miércoles, 19 de diciembre de 2007

Reloj, no marques las horas

¿Qué tan particular relación podría haber entre la desvelada práctica del amor furtivo y el adormecido quehacer de tantos despachos judiciales en urbes con tan promovido espíritu librepensador y modernista como Bogotá, Cali o Medellín? A golpe de vista, ninguno…

En verdad, y además suficientemente documentada, la respuesta subyace entre centenares de expedientes radicados por colectivos ciudadanos y por defensores de un adecuado desarrollo urbano, que claman contra la incontenible proliferación de sitios para el ejercicio del amor a hurtadillas.

Mientras la demanda del servicio se propaga a velocidades epidémicas, voces contrarias y estadísticas sostienen que la existencia de escenarios para tales fines no sólo estigmatiza a las comunidades del entorno y frustra el normal crecimiento de la ciudad, sino que desmejora de modo traumático los valores estéticos y comerciales del respectivo sector.

A manera de ejemplo, aquí no se requiere de mayor explicitud para significar la connotación que entraña el sólo pronunciar el mítico nombre de Venecia. Sin embargo, La Reina del Adriático, la histórica potencia naval de Véneto, la eterna la capital del romance y otros superlativos de calibre semejante, es, para el común en Bogotá, la bochornosa fama de un amplio sector del mismo nombre al sur de la capital, constituido en La Meca del amor por horas, gracias a la multiplicación de inmuebles destinados allí para dichos menesteres.

Convertido en un polvorín de los más enconados argumentos y los más exorbitantes intereses económicos, es así como todo un esquema de ciudad y un concepto de vida se debaten hoy contra el desafío que plantea el amor a destajo, que duerme a la sombra de una todopoderosa industria especializada en motivar y sofisticar al máximo el ámbito erótico.

Ahora, si de puertas para fuera el tema resulta afrentoso para el grueso de la comunidad, también de puertas hacia adentro abundan íntimos y minuciosos motivos para enfrentar la controvertida causa. Es entonces cuando se ponen las cartas sobre la mesa —en este caso sobre la mesa de noche— acerca de otro flagelo, este sí vedado a la luz de la primera hasta la última plana del acontecer noticioso.

Se trata, en efecto, de la hegemonía que ostentan ciertos séquitos de motel, pensión, residencia, amoblado y demás refugios de suerte tradicionalmente proscrita. Con el agravante de la frecuencia cada vez mayor, aquí la especialidad de la casa pareciera ser el perentorio desalojo de sus huéspedes, sin contemplar si éstos alcanzan a cumplir con su tan denodado propósito, eventualidad que por su índole todavía vergonzante está muy lejos de alcanzar solución judicial alguna.

País de leyes y de leguleyos, sorprende, sin embargo, que entre la población de usuarios damnificados no haya surgido aún el infaltable tinterillo que, lupa en mano, se tome el trabajo de alegar preceptos de la Constitución, así sea a partir de la invocación literal de la misma: “Todas las personas nacen libres e iguales ante la Ley (…) y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin discriminación por razones de sexo, raza (…)”, Artículo 13; “Todas las personas tienen derecho a su intimidad (...)”, Artículo 15; “Se garantiza la libertad de conciencia (…), Artículo 18; “La paz es un derecho y un deber...”, Artículo 22; “(...) Nadie puede ser molestado (…)”, Artículo 28; “La Ley organizará el cuerpo de Policía (…) cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas (…)”, Artículo 218, etc..

Descartada eventualmente una alternativa de importancia constitucional, cabe preguntarse, entonces, si lo gay pudo por fin salir del clóset —ya por motivos claustrofóbicos, ya porque faltaba espacio para albergar a tanto mendicante del reconocimiento social y legal a la diferencia de género— , ¿por qué entonces los heterosexuales, que son la fuente económica del negocio del amor a cronómetro, deben permanecer conminados a tan incómoda trinchera por cuenta de escuderos y lacayos del servicio?

Aún en muchos casos se trate de la letra muerta de la Ley, es evidente que contra las arbitrariedades del boticario, el odontólogo, el prestamista, el arrendatario, el profesor, el taxista, el abogado, el juez o el policía, siempre habrá literatura en los códigos. Sin embargo, a los encargados de aplicarle a su acomodo el taxímetro al amor, ¿quién o cómo se los enfrenta, y sobre todo cuando la contraparte gobierna desde el imperio de las tinieblas?

Ya con tres años sin verle el aspecto al sol por razones de su noctámbula rutina, Ferney de Jesús Balanta, asistente de Los Cristales Dorados, en las afueras de Cali, no repara en identificarse ni en mencionar la razón social de su patrono: “¿Y por qué habría de hacerlo, si este es un trabajo y un negocio lícito? Aquí sólo cumplimos órdenes. Y así como a los inquilinos se les vencen los treinta días, en este negocio a los huéspedes también se les vencen las horas. ¿No operan también de esta manera los parqueaderos y los salones de fiesta? ¡Desde luego que nadie regala nada, y mucho menos en estas épocas de recesión!”.

Según Luz Floralba de Benítez, 33, administradora de Campoamor, en sigilosas inmediaciones de Armenia, “la naturaleza y la filosofía de este renglón todavía tabú de la economía y de la vida moderna, son las mismas de los hoteles de cinco estrellas, toda vez que en éstos últimos también prevalece el reloj al instante de pagar la cuenta. ¿O acaso allí, después de cierta hora o fracción, no se causa todo un día adicional? Cosa bien distinta —por obvias y humanas circunstancias— es que aquí generalmente el tiempo transcurre en un santiamén. ¡De veras, toda felicidad es efímera!”.

A su vez, Javier Arana, de 29 años, empleado en Bogotá de un hospedaje por horas, actividad que alterna con los estudios de informática por correspondencia, afirma: “Así sea para menesteres privados, este es un servicio tan público como los teléfonos de moneda: Hay derechos, pero también deberes hacia los demás. Y aunque resulta comprensible que muchos vengan aquí dispuestos a pasarlo como en Las Mil y una Noches, por otra parte es justo reconocer también que quince mil devaluados pesos —menos de cinco dólares— son apenas la tarifa de dos horas. Con semejante idealismo, yo, en mi particular caso, también quisiera poder graduarme con honores en Harvard y ser el presidente mundial de la Cadena Sheraton”.

Para John Jairo Ardila Buenahora, 38, administrador de empresas y no por casualidad propietario de Buenahora´s Club, al sur de Bogotá, la actual encrucijada del país no ha tenido aún el mayor impacto en el sector: “Eso prueba en cierta forma nuestra fortaleza y nuestro good will”. A este propósito, da cuenta de una franja en vías de extinción que ahora ingresa a la demanda: “A ella pertenecen los antes privilegiados con apartamento de soltero. También para ellos tenemos una opción módica y sobre todo confiable: ¡La escapadita!”.

Desde el anonimato interpela su colega Ramiro V., de 47 años: “¿Qué sería de tántos hombres y mujeres sin nuestro aporte —aparentemente invisible— pero que en verdad cumple una labor social generando empleo y prestando un servicio también social? Si bien esto no justifica el maltrato de algunos establecimientos, el no hacer concesiones de tiempo a los huéspedes no tiene por qué estigmatizarnos, pues son gajes mismos del ramo. Por cierto, y aún con la actual recesión económica, ¡resulta increíble!, pero a veces no hay cama para tánta gente, que hoy puede privarse de muchas cosas, menos del amor. Inclusive, tampoco de la rumba, que muchas veces va de la mano y que termina aquí”.

“¡Qué pecao!”, exclama en voz baja Gertrudis viuda de Marín, 56, natural de Heliconia (Antioquia) y experta en la insomne faena de cambiar, lavar y planchar tendidos de cama, mientras los orea con esmero en la terraza de un concurrido hostal en la llamada Zona Bananera en el corazón de Bogotá: “Aquí es común ver a las parejitas salir disparadas hacia la calle, aturdidas y descompuestas, después de que el acomodador de turno ha recorrido como todo un carcelero los pasillos, golpeando puertas a lo loco para que devuelvan la habitación”.

“Por un lado —afirma con un sigilo no exento de buen humor— hay que verles las caras en la antesala, ciertos viernes o días de pago salarial. ¡Pobrecitos! Rodeados de prójimo, sus expresiones son igualitas a las de aquellos hombres y mujeres recién capturados que salen en la televisión: ¡Claro, las del pecao, que acobarda! Incluso, hasta indulgencias ganarán con su pregunta del millón: ‘¿A qué horas habrá un bendito cuarto disponible?’ Pero, en justicia, hay también que ponerse en la piel de quienes se ven a gatas al tener que entregar apresuradamente la habitación. A la larga, no importa de qué el lado de la cerradura estén, pues siempre habrá peros. Aquellos que hacen la antesala, porque ‘pero, ¿cuándo será ese cuándo?’, y los otros, allá adentro, acosados, porque “pero, ¿de veras ya es hora irnos?’”.

“La gente ha dado en olvidar que el tiempo es oro”, tercia un vocero de Acuario & Venus, al occidente de Bogotá. “Y contra lo que suele decirse con cierta sorna, nuestra materia prima no es propiamente el sudor del prójimo —porque en esencia este es un autoservicio— sino el valor del tiempo. Con la discreción del caso, eso es fundamentalmente lo que administramos: el reloj”.

Asesor contable de varios hospedajes, Carlos Mario Saldarriaga, de Medellín, 41, dilucida la cuestión al punzante estilo paisa: “El asunto —para que lo entienda mejor cierta clase de huéspedes— es tan sencillo como ir de gran casino: Si es usted un experto ganador y todo un caballero, entonces demuéstrelo jugando bien, con eficiencia. Y por si una mala noche, que la tiene cualquiera, disponga asimismo de los recursos suficientes: Llamémoslo dinero o viagra. Lo cual, por supuesto, no siempre le garantiza quedar como un rey. Pero al menos puede quedarse más tiempo en el juego. De lo contrario, y en últimas, existe otra forma práctica de matar la gana: ¿No hay, de veras, unas fichas, aunque sea incompletas, de dominó en su casa, para que juegue con su esposa?”.

Dentro de tan enconada circunstancia entre ciertos huéspedes y ciertas servidumbres, bien podría visualizarse una situación de pareja cuando el acomodador golpea perentoriamente a la puerta de la habitación. Justo, entonces, en la ansiedad de las sábanas puede estar sonando en la memoria ese tictac musical con su idílico clamor de madrugada: “Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer...”.

Tan energúmeno como atribulado, y generalmente sin llegar a reconocerse a sí mismo entre el laberinto de espejos de que suelen alardear estos lugares, el huésped sale con el cabello inflado y revuelto a lo Don King, y ataviado virtualmente con despojos, según se deduce que no le hubo modo, lugar ni tiempo, y mucho menos cabeza, para acomodarse la ropa y para evitar que ésta sufriera terrible mella en el planchado.

A la sazón, víctima de los naturales cambios de temperatura ambiental, así como de color en el rostro —que oscilan entre el verde limón y el rojo cereza— y del ánimo, ella abandona el aposento con los signos inequívocos del zafarrancho inconcluso, con el vestido a medio abotonar, el escote delantero improvisado sobre la espalda y con cada pie en el zapato contrario, que, para redondear el infortunio, resulta ser de tacón puntilla o de inmanejable y ruidosa suela de plataforma.

Trémulos, impotentes y avergonzados, ahora ambos protagonistas deben enfrentar los pasillos del hospedaje, abarrotados de candidatos a la misma suerte. Al paso a trompicones de los amantes, abundan caras sin rostro de homólogos suyos, que sin escucharlos los oyen murmurar y sin mirarlos los ven transitar con enorme deuda de reciprocidad aquel camino de espinas hacia el umbral de la posada, que tan sólo 45 minutos antes era de rosas. El lado más común, pero también el más insólito y frustrante de su historia, consiste en que uno y otra habían accedido allí con la ufana ilusión de abandonar el escenario como en las grandes faenas taurinas: por la puerta grande.

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