ustedes los de esta causa, y otras extravagancias por el estilo que ahora no vie­nen al caso —sí, porque tampoco jamás de los jamases tenés tiempo como para que dialoguemos y creo que tampoco nunca vas a sacarlo, lo cual está demos­trado hasta la saciedad— y como te decía, de eso todos y cada uno somos conscientes, ni más faltaba —porque sin duda todo esto es cada vez más evi­dente, más rutinario, más puntual, como saber que el sol sale todos los días— que vos, a estas alturas de la vida —¡y no sos ningún pibe, ya son 59 años!— vos, sin consideración ninguna hacia nadie —“¡genio y figura hasta la sepultura!”, decía mi tío El Tano, que en paz descanse, y buena razón le asistía para expresarlo de esa manera ante casos crónicos como el tuyo— vos aún insistís en poner esa cara de seguir atragantado por cuenta de toda, pero toda, algo como para registrarlo en letras de molde en el Guinness Record, escucháme bien, ¡casi nada, el Guinness Record!, que, como su nombre lo indica, es el libro de los récords, famosísimo, por lo mismo tan ven­dido cada año en todo el planeta, ¿lo conocés? —a propósito, cualquiera no sale publicado allí, ¡y ahora mismo que me parta un rayo si lo habrás leído, y por cierto a qué horas, si no pensás en otra cosa distinta del domingo aquél!— sí, venía diciendo que nadie acepta ni entiende cómo porfiás en digerir desafora­damente, como si te la fueran a arrebatar esa cosa horrible— digo, no sé cómo aguantás tánto, resig­nado o masoquista que sos, y que se sepa ni tus abuelos ni tus padres eran así, y de paso, sí señor, aprovecho la oportunidad para decirlo, menos mal no tuvimos hijos, ¡Dios nos ampare!, sólo Él sabe como hace Sus cosas, porque hasta podrían haberte here­dado eso y sería el colmo de los colmos— insisto, porque así como vas, parecés condenado a no poder parar de digerir, saborear, masticar, degustar, man­ducar, engullir, devorar, ingerir, morfar, embuchar, yantar o simplemente de comerte ya reconocerás qué y cómo sí me he dado cuenta —y por eso tu cara de tragedia nacional, tu expresión enfermiza, tus ojeras cada vez más pronunciadas, tu carácter más irascible, tu as­pecto cadavérico, tu calvicie prematura, tu progre­sivo desgreño, tu constante insomnio, tu taquicardia, tu úlcera de mal en peor, tu caminar inanimado como un zombi, tu abandono a la soledad, tu cada vez más pobre desempeño desde el ámbito conyugal, aún así un día lleguen a decirte que sos todo un toro, un verdadero semental, y así de pronto inflés el pe­cho como un pavo real y te lo creás al pie de la letra, cosa que no me sorprendería de no ser porque te conozco hasta la médula, pero tampoco te hagás ilu­siones vanas, puesto que de pronto un supuesto ha­lago al comparársete con un toro de casta venga a resultar más bien por lo de cachón, y en consecuen­cia no te fiés tánto, te lo digo yo, que también soy humana, y no voy a repetírtelo, las cosas tienen su límite, fijáte bien, en el mundo estamos y una nunca sabe— y te decía, tu declive va desde el lecho hasta tu bajo rendimiento laboral —¡y con esta manga de desempleados, el palo no está para cucharas!— reitero, no sé en cuál espécimen de la biodiversidad te has convertido, y es la verdad, no interpreto cómo sos capaz de comerte y seguirte comiendo, placer, ¿será placer?, ¡seguro, placer que sentís! —oílo bien, pero bien clarito: ¡placer, sí!, pero no un placer cual­quiera, sino un placer de glotón patológico— ¡sí!, un raro gozo, aunque también llega a haber gozo en el dolor, ¿eh?, ¡sí!, cosa que en vos se manifiesta en una extraña devoción por la adversidad, en un increíble frenesí por lo trágico, por lo amargo, por lo desagra­dable, por lo funesto, repito, no alcanzo a definir esa pasión, ese embrujo, esa compulsión, esa adicción, o qué sé yo, de todas formas es exactamente eso mismo lo que te produce vivir en tan extremas condiciones, porque al fin y al cabo de eso a lo que ahora inexorablemente voy a referirme te nutrís, como de savia se nutren las plantas, no lo negués, y esa es la verdad y nada más que la pura verdad —cosa grave, “¡gravísima!” di­ría no necesariamente mi madre, a quien desde luego desdeñás por completo, sino que también podría diagnosticarlo el siquiatra y atestiguarlo cualquiera, y mañana, si querés, preguntálo al primero que pase— porque a kilómetros se te nota esa compla­cencia y al mismo tiempo esa angustia al ahitarte, y no te inmutás, de toda esa cosa, ¡oílo bien, pará oreja, abrí bien los tímpanos, laváte las orejas o vete ma­ñana mismo adonde el otorrinolaringólogo! —¿has oído alguna vez ese vocablo? ¡Creo que nunca!— y de veras no sé interpretar cómo podés asimilar con tanto deleite, con tanto empeño, la presencia de toda esa cantidad inimaginable, de veras, inconmensura­ble cantidad de eso —parezco exagerada y ojalá es­tuviera en el error, pero inclusive hasta dudo sobre si esa cantidad y esa circunstancia tuyas, seguramente únicas en el mundo, puedan tener cabida en el Guin­ness o si sea prudente, decoroso o conveniente publicarlas, y eso habría que averiguárselo a un editor, pero, por supuesto, no seré yo quien lo haga— y reitero, para no perder el hilo, desde aquel domingo no com­prendo cómo podés llevar en el cerebro y en el hí­gado —¡ah, hígado de hierro el que te gastás!— y en todo tu ser, en tus neuronas, en tus entrañas, en tus pensamientos, en tus venas, en tu corazón, en tu universo, en tu vida cotidiana, toda esa cantidad, vas a excusarme la expresión, sí, ya te dije, no es mi estilo, pero no entiendo cómo podés sobrellevar tu existencia bajo el peso de toda esa cantidad, de esa capacidad métrica inmensamente superior a cualquier superlativo, esa cantidad física —porque hasta creo que es física, real, tangible, no es imaginaria, y de pronto, no puedo asegurarlo, es un pálpito apenas, pero quizá una radiografía en la cabeza y otra en el aparato di­gestivo pongan en evidencia el objeto de mis temo­res, y entonces podrías comprobar que no son menti­ras ni exageraciones mías ni de nadie— eso no se me quita de la cabeza, como no se me quita que me llamo Juana Cristina de los Angeles Urriolabeitía Seme­newicz, como saber que vasco era mi padre y que polaca era mi madre, pero ignoro cómo fue que entonces pudiste abrir de par en par la boca y el alma entera y exponerte a esa horrible tormenta de física, oíme claro, de física —con minúscula, porque la Física, escrito con mayús­culas, como seguramente lo viste en la escuela se­cundaria, ¿o ya lo olvidaste?, es la ciencia que estu­dia las propiedades de la materia y de la energía— te decía, no sé cómo entonces te llenaste, te saturaste, te colmaste, y ya estás desbordándote, ¡qué miedo, que horror, qué pena!, te atarugaste de física, y ya verás que hasta me sonrojo y me asqueo pensándolo, te taponaste de física, en verdad sólo imaginarlo me sonroja, pero finalmente habrá que llamar las cosas por su nombre —¡al pan, pan, y al vino, vino!— y vas a ver que sí soy capaz de decirlo —como de aquí en adelante seré capaz de esto y de otras muchas cosas más, ni lo dudes— sí, porque es imperativo decirte lo que tengo que decir aquí y ahora, ya sin más vueltas ni más plazos y, por si las dudas, no será en Inglés ni en Chino, desde luego, pero, sincera­mente, decímelo, dilucidámelo, ponéte la mano en el corazón, ¡pero ponétela!, ¿querés?, y aclaráme bien, respondéme, pero sin andarte por las ramas, ahora no vas a resultarme con evasivas ni con rodeos, por­que, aunque te parezca paradójico, si breve y bueno dos veces bueno, y sin ponerte a divagar, contestáme, a conciencia, de manera clara, categórica, concreta, satisfactoria, dame ese gusto al menos por esta vez, no dejés para mañana lo que podás hacer hoy, no vacilés en hacerlo, con toda sin­ceridad, miráme fijo a los ojos, y si me miraras como cuando de novios lo hacías para decirme “Mi Pi­nina, eres única” y cuando, por cierto, solías dedi­carme aquel célebre poema de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, para más señas nacido en 1904 en Parral, Séptima Región de Chile —lugar que, naturalmente, nada tiene que ver con su homónima Parral, Estado de Chihuahua en la Sierra Madre de México— que era hijo de un ferroviario y de una maestra de escuela y a quien desde luego deberías recordar lo suficiente ya que vos tánto lo recitabas, y por lo cual precisamente has de tener presente que era el verdadero nombre del inmortal Pablo Neruda, ¿o ya lo olvidaste?, y que por algo y de sobra fue llamado El Poeta de América, entre muchas cosas Premio Nobel de 1971 —y a propósito, tampoco y ni de riesgos se te vaya a ocurrir confundirlo con su colega y antecesor checoslovaco Jan Neruda de quien, precisamente y por si acaso no lo sabías, tomó el apellido y quien por cierto hoy ya no podría ser checoslovaco, toda vez que a la caída del Muro de Berlín, ocurrida a la media noche del viernes 10 de noviembre de 1989, la ahora República Checa y la de Eslovaquia se abrieron en dos países con sus respectivas capitales de Praga y Bratislava— poema aquél, volvamos al cuento, mejor dicho al famoso poema, ¡sí!, recordá que dice “me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca...”, y vos te sabías de memoria el resto, que si mal no recuerdo también decía “parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca”, etcétera, etcétera, pero ahora, aunque es distinto, ¡sí!, miráme bien a los ojos y respondéme pronto, ¡ya mismo!, a la gran pregunta del millón, que a lo mejor te va a parecer larga, larguísima, eso es lo de menos, porque lo de más está en que me contestés, pero, ¿cómo fue que pudiste exponerte así a esa, sí a esa, esa terrible tormenta —ya te lo dije, tormenta, ¡sí!, porque eso fue lo que ocurrió aquella misma tarde en La Bombonera, una tormenta, no un simple rocío— a esa asquerosa tormenta, venía diciéndote, que no era propiamente de nieve, aunque igual te hubiera cambiado fatalmente el destino, así pudiera ser blanca, pero ahora no vamos a comparar un color o una textura con lo otro, ni a formular hipótesis ni conjeturas al respecto, sobre todo cuando, naturalmente, lo tuyo ha sido muchísimo peor, escucháme bien, me refiero concretamente a esa otra tormenta —¿sabés a cabalidad lo que es una tormenta, no?— y reitero, esa tormenta sin precedentes, y que tampoco era supuestamente la típica del papel picado o de los tales papelitos como vos decís, sí, esa tormenta nunca vista, ni llovida, ni pronosticada —y que ojalá nunca más se repita, porque después de Perón, de Evita, de la Dictadura Militar, de Carlitos Menem, de Zulemita y sus secuaces, para no nombrar lo innombrable, mejor dicho a toda esa caterva de quienes arrasaron esta nación, esa sería entonces la última y definitiva calamidad del Siglo— sí señor, como venía diciéndote, toda esa tormenta, oílo despacio, ¡vamos, sin alterarte!, toda esa tormenta amarilla bajo el cielo azul del verano, ¡sí, casualmente la combinación perfecta de los colores que te comprimen el aliento y te roban el sueño!, sí, suceso aquél cuyas cinco palabras básicas te deletreo, y poné suma atención porque he aquí la clave y la razón del por qué prefería yo hablarte con eufemismos, reitero, voy a deletreártelas, primera palabra: E de espeluznante, S de siniestro y A de apocalíptico; segunda palabra: T de tóxico, O de ominoso, R de repugnante, M de malhadado, E de exorbitante, N de nauseabundo y de nocivo, T de total y de tétrico y A de aciago; tercera palabra: D de desolador y E de extremo; cuarta palabra: F de fatal y de feo, I de inaudito, S de sobrecogedor, I de infernal, C de catastrófico y A de aberrante, y finalmente la quinta palabra, M de maligno, I de inicuo, E de escatológico, R de repulsivo, D de deplorable y A de absurdo, palabras todas éstas cuyas iniciales pronunciadas de corrido y escritas en negrilla y grandes caracteres, como lo demandaría tan histórica y no menos trágica ocasión, dan para pensar —y realmente no quería pronunciarlas, pues me aterra la crudeza y más aún me horroriza la procacidad— dan para pensar, decía, y sin más remedio debo decirlas ya, ¡sí!, dan para pensar en toda E-S-A T-O-R-M-E-N-T-A D-E F-Í-S-I-C-A M-I-E-R-D-A que se abatió aquel domingo sobre la cancha de La Bombonera en el funestamente célebre partido Boca vs. Mandiyú y que fue a desembocar a lo largo, a lo ancho y finalmente a las profundidades de tu laringe y de tu alma, por si acaso si la tenés, y de cuyos enormes caudales te atiborraste vos solito durante y después de aquel baile increíble del 4:0 que sufrió tu idolatrado equipo, perdiendo así el título en el juego final, como quien dice, en la puerta del horno se quemó el pan, y además ante su propia hinchada —¡hinchada, sí, hinchada también tendrás esa estéril pareja de cojones, si es que por menos te queda algo del forro y aún no se te han salido las pelotas!— y en un evento por cuya demencial causa y peor consecuencia está tu cara en esa exacta medida de estar comiendo más de eso mismo durante las 24 horas, sin siquiera llegar a decir, por ejemplo, “bueno, aquí paro, ya no puedo más, alto, ¡basta ya, no resisto!”, ¡sí!, como tampoco por nada en el mundo puedo yo resistirte a vos?, pues, ¡no hay derecho, y por lo tanto andáte al diablo, soberano imbécil!, y al menos por ese Gardel que te creés, gran cara dura, dejá de joder de esa forma y sonreíte, siquiera como se ríen las hienas, pero también mirá que hasta el propio Gardel —y aquí desde luego tampoco vamos a caer en la eterna y bizantina controversia sobre si El Morocho del Abasto fue parido en Francia o en Uruguay— andaba sonriendo con su mejor expresión de Pepsodent, no importaba que la procesión fuera por dentro, de veras, tampoco te pido que andés como todo un candidato presidencial guiñando el ojo —¡sí, claro, y eso obviamente se cae de su peso porque sin ojos es imposible guiñar!, ¿no es cierto?— ni luciendo por doquier la proliferación de caries en tus nueve muelas y la raíz del colmillo izquierdo que te dejaron la falta de correcto cepillado, el horror al odontólogo y el paso inexorable del tiempo —¡y claro, en el fondo esto no debería ser motivo para que te echés definitivamente a la pena, pues hay muchas ruinas que el mundo conoce ampliamente, y para verlas uno compra un boleto de avión y se va, por ejemplo, a Pompeya, Italia, escenario hace siglos de un terremoto y luego, por cosas de la madre Naturaleza o del destino, eso no se sabe, pero finalmente y de todas maneras por obra del volcán del Vesubio, repito, Pompeya fue escenario de una terrible tormenta amarilla que por lo menos era de lava y que terminó apagándose casualmente en las muy azules aguas del Mar Tirreno, desastre aquél ocurrido precisamente ahí nomás a unos veintitantos kilómetros de Nápoles donde vivió y jugó, vestido también de azul, aunque ese era un azul celeste, tu gran Diego Armando Maradona, quien seguramente debe conocer aquellos parajes, y sería el colmo que no!— ni muchísimo menos te exijo una sonrisa a lo Ricky Martin, ¡pero sí, gran cabrón, deberías sonreírte siquiera una vez por semana, por ejemplo los sábados, si no todo el día, lo cual sería exigirte demasiado, pero al menos sí por un ratito, ponéle por ejemplo unos quince minutos, claro está, siempre y cuando yo te vea y pueda comprobarlo!— o, ¡so plasta fermentada de inmunda rata, qué tánto trabajo te cuesta hacer de vez en cuando en ese mismo y excepcional día el esfuerzo de regalarme, incluso aún si fuera contra tu voluntad, como es seguro que sería, regalarme, digo, una mueca medio amable, así resulte fingida, aunque sea por tu propia terapia o por la más leve y aunque sea remota consideración hacia mí, que he sido siempre tu abnegada esposa, tu esclava, si no propiamente tu odalisca —que era una de las mujeres del sultán y, ¡ojo!, que en nada guarda relación con nuestro obelisco de la 9 de Julio y que para muchos es el símbolo fálico de nuestra gran capital— pero sí he sido tu silenciosa compañera en las buenas y en las malas, y ahora, si es por pena estética —¡claro que así como andás de degenerado creo que ya perdiste hasta la poca vergüenza que te quedaba, mientras la poca autoestima se te diluye entre el mugre de las patas!— entonces hacé este ejercicio con discreción o con disimulo, que es como mejor actuás, que sea donde y cuando nadie te vea si es que no querés testigos, por lo tanto apretá un poco esos putos labios de orangután como formando una U, gesto que en este caso y dadas tus desgracias odontológicas bien que mal podría ser lo más parecido a una sonrisa, ¡sí!, falsa y todo, como vos lo heredaste de tu cochina madre y de tu cerdo padre, porque es indudable que lo que se hereda no se hurta, pero mirá cómo lo hago yo, ¡así, miráme, así!, ¿viste?, ¡mirá la U!, ¿la ves?, tristemente la U de universidad, esa misma institución a la cual no te dio la gana ingresar porque siempre fuiste todo y ante todo un campeón intercontinental de la vagancia, toda una rémora, ¡por eso mirála bien!, mirá esta U, acabá de abrir esos ojotes de por sí desorbitados como de loco de atar, mirá que así las encías no se notan demasiado, mirá que es una U mayúscula casi perfecta, inténtalo y verás que ese hocico de lechón, sucio y todo como lo tenés, sí que puede dar con el propósito, y aunque al respecto no te exijo la perfección, ¡ni más faltaba, tendría yo que estar loca, y loca de remate, y si lo estoy es porque te lo debo exclusivamente a vos!, pues de todas maneras la peor diligencia es la que no se hace, ¡sí!, porque con intentarlo nada se pierde y de pronto algo se gana, así no sea el premio gordo de la Lotería Española, ¡algo es algo, peor es nada!, pensá que de todas maneras más se perdió en el Diluvio Universal, y perdoná que insista, pero, ¿sí ves la U?, es también la misma U de Ushuaia, que, por si no sabías, y no sobra decirlo, está localizada en la propia Argentina, tu avergonzada patria, y que por cierto es la ciudad localizada más al Sur del Sur del planeta, y por otra parte tendrías que ver que Dios propone “ayúdate que yo te ayudaré”!— y por lo tanto, sonreíte aunque sea los sábados, esos horribles días que con los domingos son un solo suplicio, una sola calamidad, pues andás todo el tiempo en casa alborotado como una puta gallina clueca escarbando entre la densa polvareda de esa ratonera que a lo largo de los años armaste con tus archivos de Boca, y como si eso fuera poco es terrible verte husmeando entre las polillas de tus revistas y de tus recortes y removiendo compulsivamente las cucarachas hacinadas en esos periódicos viejos, entre fotos y videos y, cuando no, jodiendo hasta el sol del lunes con tus estadísticas frente a esa computadora que a fuerza del uso, del abuso y del desaseo ya no es más que un homenaje a la negligencia y a la inmundicia—¡y a propósito de porquerías, con las toneladas de toda la basura tuya que hay para recoger en esta vivienda podríamos, por qué no, hasta contribuir a bajar la tasa de desempleo en este agobiado país, mínimo poniéndole al asunto un poco de empeño, más un gerente, un contador, una secretaria, si se quiere incluso una recepcionista y por lo menos tres camiones con sus respectivas brigadas de choferes y operarios!— y claro, porque cuando no andás en esa perniciosa faena, igual en tus días libres estás aquí metido viendo a ver cómo ingeniártelas para pintar también de azul y amarillo hasta la tubería y el cableado de la casa, y por eso los tenés como los tenés así, ¡vueltos una mierda!, por lo mismo las paredes y el techo ya semejan madrigueras, eso sí bien pintaditas de azulito y de amarillito, como no podía ser de otra manera —¡vaya, vaya redundancia la mía!, ¿o redundancia la tuya?— pero también dale gracias a la vida, y aquí no voy a hacerte un símil con la famosa canción aquella de Mercedes Sosa que precisamente lleva por título Gracias a la Vida y sobre la cual, por supuesto, no estoy de ánimo ni de tiempo para entrar en detalles, eso se sobreentiende, además porque tampoco viene al caso, pero baste y sobre con que si antes naciste por la manga de un chaleco, ¡so bastardo!, aquel domingo realmente volviste a nacer, así fuera sólo para desgracia del prójimo, entonces, en contraprestación, ¡sé sensato al menos por una vez en tu gran puta existencia!, recordá que fueron dieciocho los muertos —y aquí mucha atención, porque once de ellos, ¡oh, futbolística casualidad!, once occisos que inclusive alcanzarían para armar el equipo suplente de Boca cuando la línea titular, partida de momias, tampoco dé señales de vida, ¿no te parece que realmente es una coincidencia?, ¡sí!, que once de aquellos muertos, exactamente el sesenta y uno punto once por ciento —¡vuelve y juega el bendito número once!— de las víctimas fatales, ¡casi nada!, ¿verdad?, lo fueron por inducción al suicidio, entre ellos tu mismísimo primo y carnal, tu sempiterno cómplice y tu no sé qué más, tu entrañable Patricio Roberto Domínguez Cipoletti, El Pato, como también fueron cientos de hinchas de ambos lados y de policías los heridos graves en los motines, y muchos de ellos inclusive lisiados o mutilados o confinados en clínicas de reposo, mujeres violadas, así como decenas de chicos inocentes atropellados —¡desde luego, y particularmente en estos casos, como en la guerra o como en las peleas de marido y mujer, son siempre los pibes los mayores sacrificados!— y ni se diga sobre los más de mil arrestos y los arriba de cuarenta comercios circunvecinos arrasados, con sus respecti­vos dueños en la quiebra y con sus respectivas bandadas de empleados a la calle, todo eso y mucho, pero muchísimo más, sin contar, para no extenderme, claro está, con la posterior escalada de divorcios, de hogares rotos, de drogadicción y de delincuencia que siguieron a los disturbios, y entonces, ahora sí, y no necesitás de mucha luz, de mucho entrenamiento, de mucho espacio, ni de mucho tiempo para hacerlo, y hacélo de una buena vez, ¡pero no tardés, hijo de la grandísima perra!, mírate, hacélo por fin ante ese espejo, a solas si te parece mejor, y si te da complejo —espejo con complejo, y hasta me salió en verso— ¡qué importa!, miráte detalladamente y no de soslayo ni con la apatía con que solés hacerlo con tus deberes dentro y fuera de casa, sino observáte bien de frente, sé honesto con vos mismo, como debe ser uno en la vida, gusano inmundo, para que reflexionés, porque, mirándote objetivamente, ese apéndice que tenés por cabeza —esa enorme masa de cebo con orejas que cargás sobre los hombros— hasta ahora no te ha servido sino para atornillarte cada una de las hediondas gorras de la puta colección de tu amado Boca y ni siquiera para peinarte, porque, cómo y qué uso le vas a dar a un bendito peine —¡sí, viéndolo bien!, en tan precarias condiciones capilares, ¿para qué un peine?— si apenas sos un pedazo de alopécico, so gran cabeza-de-huevo-de-avestruz, y es entonces que para cuando tratés de pensar ya no se te hinchen las pelotas ni te salgan ampollas en el trasero, porque a falta de cerebro es adonde verdaderamente fueron a refugiarse —¡por favor, y qué refugio escogieron!— las últimas dos neuronas que sobreviven a tantas estupideces y desventuras tuyas, y también para que dejés ya de mascar ese real, figurado, virtual o imaginario chicle de mierda de tu destino y que a punta de masticarlo, masticarlo, masticarlo, masticarlo y de seguirlo masticando y masticando per sécula seculorum —¡y aquí no confundirás sécula con fécula, que es un hidrato de carbono presente en semillas, tubérculos y raíces, ni tampoco asociarás sécula con Drácula, que era un conde rumano y que pertenece a la leyenda creada por el escritor irlandés Bram Stoker, ni creerás que Drácula se trataba del mismo Dracón, nombre éste que corresponde a un legislador ateniense del siglo Séptimo antes de Cristo, y apuesto a que tampoco nada de esto lo sabías, porque nunca sabes nada de nada que valga la pena, y de paso tampoco vas a relacionar seculorum con Sekularac, quien por casualidad dizque también era una leyenda, mas no como Drácula, sino una leyenda de carne y hueso, y me refiero al tal jugador yugoslavo que, de acuerdo con nuestro siempre arrogante y monotemático vecino Slovodan Marincovic, reinó en el fútbol de los años sesenta y que según se dice fue llamado El Pelé Blanco de la época, y entonces fijáte que no todo en la historia de este deporte de pataduras y de salvajes ha sido la hegemonía de tu amado Maradona!— chicle ése de mierda, te decía, que tan sólo consigue prolongarte indefinidamente el sabor, el olor, la sensación de textura untuosa y en general el gusto y el apego por esa nefasta y tormentosa experiencia amarilla desatada aquel domingo sobre las tribunas tan copiosamente engalanadas de azul, y no obstante todo esto, y ojalá pudieras, ¡gran pegote de mocos!, ¡sí!, reitero, ojalá pudieras por fin reconocerlo expedita, concreta, sucinta, llana, directa, franca, inmediata y objetivamente, porque todo esto es sin engañarse uno, y porque esa cara, o sea esa particular expresión tuya, ¡hijo de un tren cargado con mil putas!, no se mejora así porque sí, con un simple frasquito de enjuague bucal, porque a todas luces esa patología tuya es halitosis del alma y de los sentidos, y por lo tanto es ahora cuando vos mismo deberías responderme de una vez por todas a la simple y elemental pregunta de ¿por qué hasta ahora entre vos y yo han sido tan en vano mi paciencia, mi lealtad, mis mejores intenciones, mi prudencia, mi higiene en el lenguaje, mi parquedad, mi tolerancia, mi abnegación y hasta mi silencio al respecto, y cómo tampoco aquí no funcionan ni siquiera los eufemis...?
—¡Shhhhhh...!
—¡¡¡Goooooooooooooooooooooooooooooooooooooollll..., Booooooooooocaaaaaaaaaaaaaa a aaaabrree la cueeentaaaa, señoooras y señoooreeeesss!!! ¡¡¡Seensacioonaaal, sooberbiooo, geeniiaaaal, espectaaculaaar, increíííiblee el cabezazoooo del colombiianoo Joorge Berrrmúdeeezzz...!!! ¡¡Miiiinutoo siete de la primera parteeee...!!! ¡¡¡Este hombre sí que sabe resolver las situaciones como mandan los cánones de la precisión, porque el llamado Patrón del Área es un veradero fenómeno, todo un genio para definir!!! ¡¡¡Justo, cuando viene el centro calculado del petiso Javier Solano por la izquierda, de manera clara, concisa, expedita, sin pérdida de tiempo, el capitán de Boca, va raudo, directo a su objetivo, compendiado y preciso hacia la pelota, y sin rodeos, sin vacilaciones ni subterfugios, surge por entre el enjambre de adversarios para ejecutar su maniobra de forma concreta, de frente, sin temores, sin dilaciones, sin amagos inútiles, sin hacer una jugada de más, sin ánimo de lucirse en vano, sin vaguedades!!! ¡¡¡Y usted, joven, dama, caballero, también vaya al grano, no le dé más vueltas al asunto, y por eso cuando vaya a regalar, vaya al punto exacto, vaya directo a Punto Blanco, la marca favorita de ropa interior masculina, ahora en sus nuevos y audaces diseños y en sus discretos colores cómplices!!! ¡¡¡Por lo pronto, esto aquí es la locura general, cuando estalla la apoteosis de los papelitos en toda la tribuna!!! ¡¡¡En medio del festejo, esta es una auténtica caldera humana, pero no se acaloreeee, no se compliquee la existencia, seeeeeñoooor, seeeñoooraaaa... Refréésquesee con Coocaa Cooolaaa, la chispa de la vida..!!! ¡¡Sííí, porque después de la tensión dentro y fuera del fútbol, nada mejor que una merecida pausa... una pausa con... Cooocaaaa Coolaaa, la pausa que refresca....!!!
¡Ah, la pausa que refresca, vieja! ¡Imaginándolo despacio y pensándolo a fondo, eso suena como bendito! Pero, ¿y cómo no lo había pensado antes? Escuchá lo que te digo y luego lo comentás. Oílo: La pausa que refresca… ¡Macanudo!, ¿no es cierto? ¡Vení, Juana Cristina, dejá de seguirte paseando y sentáte, pero vení! Justo ahora el turno de escuchar es para vos.
—¡Pero si al lado tuyo no he conocido más que dos verbos: escuchar y callar!
—¿Sí? Igual yo ahora, cuando no he hecho otra cosa que escucharte y que callar. ¡Estamos a mano! No negués, entonces, que esta noche ha sido exactamente a la inversa.
—¡A lo mejor será porque esta misma noche el mundo se va acabar!
—¡Escúchame! Sobre todo porque amo lo que amo, ese imposible que ha sido la paz entre estas cuatro paredes, ahora mismo, pensándolo bien, estoy seguro de que, en últimas, lo nuestro sí tiene solución.
—¿“Solución”, decís?
—Por cierto, una solución pronta, suficiente, feliz...
—¿“Solución pronta”? ¿Y eso qué tánto?
—Bueno, vieja, podríamos empezar a contar los minutos.
—Y eso de “suficiente”, ¿cómo se mide?
—Para eso habría que ingeniarse el aparato, ¿no? Pero ya de eso dará fe la Historia.
—¿Y lo “feliz”? Hombre, eso sí que es bastante relativo, ¿verdad?
—Para poder experimentar el tan discutido concepto de la felicidad, antes que todo vos debés estar en tu santa paz...
—¿Yo? ¿Yo en santa paz? ¿Ah, sí?
—¡Sí, vos, Juana Cristina, vos!
—¿Y por qué yo, viejo?
—¿Cómo que por qué?
—¿Y vos por qué no, Juan Carlos?
—¿Yo?
—¡Sí, vos también debes comprometerte con la paz! ¿O qué? ¿La ley del embudo?
—¡Ah, qué te digo, mujer! Sí, bueno, yo en la mía. En fin, como se te antoje. Pero, la paz. ¡La paz ante todo! ¿Sí?
—¡Ah, bueno, ese es otro cantar! Porque, como la guerra, la paz y el amor se hacen entre dos, ¿no es cierto?
—¡Por lo mismo, querida! La paz, al precio que sea. Pero una paz radical. Ese sería el punto de partida, Juana C. Incluso, ¿por qué no también el de punto de llegada? Y si lo ves de una manera pronta, práctica y eficaz para ambos, creo que ya es tiempo de ponerle fin a nuestras diferencias. Por lo mismo ahora me atrae eso tan simple y a la vez tan profundo de la pausa que refresca.
—¿Será posible que estés hablando tan bien, salvo que yo esté escuchando tan mal?
—¡No, no te equivocás! Quizá te sorprenda o te parezca extravagante. Pero es en este preciso momento cuando vengo a entender y apreciar cómo eso de la pausa que refresca, tal y como suena, encierra como la idea general para resolver nuestro asunto. Inclusive, ¿ y por qué no?, ese podría ser el nombre de un proyecto bien ambicioso. Además, como punto de referencia, como objetivo, me parece algo tan... ¡tan oportuno, tan práctico, tan emotivo y la vez tan racional!
—¿Racional?
—¡Ni te imaginás, Juana C!
—¿Y en eso tan poco encontrás motivo para elucubrar tánto?
—¡Al contrario, eso que considerás tan poco es de lo más elucubrado que hay! Imagináte, ¡si fue inspirado por los creativos del refresco más vendido en el mundo! Por lo mismo, y para el caso nuestro, buscándole el filón al asunto, analizándolo bien, ¡es algo tan atractivo, tan digno de emular, tan imprescindible, y por algo tan famoso y tan aceptado por las últimas generaciones en el mundo: La pausa que refresca!
—¿Y por qué esa idea tan repentina?
—¿Sabés? ¡Ni tan repentina! A lo mejor se me aceleró, precisamente por las circunstancias de esta noche. ¡En fin, son reflexiones, querida, reflexiones de última hora! Pensálo bien: ¡Nunca es tarde...!
—¡Juan Carlos: vos reflexionando a estas alturas de la vida! La verdad, presiento como si el fin del mundo se acercara.
—Ya te digo: Nunca es tarde para mejorar el acontecer. Nuestro acontecer.
—Pero, seria y objetivamente hablando, Juan Carlos Cipoletti, ¿sí creés que sea posible hallarle una solución a lo nuestro, después de tántos años?
—¡Cómo es la vida, mujer!
—¿Cómo?
—¡Tántos años juntos, querida, y yo jamás me había detenido en un asunto aparentemente tan trillado y tan baladí como el que pudiera desprenderse de la pausa que refresca!
—¡Según eso, en la fórmula de la Coca Cola está la fórmula de la felicidad! ¡O la chispa de la vida, qué sé yo!
—¡Obviamente, esto no es para que de ahora en adelante vayás a reventarte a punta de gaseosa! ¡Claro que no! Pero poniéndole a esto un poco de creatividad y otro de riesgo, creo que llevando a la práctica el espíritu de ese mensaje hay posibilidades de alcanzar si no la felicidad, por lo menos la tranquilidad. Lo cual de todas formas sería ganancia. ¡Sí, la pausa que refresca! La verdad, en este preciso instante estoy descubriendo que de algo aparentemente tan simple puede salir algo bien trascendental.
—¿Sí? ¡Pues no le veo la trascendencia!
—¡Por supuesto que sí! Escuchándolo bien, asociándolo a la vida, dura como es, finalmente se le despiertan a uno los ímpetus como de una pausa de vida que verdaderamente lo refresque y que además sea definitiva. Después de tántos avatares, de tántas afugias, ahora mismo esto es, ¡qué te digo!, como un impulso —desaforado, loco, efervescente, indefinible, no sé— un algo por hallar un remanso de paz, un estado de plenitud... ¡Y no es para encontrarlo el otro mes, ni para el año entrante!
—¿Y entonces cuándo?
—¡Esta misma noche!, ¿por qué no? ¡Ya mismo, si querés!
—¿Y ahora qué proponés?
—Vamos por partes. Aunque pese a todo ahora mismo me siento ya bastante sosegado, de todas formas percibo algo así como la presión interior, como la urgencia de una brisa nueva, como la necesidad de una especie de... ¡eso, eso!
—¿Eso qué?
—¡Eso! ¿Habés visto, vieja, aquellos comerciales medio surrealistas de unas pastillas mentoladas, que al probarlas de súbito te agarra un viento fuertemente relajante, fresco, acariciador, que te abraza y te cambia la existencia y te transporta como a otra dimensión? ¡Bárbaro, esta percepción es algo semejante! Sí, porque esto que intuyo y que me arrebata, es finalmente como la premura por un segundo aire en la vida, como...
—¡Che, sigo sin entender! ¿Como qué?
—¡Bueno, como un relámpago, algo así, algo repentino! Mujer: Así como es difícil de entenderlo, tampoco es fácil definirlo. Diciéndolo de otra manera, esto que aquí y ahora me acontece es, ¿cómo trato de explicártelo?, como la certidumbre o la inminencia de poder cerrar los ojos y flotar entre las nubes...
—¡Nefelibata!
—¿Eufe...libata?
—¡Con razón, viejo, definitivamente, vos sí nunca bajaste de ser un nefelibata!
—¿Y ahora de qué me acusás?
—¡De nada, simplemente que sos el clásico nefelibata!
—Mujer, ¿otra vez con tus palabras de crucigrama?
—A ver...
—¿A ver, qué?
—¡Un momento, hombre insensato...!
—¿Qué buscás?
—Mis gafas.
—Ahí, a tu izquierda.
—¿Dónde?
—Sobre la mesita del centro.
—Ya...
—¿Y ahora qué?
—¿Qué de qué? ¡Esperáte, che, y no acosés!
—¿Otra vez el directorio, mujer?
—¡El diccionario!
—¡Eso, el diccionario!
—Sí. Para matarte la duda.
—Sin duda, hoy no tengo ninguna duda.
—Página... página...
—¡Leé, querida, leé!
—¡Ya te dije, no acosés! Página, página...
—¡Dale, Juana C, dale!
—Página, página... ¡Sí, aquí, aquí... 1432!
—¡Pero leé, que me estás impacientando!
—Y textualmente.
—¡Ajá!
—Y después me lo negás, che, ¿sí?
—¡Ajá, sí!
—Oílo bien, oí, querido.
—Te escucho.
—“Nefelibata: ...”
—¿Nefe... qué?
—“Nefelibata: Dícho de una persona: Soñadora, que anda por las nubes”.
—No conocía esa palabra. Pero, Juana Cristina, ¿quién no lo ha sido alguna vez en la vida?
—¡Ah, no, yo no!
—¡Ah!, ¿sí? ¿Lo jurás?
—Mmm..., che. ¡Miento, sí: antes de casarme!
—Y mientras salimos de la página 1432, insisto, entre otras cosas, Juana Cristina, esto que hoy me ocurre es al mismo tiempo como el ansia por recuperar la esperanza de volver a sonreír, como la gana de volver por fin a respirar el oxígeno agotado dentro del espacio perdido, como imaginarse uno caminando en la ingravidez, como estar dispuesto a no volver la vista atrás...
—¡Delirios! ¡Sí, estás delirando! ¿No tenés fiebre? ¿O será talvez que vas a levitar? ¡Qué barbaridad! ¡Entonces, levitá!
—¡Va en serio, Juana C, son tántas sensaciones en una sola! Presiento que esto, en este instante, es como volver a soñar con despertarse para contemplar el cielo limpio y poder disfrutar de un silencio único, estable, infinito... ¡Qué sé yo, como el ansia por un nuevo amanecer, como de ingresar en una Nueva Era, pero así, con mayúsculas!
—¡Valiente gracia, hombre! Entre venderle el alma a esos iluminados de la Nueva Era, que son toda una caterva de explotadores, y entregarla a tu adorado Boca, mejor cancelá tus propósitos de enmienda y más bien seguí viviendo la vida en azul y amarillo. ¿Te imaginás ese coctel molotov en tus neuronas?
—¡No, mujer, no he terminado!
—¡De Guatemala a Guatepeor!
—¡Por favor, Juana C, ahora mismo tendrías que estar en mis zapatos!
—¡O en tus gran cochinos botines de fútbol!
—¡O si querés en estas pantuflas, vieja, da igual! Pero sólo así comprenderías que esta súbita sensación de cambio que ahora mismo me invade, me domina, me arrastra, es una fuerza alucinante, una emoción presurosa, sobrecogedora, que me seduce, que me induce a comenzar de cero la vida... ¡No sé!
—¡Yo sí sé qué es mucho más sobrecogedor que eso!
—¿Cómo qué, vieja?
—¿Cómo qué? Pues, como verte cruzados los cables de la razón y saberlos a punto de un cortocircuito. ¡Eso sí conmueve a cualquiera!
—Querida, todavía no alcanzás a comprender bien la verdadera dimensión de todo esto. Lo que sobre todo estoy experimentando en este trance es como cierta propensión o cierta tendencia a ver o a estar en algo así como frente a un camposanto, pero al mismo tiempo como en una circunstancia feliz, imperturbable, permanente, definitiva...! ¿Seguro, no te conmueve para nada la fuerza de ese mensaje? ¡Ah, la pausa que refresca!
—¡La verdad, nada! Es simplemente como oír llover cuando llueve a cántaros. ¿La pausa que refresca? ¡No, hombre, pero si es un eslogan más! Francamente, no le veo ningún sentido.
—¡Yo sí, y no sé por qué fue apenas esta noche!
—¡Y mucho menos lo sabré yo, che!
—O talvez esto lo tenía guardado en mi subconsciente. A lo mejor se trata de un mensaje subliminal que a fuerza de repetirse y repetirse a lo largo de los años, está por cumplir su cometido. Desde luego, esta motivación debió haber ocurrido desde hace mucho tiempo atrás.
—Ahora no vas a confundir lo obvio con lo factible.
—No, Juana C, pero pensándolo con cabeza fría, sí creo que nos habríamos evitado un millón de contratiempos, de malos entendidos, de involucrar a más familia... Precisamente en aras de eso, que para la posteridad bien podría llamarse la pausa que refresca, voy a rogarte un grandísimo favor.
—¿Ah, sí? ¡Tu cojín favorito, la bandera, la trompeta, la gorra, el silbato, la camiseta, el bombo, otro mate bien calentito...! ¿Más? ¿Y ahora qué pretendés?
—Para poder continuar, Juana C, te aseguro que esta será la última vez que te exaltás. ¡La última! Es más: En garantía, voy a marcarlo aquí en el almanaque.
—¡Entonces, que sea diciendo y haciendo!
—Diciendo y haciendo, esto va siendo. ¿Un bolígrafo?
—Ahí, sobre la mesita del teléfono.
—¿A cómo estamos hoy, mujer?
—A Octubre 13. Viernes.

—¿Segura?
—¡Claro, si ayer fue jueves 12, el cumpleaños de mamá!
—Todo esto, poné atención, Juana C, es para que después no se diga que esta fecha no quedó debidamente escrita.
—Inclusive, y aunque no lo queramos, no lo sepamos o tampoco lo hagamos de nuestro puño y letra, lo escrito, escrito está.
—¡Diste en el clavo! Y si vas a hacerme el favor que voy a pedirte —o si vamos a hacernos ese gran favor— primero que todo o antes que nada, Juana Cristina, superá el enojo. Calmáte. Sobre todo, cambiá cierta expresión ceñuda y áspera que tenés. O como vos misma decías hace media hora: ¡Esa cara de tener mal aliento!
—S-ssí... Trataré. ¡Y vos también poné de tu parte y dejá finalmente de mirarme con esa mirada!
—¿No creés que ya es suficiente tiempo en éstas? ¡Fijáte que ahora me estás reclamando también por la forma de mirarte!
—¡Por supuesto, che, y de qué singular manera!
—Ahora me pregunto, Juana Cristina: ¿Para qué y hasta cuándo seguir peleándonos como gatos y perros? Me desgasto, te desgastás, desgastamos a otros, nos hacemos la vida cada vez más imposible... En fin, todo cuanto dijiste hace un rato... Sí, lo reconozco. En eso hay verdades. ¿O querés que te lo implore?
—¿Sabés? No es necesario que me implorés nada.
—¿Y entonces, Juana C?
—No. Más bien espero que al fin, después de tántos años, por fin te reencontrés con vos mismo, podás reconocer ciertas cosas tuyas tal como son, le bajés el tono, la manera y el alcance a tus exigencias y sobre todo hagás el deber de mejorar ciertos rasgos de tu carácter. No espero de vos todo un acto de contrición, pero, viejo, ¡si la paz no tiene precio!
—¡Hoy es lindo, mujer! Sobre todo, mirá que es la primera vez que hablamos sobre buscar una solución acorde con ciertos problemas de esta casa. Si lo analizás con detenimiento, exclusivamente la paz, exclusivamente el dinero, exclusivamente el amor ni exclusivamente nada en la vida traen exclusivamente la felicidad, pero al menos sí le abren la puerta, le dan una chance...
—¡Hombre, es así como debiste haber pensado desde hace mucho, pero mucho rato! Sin embargo, ¿por qué tardaste tánto en reaccionar? Sí, bueno, después de todo, eso no debería preguntártelo, pero, ¡de veras, nos habríamos ahorrado todos los problemas del mundo! Ya por lo menos me decís que estás empezando a vislumbrar un nuevo horizonte, una luz, un cambio decisivo. ¡Ojalá y te durara este empeño! Mirá que todo en la vida es cuestión de hacerse propósitos y de fijarse plazos, ¿verdad?
—¡Juana C, diste en el punto verdaderamente clave: cuestión de propósitos y de plazos!
—Ya que lo decís, esos dos asuntos van de la mano. Querido, porque un propósito sin plazo es como un cheque sin fondos.
—Siendo así, mujer, hacéme el favor que voy a pedirte, y lo juro que no volverás a quejarte de mí nunca más.
—¿Y a la larga, ese nunca no es otra de tus manidas promesas?
—¡No es a la larga, Juana Cristina, es a la corta, y si querés, a la cortísima! Y así como lo oís: ¡nunca más voy a darte motivo de queja alguna! Ni grande ni pequeña.
—Pero, nunca es lo que habés dicho siempre.
—¡Sí, pero hoy más que nunca, ese nunca va a ser como debe ser! Para siempre.
—¿Y cómo creés que debe ser?
—En este estricto sentido, como una tregua feliz y definitiva. Ahora trato de asimilarlo como a un nuevo despertar dentro de un estado inalterable de cosas. Si lo analizás bien, hasta cierto punto siempre y nunca son palabras hasta similares. Son como hermanastras.
—Juanca, ¡si todo esto que prometés se cumpliera...!
—¡Que se cumple, se cumple!
—...y condujera a que en esta casa por fin reine la paz, pues...
—¿Pues, qué, vieja?
—Pues...
—¡Decílo, mujer, atrévete a decirlo!
—Pues, sí...
—¿Sí qué? ¡Hablá, hablá, no te quedés ahí!
—Pues sí, viejo, yo también haría hasta lo imposible por alcanzar ese objetivo común. ¡Sí, la paz, una paz duradera!
—¡La paz, la paz, la paz! Y no una paz duradera, sino definitiva. Eso me suena mejor. ¿De veras, mujer, tánta disposición tenés?
—Sí. Y a propósito de todo esto, Juanca, así como ahora mismo quisiera estar segura de que durante todos estos años me dijiste todo lo que no querías decirme, también quiero estar arrepentida porque yo tampoco hubiera querido decirte todo lo que te dije esta noche.
—Precisamente, gracias a la forma como ya decís lo que me decís, mirá cuántos motivos más tengo aún para decirte lo que ahora estoy diciéndote. ¿Te das cuenta?
—¿De qué, viejo?
—¡Pues, mujer, de la importancia de la reciprocidad que debe reinar entre nosotros! Porque así, yéndonos por el camino de las buenas, ya sea corto como de aquí al cuarto de ropas o ya sea largo como de aquí hasta la Eternidad, lo que verdaderamente cuenta esta noche es poder coincidir hasta cuando la muerte nos separe.
—¡Y no lo digo porque así lo hubiera dicho el sacerdote cuando nos casó! ¿No lo creés así?
—Bueno, y así como saber que me llamo Juan Carlos Cipoletti Giménez, te aseguro, por ejemplo, que desde mañana sábado ya no tendrás más que madrugar a preparar el desayuno.
—Che, ¿y quién me lo garantiza?
—Los hechos. Los hechos mismos. Esto es con resultados a la vista. Así que, desde muy temprano, estarás absolutamente quieta. Ya te veo reposando lo que no has reposado nunca.
—¡No, utopías no! Eso sería tanto como imaginarme que esta noche te acostás como fana de Boca y que desde mañana a las seis, con el timbre del despertador, amanecerás hincha de River.
—¡Esa sí es una tremenda utopía, vieja! Esto no. Por ejemplo, mañana mismo, a la hora del desayuno, vas a estar tranquilamente acostada y no moverás ni un solo dedo. De eso no cabe la menor duda.
—¡Sí, pero de ese talante fueron casi todas tus promesas de novio!
—No, hoy es igual, pero a la vez distinto. ¡Yo sé cómo te lo digo! Terminá el mate, ¿sí? Y ahora, sin hacer ruido, y como dicen por ahí, ¡luces, cámara..., acción!
—¡Bueno, don Francis Ford Coppola, que así sea! Bien me conocés: por las malas no voy a ninguna parte. ¡Ni al Cielo!
—¡Quince años son quince años, mujer! De hecho, sé muy bien que por las buenas...
—¡Ajá! ¡Voy hasta el Infierno si es necesario!
—¿Y no vas a terminar el mate?
— No. Mirá que se enfrió. Gracias. Pero sobre todo, más te agradeceré que dejés por fin de mirarme como me habés estado mirando con ciertos ojos toda la noche.
—¿Y cómo?
—¡Como si yo fuera un ser que pertenece más al otro mundo que a este! Además, por mucho que trato de entender tu propósito y tu entusiasmo por cambiar radicalmente las cosas, no logro descifrar ese brillo tan extraño en las pupilas.
—¡Bah! Será por la importancia de la ocasión. Esto no tiene segunda vez.
—¡Es que ni parpadeás!
—Natural, Juana C. ¡Te miro nomás!
—¿Y eso es mirarme natural?
—Naturalmente.
—¡Muy en serio! Antes que mirarme, más bien parece que me sentenciaras. Y para colmo, me inquieta mucho eso de la...
—¿De la pausa que refresca?
—No. Eso de la Nueva Era.
—¿Sabés una cosa, querida?
—¿Sí?
—Cuando te dije Nueva Era, con mayúsculas, era sólo para resaltar la importancia histórica de este corte de cuentas en nuestra vida de pareja. ¡Claro que las cosas importantes siempre van con mayúsculas!
—¡Dios te oiga!
—¿Sí me oirá, mujer?
—¡Nada se pierde con desearlo! Y en cambio sí ayuda emocional y sicológicamente a que de aquí en adelante esta realidad cambie y se ajuste en todo su rigor a tus nuevos propósitos. ¡Como esa misma paz que decís proponerte desde esta misma noche!
—¡La verdad, Dios también te oiga, Juana Cristina, pero bajá la voz! Por lo demás, olvidáte de la existencia de cualquier vínculo místico o de algo que se te parezca. Mejor pensá en eso de la pausa que refresca. ¡Ponéle un poco de filosofía y verás que es bien tonificante!
—¡Hombre, trato de entenderlo! Pero, aún así, la sola denominación de la Nueva Era, aunque fuera con minúsculas, me produce cierto escalofrío. Suena como apocalíptica. Mirá: se me eriza la piel.
—Vieja, ¿o no será que vos andás tan susceptible sobre todo porque hoy es día 13?
—¡De veras, no había caído en cuenta!
—¡Mujer, y para más señas, Viernes 13!
—¡Viéndolo bien, la verdad, sí!
—¡Viernes y 13, sí señora...!
—Por cierto, Juanca, para mí el 13 fue siempre un número impredecible. No sé por qué.
—“¡Sooorpreeesas te da la vida, la vida te da soorpreeesas!”. ¿Te acordás, Juana C?
—¡Claro: Willy Colón!
—¡Ajá! Lo bailábamos de novios.
—Fijáte, che: Con todo y lo que ha pasado entre nosotros, finalmente no guardo rencores. Y como no todos los seres humanos somos iguales, yo sé que a vos, como típico Escorpión, te cuesta un poco más de la cuenta hacer lo mismo.
—¡Temperamentos, Juana Cristina, temperamentos!
—En cambio a las del signo Libra nos caracteriza que cuando explotamos, sí que explotamos, pero con una ventaja: que al liberar todas las cargas negativas, volvemos a ser ecuánimes y tolerantes como nadie. Incluso, a veces somos demasiado crédulas y hasta tontas.
—En fin, con lo que espero de esta noche, vieja, puedo asegurarte que la de hoy fue tu última explosión. ¡La última!
—Tus buenas razones tendrás para saberlo, ¿no es cierto?
—¡Y no te equivocás ni en una coma, Juana Cristina!
—Y sobre todo cuando me decís que ya no tendré más de tus motivos.
—En verdad, vieja, hoy más que nunca he tenido más motivos para que ya no tengás más motivos míos. ¡Jamás de los jamases!
—¡Santo Dios! Entonces, Juanca, que sea éste un buen motivo para celebrar!
—A propósito, y si apenas fue sólo por ofrecérmela, ya no importa, mujer, pero esta ocasión merece la botella del amarillo de blue label. Además, para cerrar con broche de oro, ¡creo que hoy Boca saca los tres puntos!
—Con todo y a pesar de Boca, dejemos que así sea. Y como de costumbre, la celebración te la dejo a vos. Además, tengo que estar de pie muy temprano...
—Pero, querida: Te repito que esta vez no vas a tener que adelantarte al Sol. Ya te dije: Cuando amanezca el día, no moverás ni un solo dedo. ¡Ni el meñique! Créeme: ¡Esto, sobre todo, es ahora o nunca!
—Por ahora me imagino que tu celebración será necesariamente al cabo del juego.
—Si me atengo a lo que habés dicho esta noche, ya no quiero más festejos adelantados. Porque esto de ponerse uno a celebrar es, sobre todo, ¡con los resultados en la mano!
—Y ahora, también como siempre y después de todo lo que sucede, no importa qué ni cómo, ya podrás darte cuenta que por sobre todo soy toda oídos.
—¡Ni más faltaba, por supuesto que te creo!
—Todo gracias a que las de Libra somos de las más intuitivas del zodiaco, sobre todo ahora voy a hacer una excepción. Y es porque a pesar de la manera de tu mirada, que no deja de inquietarme —y además ha pasado mucho tiempo sin que me miraras de ninguna forma, aparentemente porque yo era invisible para vos— esta noche por fin quiero volver a creerte. Y no únicamente por la llegada de cierta paz, la nuestra, sino a partir de ella también por la convivencia de toda la familia. ¿Y por qué no hasta hacer las paces con el mismo vecindario?
—¿De veras, estás dimensionando la verdadera importancia de esa paz que necesitamos? ¿Sí te parece, Juana C?
—Sí. En realidad, ya va siendo hora.
—Ya va siendo hora..., ¡macanudo, querida!
—¡De veras, Juan Carlos! Ya no le demos más largas a este asunto.
—¡Bárbaro! Pero si vos misma lo estás diciendo: ‘Ya no le demos más largas a este asunto’. En consecuencia —y al respecto no vas a preguntarme nada de nada en este preciso instante, ni vamos a discutirlo porque se despertarían los vecinos— necesito por sobre todo que vos, muy diligente y muy discretamente, me hagás cierto favor...
—¿Favor? ¿Cuál?
—¡Querida!, ¿pusiste atención a lo que acabo de pedirte cuando te dije “y no vas a preguntarme nada de nada”?
—¡Ah, sí, sí, por supuesto!
—Entonces, ese habrá sido, y para llamarlo de alguna manera, un penúltimo favor, ¿estamos?
—¡Estamos!
—Así que el último, verdadero y definitivo favor que ahora te pido en aras de esta Nueva Era cuyo sentido está suficientemente explícito —entonces no temás— y de la pausa que refresca —tampoco vas a reírte— consiste en que vayás ahora mismo hasta el cuarto de atrás y saqués toda, pero absolutamente toda la ropa que haya en la lavadora.
—¿La lavadora, decís?
—¡Tal como lo oíste, Juana C! Pero dejále el agua como está, justo en el tope. ¡No quiero que la desocupés!
—¿Al tope? ¿Y eso a qué viene?
—Que viene, viene.
—¿Y a estas horas?
—¡Qué carajos importa la hora, mujer! Digamos que la ropa sucia se lava en casa.
—Eso lo entiendo. Pero, ¿por qué a estas horas de la noche?
—¡Bajá la voz!, ¿querés?
—¡No, no la quiero bajar!
—Sobre todo, insisto, Juana C, quedamos en que no habría preguntas ni discusiones al respecto y que por sobre todo eras sólo oídos, ¿sí?
—Bien, sigo siendo sólo oídos. Hasta ahí vamos bien, che. Pero lo que no entiendo...
—Ya lo entenderás, mujer. ¡Ah, y aseguráte que todas las ventanas estén bien cerradas! De veras, no sea que se despierte el vecindario y no quiero problemas con la policía. Vos sabes...
—¿Sí? ¡Vaya contradicción la tuya! ¡Que no se despierte el vecindario, pero al mismo tiempo le subís todo el volumen al equipo de sonido y a la tele? ¿Ah?
—¡Shhhh! Sin gritar, ¿sí?.¡Recordá, mujer, que si verdaderamente sos sólo oídos, ya no hay pregunta ni pero que valgan!
—¡Un momento, pero antes explicáme...!
—¡No, no hay más explicaciones!
—Esto ya no me está gustando.
—¡Más bien, vamos, mujer, deprisa, andando, para el patio de ropas!
—¿Y eso?
—Te he dicho mil veces que no preguntes más.
—¿Al patio de ropas a estas horas de la noche?
—¡Ajá!.
—¿Y eso a qué?
—Reitero: prometiste que no ibas a hacer más preguntas.
—¡No me vas a salir ahora con que voy a ponerme a lavar tu cochina camiseta de Boca!
—No te preocupés. En lo sucesivo lo haré yo.
—¡Ojalá, pero no es como para que me empujés de esa manera, ni para que te pongás así de agresivo! ¿O acaso qué me habías prometido hace un rato?
—¡Esto es ahora o nunca!
—¿Y ahora es qué?
—¡Shhh, ahora es ahora! Las once y media de la noche.
—¿Y entonces qué se supone que debo hacer a las once y media de la noche?
—Pasar allá. ¡Pasá nomás, pasá!, ¿querés?
—¿Y si no?
—¡No me hagás usar la fuerza! ¡Pasá, te dije!
—¿De veras? ¡Cómo así que pasá!
—¡Shhhh! ¡Y ahora, ahora mismo, meté ahí la cabeza!
—¡Qué estás diciendo, gran pelotudo!
—¡Eso mismo!
—¡Atorrante! ¿Qué mi cabeza en la lavad...? ¿Es un chiste?
—No estoy para bromas.
—¿Y por qué no la cabeza tuya?
—¡Ah, no, primero las damas!
—¡Más bien ensayá vos y de paso te lavás las cucarachas del cerebro!
—¡Te dije que metieras la cabeza!,
—Pero, ¿insistís en bromear?
—¡Metéla, te digo que la metás!
—Pero, che, acaso qué te proponés hacer conmig...?
—¡Pero… nada, mujer de los demonios!
—¿Cómo que nad..?
—¡Sos sólo oídos!, ¿verdad?
—¡Qué oídos ni qué carajo! ¿Te estás vol-volviendo loc...?
—¡Descubrís el agua tibia! ¡Si loco me volviste hace mucho tiempo con tus sermones!
—Pues, ¡loco de mierd…!
—¡De mierda y todo lo que se te antoje, pero de vez en cuando a los locos hay que creerles! Nunca se sabe…
—¿Creerles? ¿Cómo a tus malditas promesas?
—¿Y acaso no te prometí que, por fin, desde mañana mismo no ibas a volver a mover ni un dedo? ¿No era eso lo que estabas buscando?
—¡Dijimos: la paz!, ¿no?
—¡Eso mismo, vieja: la paz!
—¿Y aún tenés el descaro de hablar de paz?
—¡Y para siempre!
—¡Sí, pero no a costillas mías! ¡Esa no fue la promesa!
—¡Ah, y de qué manera voy a cumplírtela! ¡Así que vamos, pero hasta el fondo...!
—¡Solt...! ¡Soltáme, que me hacés daño, gran cret...!
—¡Shhhht...!
—¡Gran cretino, cobarde! ¡Asesinooooo!
—¡Shttt! ¡Calláte! ¡Que te callés o te callo, vieja atorrante!
—Pero, ¿cómo así que sos capaz de ahog...? ¡Hijo de put...!
—¡Shhhhtt!
—¡Auxil...!
—¡Shhhhhhhhtttt!
—Augg...!
—¡Shhhttttttttt!
—¡A...!
—¡Shhhhhhhhhhhtttt!
—...
—¡Palermo, Palermo, Palermo...! ¡Atención, amigos de la audiencia, se viene el goleador Palermo, tiene el campo a su mandar, nadie a la vista, libre, solito, momento único, culminante, Martín Palermo tiene todo a su favor, va a definir, se levanta la tribuna, contundente, inatajable, el matador prepara la estocada..!. ¡Ahí viene el verdugo...! El arquero está solo contra el mundo... ¡Nada que hacer, señores! ¡Y gol! ¡Goooooooooooool de Boca, señores! ¡Gooooooooooool! ¡Es la venganza del matador! ¡Y ahora se desata una tempestad de miles de papelitos que cubren el firmamento en la noche boquense! ¡Gooooooooooooool...! ¡Increíble cómo cambia la vida en un instante, en un suspiro...! ¡Ah, pero es viernes 13, amigos! ¡Goooooooooool! ¡Gooooool de Bocaaaaa!
—¡Goool! ¡Goooool!, ¡Goooooooool! ¡Goooooooooooooooooooool!...