miércoles, 19 de diciembre de 2007

El Uruguayo

El Siglo estaba enclavado en corazón de la noche y en el hígado de la ciudad vieja. Eran tiempos de efervescente bohemia en los cafés circundantes de la Calle 15 y la Carrera 13 de Bogotá, donde ocho de cada diez tragedias evocadas tenían acordes de piano y bandoneón.

Por lo general, para los reporteros, los fotógrafos, los correctores de estilo y el personal de los talleres del periódico, el éxodo del trabajo hacia el brindis bajo la media luz del bar y viceversa, del brindis bajo las primeros rayos de la alborada siguiente rumbo al trabajo, cortaba el día en dos hemisferios.

En términos de vida laboral, los demás empleados del rotativo eran sus antípodas: Hombres y mujeres sin rostro, al límite de la realidad, regidos por otros horarios y situados en otros rincones y atmósferas de la antigua edificación de cuatro plantas. La existencia de algunos de ellos, como el cajero, el contador y su secretaria, era evidente sólo en los tardos días de pago del salario, cuando por un instante se rompía el hielo entre el día y la noche.

Por tozudez y/o por suerte, y aún diletante del periodismo, Sandro Amancio Del Sol, 19 años, había accedido al círculo del piso tercero —la Sala de Redacción— donde unos señores generalmente circunspectos, de talante erudito y destreza de telegrafistas tecleaban la actualidad de los primeros años 70. De manera específica, Amancio había llegado allí —su última suerte— de la mano generosa de Gabriel Cabrera, el Jefe de Información, dilecto amigo de la familia en otros tiempos y en adelante su tutor.

Después de muchas e inspiradas creaciones sobre crítica deportiva, que porfiaba en ver publicadas con prioridad en la edición de la mañana siguiente —no obstante que luego las descubría reducidas a pelotas de papel, bajo cenizas de tabaco y bombardeadas por inevitables escupitajos dentro el cesto de la basura de la Sección Deportiva— por fin la postulación de Amancio para analista del fútbol sucumbió.

“Por ahora, más bien, dedíquese a contestar al teléfono. Será de gran ayuda para el Jefe de Corresponsales”, le requirió Cabrera una tarde. Aferrado a la quimera de una oportunidad como redactor, que lo llevara a las letras de molde, la esperanza se desvanecía. Para sobrevivir al período de prueba, Amancio se sometió, entonces, al requisito de teclear al vértigo del dictado de los corresponsales, al cual respondió con creces y con las falanges y los metacarpos algo atrofiados. Cinco meses más tarde fue asignado a la Sección Telefonazo y Respuesta, una especie de servicio social del rotativo, extensible a resolver perentorias tareas escolares, atender preguntas ociosas y satisfacer el protagonismo de algún cazador de gazapos cercano a los afectos directivos del periódico.

El promedio de las preguntas —formuladas por teléfono y por correo— era del calibre del ¿Dónde comienza el arco iris, a la izquierda o a la derecha? ¿De qué color era el cabello de Caín? ¿Cuándo se inventó la limonada? o del ¿Qué hacer para que mi marido vuelva a quererme?, que Gabriel Cabrera, coordinador de la Sección y ocupado en menesteres de mayor vuelo, ordenaba a Amancio contestar con diligencia y en escrupuloso orden.

Sus fuentes eran la hemeroteca y los textos de consulta de El Siglo, ante los cuales la sola respiración desataba verdaderos torbellinos de polvo. Aunque debilitado por prolongadas laringititis, de allí salía fortalecido en el conocimiento enciclopédico, en particular en rubros como la historia y la geografía, a las cuales Amancio había despertado abruptamente en su niñez. Ya en la adolescencia aún dormía, entre otros, el sueño de explorar personalmente el Río de La Plata y sus contornos: Buenos Aires, Montevideo... Después de todo, de allí provenían muchos de sus ídolos del fútbol y mitos de la Nueva Ola, a los que desde los años 60 rastreaba a la distancia de radioescucha y de lector.

Durante sus prolongados encierros en la biblioteca de El Siglo, Amancio viajó, especialmente, por incontables rutas del Sur. Entre ellas, las del español Juan Díaz de Solís, descubridor de la costa uruguaya en 1516, y las del veneciano Sebastián Caboto, quien en 1527 accedió al estuario del Río de la Plata y un año después remontó los ríos Paraná y Paraguay en busca de tesoros que no eran más que espejismos de la ambición.

Ni la lejanía secular de los acontecimientos ni la distancia kilométrica de los respectivos escenarios menguaron el empeño explorador ni el esmerado realismo que le infundía a sus vivencias. Las lecturas habían convertido a Amancio en frenético observador del devenir de los siglos en la región: Desde el primer desembarco europeo en las aguas del Sur, hasta la proclamación de la República Argentina y la República Oriental del Uruguay.

Después de su travesía por los vericuetos históricos, Sandro Amancio se empeñaría en explorar los confines en la versión del presente. Mapa en mano, cual viajante perdido, se consagró luego a la dispendiosa tarea de desentrañar caminos y rutas y a descubrir para sí ríos y accidentes topográficos, siempre en busca de centros urbanos, como si en adelante lo aguardaran las luces de algún poblado, destellantes en la imaginación. De manera ineluctable, el norte de su búsqueda estaba en el Sur.

Extasiado en elevadas faenas de la imaginación y del estudio, Amancio descendía como un paracaidista sin paracaídas cuando su jefe Cabrera —víctima de alguna resaca de viernes o abatido en una de sus disputas conyugales— tomaba por asalto la hemeroteca, localizada en el cuarto piso, para recordarle algún deber de vieja data. Por ejemplo: “Hay un lector que hace cinco meses aguarda por la monografía del ajiaco. ¡Por lo tanto, necesito la respuesta ya!”. Tamaña deuda de trabajo y forma de cobro planteaban a Sandro Amancio la disyuntiva de renunciar o de ser despedido.

El culto a las tradiciones del Cono Sur vino a adquirir ribetes de conflicto un mediodía en que la Sala de Redacción quedó a merced suya. Era miércoles. La hora del almuerzo había emplazado a Cabrera y a sus doce redactores rumbo a los restaurantes de bajo perfil, dispersos dentro de la seguidilla de bares de la Calle 15 y la Carrera 13.

Ante el sensible déficit de líneas telefónicas, el lapso estipulado para atender las llamadas a Telefonazo y Respuesta estaba comprendido entre las 12:30 m. y la una de la tarde. Esta vez, en Amancio los bríos de explorador de fronteras femeninas entraron en ebullición al contacto con la voz melíflua y sugerente —así lo palpitaba— de una lectora interesada en pormenores del traje típico de Bolivia.

Al menos al primer golpe de voz, la interlocutora debería ser un ejemplar digno de aprestar el anzuelo. Hasta entonces, Amancio había tenido cierta reticencia por las texturas acarameladas y sensuales del timbre femenino, gracias a dos o tres experiencias equivocadas. “Ahora era distinto”, se justificaría él mismo, con la solemnidad literaria de los autores comunes que degeneraron esta oración en muletilla. Además, estar “al frente del periódico”, como físicamente lo estaba con su simple presencia casual y sin otra importancia profesional que el compromiso de responder al teléfono, le dio potestad y activó la zona del cerebro que administra la lujuria.

Así conoció Amancio el efecto afrodisíaco del poder. Al otro lado de la línea, alguien, una fémina, seguramente en la flor de los encantos y con apremiantes necesidades e intereses en juego, lo abordaba y lo requería a Él, en este instante dueño y soberano de la ocasión. Con aleteo de mariposas en el páncreas —indecisión, incredulidad, riesgo, éxtasis, utopía, libido— y sordas y ciegas las paredes, el teléfono fue la trinchera de Amancio para tomar una determinación sin precedentes: Ser uruguayo.

Desde la perspectiva de los libros, recreada por la imaginación, Amancio había paseado por el corazón de Montevideo y en secreto presumía dominar la nomenclatura como un taxista. Pero, sobre todo, estaba seguro de tener mayor bagaje sobre el pasado de aquella nación que muchos uruguayos, consideraciones que encontraba relevantes dentro del gentilicio y la personalidad que acababa de adoptar. Desde luego, ahora su verdadero capital consistía en ser un extranjero con credencial de éxito, cosa redundante en un país con tan altos índices de xenofilia femenina como Colombia, y en particular cuando de argentinos se trataba —más que uruguayos— como ocurría con los futbolistas, los artistas y el tango.

—¿Aló, Telefonazo y Respuesta, para servirle?, se ofreció Amancio en coloquial castellano de Bogotá.
—¿De dónde contesta?
—Del periódico El Siglo.
—Disculpe, no escucho bien, demandó la interlocutora con una calidez contagiosa, a la espera de que una tempestad de ruidos dentro del cableado telefónico amainara.
—De El-Si-glo, El-Si-glo, repitió Amancio con énfasis.
—Ya, ya, suficiente, replicó ella. “Sí, de El-Si-glo, El-Si-glo. Escuché bien. Ahora, no quiero importunar”.

Tan breve parlamento permitió descubrir una voz dulce como la ocarina, limpia. Cadenciosa como una onda de agua y frágil, hasta el clima de la ternura. Sin considerarlo de momento, pues actuaba por reflejo, Amancio tenía presente que la ternura es la pasión en estado de reposo.

Además, creía poseer afinada intuición para descifrar, en general, los códigos de lo femenino. Sin embargo, las unidades del rompecabezas de Amancio eran a menudo los asuntos más susceptibles de cualquier juicio a priori: Una mirada, un detalle personal o social, un tono de voz, un perfume, un cruce de piernas, una profesión. En su caso, el acertijo se resolvía casi siempre de facto. Lo excepcional era ponerse a deshojar margaritas.

¿Por qué uruguayo y no argentino? Talvez por el tamaño mismo del mapa de la República Oriental: Sustancialmente más pequeño, más al alcance de la mano, y su gente y su tradición menos trilladas como estereotipo. Además, en términos de convivencia y de bienestar social, hasta antes de la dictadura militar Uruguay era proclamado como la Suiza del Continente. También lo charrúa, recurrente sinónimo de la prensa deportiva de entonces, le parecía de dominio más específico y al mismo tiempo más poético en los nombres geográficos: Paysandú, Treinta y Tres, Canelones, Fray Bentos, Durazno, Florida, Tacuarembó, tenían música en cada sílaba. En este mismo sentido, desde la infancia también lo subyugaba la denominación de La Celeste, con la que aún se nombra a la Selección uruguaya de fútbol.

—¿En qué puedo servirle?, reiteró Amancio en su recién importada manera de hablar.
—¡Las cosas que se le ocurren a los profesores..!, improvisó ella, atraída por la entonación de Amancio.
—Decime nomás, sugirió él, ya con acento en la penúltima sílaba del verbo, y aferrado a su método de conquista, mientras con los pies apoyados contra el escritorio impulsaba la silla giratoria hacia la pared.
—¡Imagínate..!, dijo ella con insinuante proximidad.
—¿Imaginarme qué?

Hubo silencio a dos voces.

Para Amancio el tuteo al otro lado del teléfono anticipaba buenos vientos. No eran espacios imaginarios. Al tutear, ella proponía cierto vínculo confidencial. Para él, se tuteaba sólo en condiciones específicas de confianza o de amistad. No en las relaciones con el público. Mucho menos, de primera vez y por teléfono. Cosas de la urbanidad y del sentido común de la época. Como si el sentido común tuviera épocas.

Amancio tenía bien claro que en el Sur se tutea distinto al trópico. Por lo menos allá, en el Río de La Plata, el acento prosódico en ciertas inflexiones y personas del verbo golpea sin Dios ni ley. A veces en la penúltima, a veces en la última sílaba: Imagináte, decís, querés, vení, escuchá, en cambio de imagínate, dices, quieres, ven, escucha, como en vano recomienda la Real Academia de la Lengua Española. Renunciar a ciertas formas castizas resultaba inevitable.

—¡Te decía de los profesores!, dijo ella.
—Cómo no.
—¡Nunca se van!
—¿De dónde?, preguntó él.
—Me explico: Por más que uno quiera no volver a la escuela, la escuela siempre vuelve a uno, dijo ella como si se dirigiese a un conocido de la vida diaria, al que se le habla sin distancias ni preámbulos.
—Explicate mejor, recurrió él.
—Sí. Primero de niña, ahora de madre. Luego será como abuela...
—De acuerdo, repuso Amancio.
—Por lo visto, sobre mi tumba no habrá flores sino cuadernos escolares, vaticinó ella con repentina resignación. “Las madres de hoy son demasiado modernas para ocuparse de los hijos. Para eso están las abuelas”. La voz seguía limpia, pero perdía cadencia y dulzura. Ahora sólo era frágil.
—No hay que hacerse problema. Por ahora, es una buena manera de repasar lo aprendido, recomendó él.
—Yo sé que eso nunca sobra, observó ella, con un dejo propio de que la asistencia que buscaba cuando telefoneó no fuera académica sino moral.
—Lo que no sobra es el tiempo, complementó su interlocutor. Pero, uno aprende a manejar el tiempo.
—¿Y cómo haces? Dirás que me entrometo... La voz recobró uno de los elementos: Lo dulce.
—No hay cuidado, repuso Amancio.
—O que abuso de tu tiempo...
—No, tampoco.
—Entonces, ¡abusaré!
—¡Abusá, entonces!

“¡Abusaré!” constituía para Amancio una sustancia inflamable. Por ello no vaciló en recurrir al ingrediente explosivo: “¡Abusá!”. La conjunción de ambas palabras le era como una declaratoria de reciprocidad furtiva. No importaba si eran artificios de la cortesía: Había coincidencia. Por lo pronto, y como si pisaran dentro suyo, escuchó un estruendo de cascos de domingo en el hipódromo. Las pulsaciones se habían desbocado.

El asumirse uruguayo le imponía una serie de condiciones histriónicas y de concordancia. Al vértigo de este nuevo acontecer habría que fabricar una historia bien contada, con sus tiempos, ritmos, lugares y protagonistas tan bien formulados sicológicamente y tan verosímiles como en la vida real. La regla de oro consistía en ser coherente.

Empero, el factor condicionante de la falta de autonomía para escoger el desenlace de su propia historia lo hacía un protagonista absurdo: Ella era de verdad, en cambio él provenía de la ficción. ¿Cómo conciliar ambas dimensiones? Contra el libre albedrío que ejercen todos los autores para determinar el final de sus creaciones, aquí, en su caso, sí que era distinto: Su historia de uruguayo se construiría a partir de una especie de realidad virtual, susceptible, en la realidad verdadera, de un destino tan aparatoso como ridículo.

Como los argentinos de Buenos Aires y los uruguayos en general, que suelen hacer abstracción de ciertas eses en posiciones intermedias o al final de las palabras y a veces sustituirlas por la “j”, Amancio abocó la primera prueba de fuego: Tragarse las primera eses —hasta donde pudo había evitado palabras con la “s” sureña—lo cual fue existencialmente como apurar un laxante de ricino con pólvora.

—Verás: Tengo una hija de cinco años en el colegio. Y como ahora viene la Semana Cultural, le pidieron un traje típico. Dizque el de la campesina boliviana. ¿No es eso muy rebuscado?, planteó ella.
—¿Rebujcado? No le veo ningún rebujque. Ej como cualquier otra tarea, fácil de resolver, contestó Amancio con velada autosuficiencia: Si la enciclopedia del periódico era casi infalible, la autosuficiencia era bastante fiel.
—A ver... dudó ella, aguijoneada por la curiosidad puesta sobre el hablar de su interlocutor.
—Ejteee... ¡Qué te digo!
Ella era sólo oídos.
—Mirá. No hay problema. Aquí contejtamoj casi todo...
—¡No puedo creerlo!, reaccionó la lectora, no tanto por la presunta eficiencia del servicio, sino por el cada vez más novedoso acento de su interlocutor. “¿Y cómo hacen?”.
—Y, bueno, no somoj Dioj, pero...
—En fin, tendrán las mejores fuentes de consulta, abrevió ella para evitar explicaciones que desviaran la charla, cuyos nuevos rumbos relegaban a segundo plano el verdadero origen de la llamada telefónica.
—Así ej...
Con cautela y dificultad Amancio tomaba posesión de su papel. Su caso no tenía reversa: Untado el dedo, untada la mano. Haber escuchado tántas entrevistas con cantantes y futbolistas argentinos —siempre más que uruguayos—era un atenuante y le daba la seguridad de obtener una copia aceptable de la modulación y de ciertos giros costumbristas del Sur.
—Siendo así, dijo ella, segura de la solución a la tarea escolar, mi hija podrá desfilar...
—¿Dejfilar?
—Sí. Habrá un desfile. Cada niña llevará el traje típico de un país.
—Eso ejtá bien.
—¿Cómo la ves (la situación)?, insistió ella.
—Y bueno..., dijo él, como dicen en Buenos Aires o Montevideo sin decir nada.
—Porque es importante hablar cuanto antes con la modista...
—No te hagaj problema.
—Problema-problema, no. Pero, esos trajecitos siempre toman su tiempo. Muchas arandelas, perendengues...
—Ej inevitable.
—Y a todas éstas, tienes un hablado raro...
—¿Voj creej?
—Por supuesto. Es bien particular. No lo había escuchado.
—Y bueno... Así hablamoj todoj en mi paij.
—¿Tu país, dices?
—Sí, mi paij.
Esa advenediza “j” no se disolvía. Por el contrario, parecía acumularse y volverse más densa, hasta formar una especie de costra fonética que comprometía el ejercicio de la lengua, se adhería al paladar y se extendía fastidiosamente hasta la garganta. Algo así como la leche en polvo. ¿Debía, más bien, aflojar en su empeño, por la vía de una carcajada, al cabo de la cual pudiese aclarar que todo esto era sólo una broma? Pero, si bien más valía sonrojarse una vez que estar pálido para siempre, Amancio encontró inexcusable someter a una dama a tan oprobioso desplante. Peor aún: Esa dama era una lectora. Sería, pues, toda una afrenta, maximizada por tratarse de Él, un caballero, y aunque sin experiencia, un profesional sin tacha, que ahora por fortuna o por desgracia estaba “al frente del periódico”.
—¿Cuál país?
—Uruguay.
—¿Uruguay?
—(Silencio).
—¿De veras?
—La verdá que sí....
—¡Todo me imaginé, menos estar hablando con un uruguayo!

De no ser porque su proyecto empezaba a hacer agua en la conciencia, hasta aquí la exclamación habría hecho espuma en la vanidad de Amancio, y ahora podría cobrar sus dividendos de extranjero. Pero, no de un extranjero de cualquier parte, como los turcos del comercio de las telas o los cholos, hordas de indígenas de Los Andes que se apropiaban del espacio público de Bogotá para ofrecer sus mercaderías artesanales. Ni pensarlo.

Sin embargo, Amancio reconocía que omitir la “s” intermedia y al final de las palabras de manera tan indiscriminada y atropellada lo convertía a veces en un mequetrefe, en un extranjero de ninguna parte, y sobre todo por esa “j” dispendiosa, cuya presencia caía como mosco en leche sobre sus palabras. También ese tono, ese acento, ese estilo, esas inflexiones verbales, que ahora encontraba torpes e imperfectos y lo hacían vulnerable a la menor curiosidad, reducían temerariamente la capacidad de maniobra de las ideas. Hubiese querido ser más fluido, más expedito, más natural. Pero la suerte ya estaba echada: Náufrago en esa oceánica sopa de letras, era irreversiblemente uruguayo.

—¡Así que eres uruguayo!, exclamó ella de forma tan redundante, como comprometedora para él.
—¿Y...?, repuso Amancio con premeditada espontaneidad.

A la manera de una partida de pimpón, hubo servicios y devoluciones puntuales de ambos lados. Inquisidora pregunta iba, preconcebida respuesta venía. A ese ritmo, comprendió que el experimento que pintaba ser divertido, a la hora de ponerlo en escena amenazaba el efecto de la bola de nieve: Entre más fingiera, el riesgo de ser su propio víctimario aumentaba sensiblemente.

—¡Esto parece increíble!.
—¿Increíble?, replicó él con aparente indiferencia.

Además de sus propias limitaciones actorales, que eran evidentes, Amancio intuía que su potencial blanco empezaba a mostrar el cobre. A capitular prematuramente frente a un evento tan intrascendente como toparse con un extranjero. Lo cual, sin duda, y pese a él, desvirtuaba el ideal de toda conquista, basado en una cuota mínima de suspenso y otra de esfuerzo.

—Y a propósito, ¿Con quién tengo el gusto (de hablar)?, sirvió ella con una pelota rápida sobre la esquina contraria, que Sandro Amancio contestó con fatigado revés al centro de la mesa:
—Con Sandro.
—¡Como el cantante! ¿Sí?

Amancio repartía la atención entre los veleidades de la conversación y las que vendrían por la puerta de la Sala de Redacción. De un momento a otro, al tropel, aparecerían sus compañeros.

—¡Ah, Sandro, ese nombre me derrite!, reiteró ella con un suspiro cuyo aliento debería exhalar fragancia de sándalo. Después evocó prolijamente al homónimo baladista argentino que por aquel tiempo seducía a la juventud latinoamericana y enunció varios de sus éxitos: “Porque Yo te Amo”, “Rosa Rosa”, “Quiero Llenarme de Ti”, “Querida”...

Asaltado por imaginarios o por verdaderos rumores y pasos sobre la escalera de granito que conducía a la Sala de Redacción, Amancio intentó rescatar el tema sobre el traje típico de Bolivia, pero tánta efusividad y condescendencia juntas al extremo de la línea lo devolvieron a su invento original. Aunque por momentos juzgó que su interlocutora encuadraba en el perfil de la mujer fatua y de carecer de la gracia femenina del misterio, Amancio también pensó que si a caballo regalado no se le mira el diente, ésta era una oportunidad. Sin embargo, desde la contigua torre de La Capuchina la campanada del cuarto para la una de la tarde avisó que la hora límite del servicio de consultas estaba próxima.

Con la determinante del reloj como una espada sobre la nuca, él respondía con vehemencia y celeridad, pero su contraparte hacía inusitado derroche de habilidad y persistencia, indispensables para mantenerse en el juego y prolongarlo.

—¿Qué te llevó a salir de tu país?
—Bueno, loj milicoj...
—¿Los mili... qué?
—Loj milicoj. Loj militarej. Arrasaron el paij . Cerraron el Congreso y depusieron al Presidente. Y, como ej natural en ejtoj casoj, silenciaron a la prensa.
—¡Para lo que sirven los Congresos y los Presidentes! ¿Sólo por eso?, preguntó ella con desdén, pero al mismo tiempo presa de gratitud hacia esa Historia que reconocía inédita. “Definitivamente, sí que hablas muy extraño. ¡Pero me encanta!”. Sandro Amancio guardó silencio prudente. Se reacomodó en la silla, asignada al Jefe de Corresponsales, y prolongó horizontalmente las piernas hasta formar un puente colgante con el escritorio. En esa postura, que le daba cierta jerarquía y relajamiento, decidió la última instancia de su suerte.
—¿Y voj? No habej dicho tu nombre...
—¡Ah, no, el mío es un nombre muy corriente!
—Eso no cuenta...
—Martha.
—¿Martha? ¿Martha qué?
—También, un apellido muy común y corriente: González. Martha González. ¿Y el tuyo?
—Amancio, por mi padre. Del Sol, por mi madre.
—Definitivamente, en Uruguay sí hay nombres y apellidos bien extraños. Pero, no te ofendas. Suenan bonito.
—¿Y qué hacés?
—Ahora, nada. Nadita de nada. Hablar conti...
—Digo: ¿Tenés algún laburo?, interrumpió Amancio.
—¿Cómo así, laburo?
—Sí, laburo. Trabajo. ¿Trabajás?
—¡Ah, ya! Trabajo como secretaria del doctor Páez. Es un abogado. Pero, es buena gente.

Con los minutos contados, resultaba imperativo hablar de la hora. Empero, y a fuerza de recurrirlo de manera tan porfiada, el empleo de la “j” al final de las palabras lo hizo dudar sobre si lo correcto era reloj o relós. No menos importante fue preguntarse sobre el verdadero rol de las eses que había aspirado. Recordó al pie de la letra la definición de las voces homófonas, aprendida en la niñez: “Dícese de las palabras que con distinta significación suenan de igual modo”. Tántos años después, y ahora con espanto, se halló con que ésta, su última invención, estaba llena de heces.

El silencio en la Sala de Redacción se quebró al estrépito de tacones de mujer y de pasos con ecos de arrastrapiés. Salvo las que daban a la calle o las que empataban con las construcciones vecinas, en el interior de El Siglo no había muchas paredes. El alindamiento de las oficinas con los pasillos y las escaleras estaba hecho en vidrio. Ahora mismo, cuesta arriba al cuarto piso, Matilde, la secretaria de la Dirección, le prestaba apoyo a su octogenario jefe, Alfredo Araújo, cuya extenuada respiración podía escucharse a la distancia.

Amancio retiró los pies del escritorio. Tras un chirrido que denotaba la falta de aceite en el mecanismo giratorio de la silla, la impulsó hacia adelante y retomó la postura indicada, que lo hiciera ver como si realmente estuviera “al frente del periódico”. Ya faltaban tres minutos para la una.

¡Clic, clic, clic!
—¿Aló? ¿Aló? ¡No se escuch...!
¡Clic, clic, clic, clic!
—Pero, ¿qué ocurr...?
¡Clic, clic, clic, clic, clic!
—¡Por Dios, no cuelg...!

Al otro lado de la línea y antes de que el badajo de La Capuchina sentenciara la puntualidad, la voz melíflua y sugerente se resistía a caer en el limbo del silencio. Cesó entonces el ¡clic, clic, clic, clic! telefónico orquestado con delirio por Amancio para cortar —de un solo tajo, si fuera posible— la relación platónica entre lo virtual y lo ideal. Ahogada la voz dulce como la ocarina, limpia, cadenciosa como una onda de agua y frágil, era evidente que, sin ser vista ni tocada, en el ocio de Sandro Amancio había otra margarita deshojada...

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