miércoles, 19 de diciembre de 2007

La Ley de las Cerezas


Si el peso de las manzanas indujo a Isaac Newton a proclamar la ley de la gravedad, el de las cerezas conminó a cinco generaciones de escolares egresados del Liceo Central a otra ley de la gravedad, aunque en el sentido punitivo: La Ley de Pertenencia, que contemplaba los más medievales castigos a quienes, entre otras cosas, osaran recoger las cerezas caídas del árbol de la casa vecina. Se trataba de una providencia como emanada del mismo Dios a través de María Talero de Gómez, fundadora y directora del pequeño colegio en el barrio Palermo de Bogotá y quien la aplicaba con pulso de hierro, particularmente con el advenimiento de la cosecha.

Doña María —como se le designaba con proverbial acatamiento, o Misiá María, a sus espaldas y con resuelta intención peyorativa— inculcó literalmente el respeto por los bienes del prójimo, inclusive sin reparar la diferencia entre adquirirlos furtivamente y, como en el caso de las cerezas, de obtenerlos por un hecho circunstancial de la naturaleza.

Forjada a la sombra de los más ortodoxos patrones educativos de los albores del Siglo XX, el universo de esta matrona de 75 años, nacida en Medellín, estaba determinado por férreas coordenadas culturales, morales y religiosas, que se esmeraba en mantener alineadas a la pedagogía de la letra con sangre, a despecho de una comunidad familiar resignada, pero también contra de los primeros esbozos de cierta modernidad educativa. Sus postulados descansaban sobre los pilares de la humildad, la disciplina, la piedad, la honradez, la castidad y la obediencia, pero desbordaban el Catecismo Astete al concederles prerrogativas a factores subjetivos e incidentales dentro del alumnado, como la supuesta mayor inteligencia, la alcurnia o la fina estampa.

Era de tez blanca, cejuda, de encendido rubor cosmético, pelirroja al tinte y solía llevar un apretado moño sostenido por un peine de carey. Encorvada y escueta como un gancho de ropero, su menudencia corporal resultaba tan proporcionalmente inversa al poder que detentaba y a su ascendencia sobre los padres de familia, que éstos prácticamente le entregaban a sus hijos como si los resignaran al Ejército para ir al frente de batalla. Sin embargo, y a la manera de entonces, predominaba la creencia de que para fortalecer el carácter y el espíritu, los hombres y mujeres del futuro debían forjarse en medio de padecimientos y privaciones, no obstante los que ya tenían.

Exactitud, esmero y escrupulosidad eran parte de sus exigencias sin contraprestación, tanto en lo académico como en el desempeño personal de unos sesenta alumnos, a quienes hacinaba amontonándolos en largas bancas tipo iglesia, compatibles con largas mesas de madera, todo pintado de verde. Cada mesa conformaba un grado y en cada salón había hasta dos grados, así como un solo tablero, un solo pénsum y el mismo maestro, lo cual, para suerte de la matrona, nunca mereció la amonestación de las autoridades educativas.

Peregrinos de penosos trechos del aislado sur proletario de Bogotá antes de alcanzar el único autobús que los ponía en contacto con la civilización, Pedro Reina, Nelson Padilla y Henry Montaña fueron tres de los incontables escolares mártires del régimen de las cerezas, instaurado hacia 1935 y abolido a la muerte de la rectora, acaecida hacia 1968.

Se ignoran los motivos que indujeron a este trío de estudiantes, de edades entre los diez y los doce años, a matricularse en el Liceo Central, por cuanto el establecimiento adolecía de carencias de presupuesto y falta de profesorado, había intolerancia y estrechez física, aunque en el aspecto de espacio abierto el colegio disponía de un enorme y misteriosamente prohibido solar, que en las épocas de estío recordaba al desierto de la Guajira.

Pasadas las ocho de una mañana de abril de 1960, Doña María, cuyas paradas y sentadas del viejo, astillado y enorme despacho instalado en la clase de cuarto y quinto grados, no conocían límite ni excusa, abandonó el aula para atender el teléfono, dispuesto en secreto de Estado dentro de su alcoba, distante a unos cincuenta metros.

Aún la más breve ausencia de la directora suscitaba un placer casi morboso de libertad, ocasión que hasta los más vasallos de la clase aprovechaban para fomentar el desorden y sobre todo para calibrar la puntería. El disparo al blanco ofrecía varias modalidades: Desde el recurrido lanzamiento de tiza hasta la sofisticada artillería de bodoques —conos técnicamente fabricados en hoja de cuaderno, montados en cañones de papel, activados a pulmón— y de ballestas armadas con cauchitos de oficina y cáscaras de naranja o mandarina. Otras formas de reivindicar esta incontenible lujuria reprimida eran los festivales de pastorejos —golpes propinados con el dedo índice sobre la oreja de la víctima—, los coscorrones y los gatos, consistentes en rodillazos de costado contra el muslo.
Más propicia no pudo ser ésta la ocasión para que Reina, Padilla y Montaña —cuyas familias vivían casi por debajo de los niveles de pobreza y que del desayuno tenían una noción más ortográfica que dietética, pues a duras penas sabían que se escribe con “s” y no con “z”— hicieran una tregua en sus inclinaciones bélicas y paganas de salón. El tiempo de las cerezas había llegado al patio trasero del liceo.

Sus hígados, que durante el año lectivo denunciaban el hambre con rumores volcánicos, habían percibido todo el proceso de maduración del Árbol del Bien, así llamado por analogía a la Lección I de la Historia Sagrada. Por supuesto, ajenos a la Ley de Newton y hambrientos hasta la alucinación, decidieron desertar de clase para saludar la esplendorosa lluvia de cerezas.

Durante la fuga, la noción del tiempo —unos tres minutos— escapó al control de estos plusmarquistas del ayuno, por cuanto el reloj más próximo, que era de péndulo, estaba a media cuadra. A él se llegaba a través de un pasillo de baldosines rojos decorados con hexágonos grises, que empataba con el zaguán de la casona, techada con teja de barro cocido. Allí, el reloj se hallaba detrás de la campana, colocada en lo alto de una columna de madera, a un costado del patio principal del inmueble, donde la fiesta de novios, azucenas y geranios, plantados con gusto y abundancia, alternaba con el ambiente lúgubre e inquisidor del claustro.

La medición del tiempo resultaba relevante no sólo durante este episodio, sino porque en aquel entonces la posibilidad de llevar un reloj de pulso era monopolio de los hijos del magistrado, del ingeniero civil, del médico del barrio y, en todo caso de algún doctor, y se ostentaba como blasón de linaje y fortuna.

Aunque ateos por legado de una adversidad sin remedio, de rodillas los tres famélicos se rindieron al cielo, idealizado en la copa del cerezo, para clamar del árbol sembrado en el patio de la casa vecina y ahora más erguido y majestuoso que nunca, la bendición de unos frutos inalcanzables, que habían tardado doce meses en madurar.

“¡Fruto de tu vientre...!”, improvisó Padilla, que era el más adelantado, para implorar los favores del viento y del cerezo. Los tres se hallaban en la plegaria al ídolo que agitaba sus tentáculos de coloso, cuando el milagro de aquella mañana de abril desgajó las primeras pulpas de la temporada, lustrosas de frescura, casi negras, a punto de estallar de jugo y almíbar.

Se necesitaron más de dos mil años para que el pasaje bíblico del maná encontrara allí una de sus más fieles apologías. Las pepitas maravillosas habían comenzado a desplomarse y los actores de este drama a disputarlas con vehemencia, hasta formar, en cuestión de segundos, una madeja humana con apariencia de bestia mitológica de tres cabezas, que no cesaba de revolcarse en procura de su esquizofrénico objetivo anual.
A la sazón, y con la respiración suspendida, sus condiscípulos de cuarto y quinto se querellaban por un puesto en el vano de la ventanita del salón proyectada al escenario de los sabores y los sinsabores, ante la disyuntiva de presenciar el espectáculo irrepetible del cerezo o de seguir el desarrollo del combate, iniciado prácticamente en el suelo.

“Hallábanse en carnicera lid los tres infaustos —podría escribir al respecto un autor del Siglo XVI— que del preciado botín no acertaban ni un solo lance, pues, he aquí que había más dedos y torpezas en litigio, que cerezas buenas en la refriega y probabilidades de repartirlas de manera ecuánime y solidaria, pero, sobre todo en forma inteligente”.

“Como los intestinos vacíos no acatan ni a Dios ni al Rey” —agregaría el imaginario cronista— ocurrió que los belísonos de esta odisea lanzaban expresiones tan sonoras y tan impúdicas, que con ello sólo convocaron la intervención de VM Ilustrísima Doña María, quien al irrumpir en la escena y encontrarlos postrados en tal insensatez, diligente procedió a buscar el método que lavaría el honor de aquellos súbditos: La vara de rosas, vigilante al lado de su solio”.

En verdad, la figura de las comillas y el estilo de su contenido, que podrían ambientar este suceso como si fuera un pasaje de la España de Fernando II de Aragón, no alteran la trascendencia ni el rigor que los acontecimientos tuvieron en estos años 60, y que a juicio de la regente del Liceo Central afrentaban el honor, la tradición y el buen nombre del plantel.

Arrestos no le faltaban a la maestra, pero, de no ser porque el evento acontecía siglos después de La Inquisición, la existencia de estos tres villanos se habría extinguido —para el consuelo o la gloria de los acusados— en el nudo corredizo de una soga adaptada al cerezo o en la combustión de hojas y palitos secos que el mismo árbol producía de manera constante y prolífica.

Si bien la proximidad de las cerezas calentó la sangre de los tres escolares hasta el punto de la ebullición, también la sorpresiva aparición de Doña María en el teatro de los acontecimientos disparó varios grados bajo cero y a velocidades cibernéticas, el nivel de la temperatura de los acusados. Desde el mismo patio hasta el tragaluz del salón, que servía de palco para esta representación del hambre contra la temeridad, la atmósfera del lugar despidió, entonces, un hálito de funeral, acaso también porque el agua de los gladiolos abandonados en un enorme jarrón del pasillo estaba en vías de descomposición.

Con los años, los acusados comprobarían que gracias al sudor de hielo que penetró sus entrañas, en tales condiciones térmicas no sobrevivirían ni siquiera los microorganismos más resistentes a la penicilina. Además, comprendieron que no hay mal que por bien no venga: Infestados, como se hallaban, por toda suerte de parásitos, los tres exaltan hoy las bondades de aquel pavor como la panacea contra las amebas, los gusanos y plagas afines, endemia de la cual seguramente se librarían para siempre, con la esperanza de que el efecto terapéutico cobijara a su prole.
De tal magnitud fue el cataclismo neurológico y síquico en el trance del patio al tratar de disolver el ovillo humano, que Padilla, fraccionado sensorialmente en tres humanidades intercaladas dentro de la madeja de células, en el intento por apartar las suyas se hirió de un puntapié en el fémur derecho. Víctimas del mismo trastorno, Montaña mordió un brazo que resultó ser suyo y Reina enarboló una manga roja antes de advertir que pertenecía a su única camisa presentable.

Como transmitida por ósmosis, durante el mismo mare mágnum surgió una vivencia común: El Día del Juicio Final, instancia que el texto de la Historia Sagrada describía gráficamente con decenas de cuerpos mutilados y descuartizados, flotantes y dispersos en un alborotado mar de cieno, sobre cuya superficie predominaba el pánico sobre la esperanza.

Con sus minorías de buenos —airosos y sonrientes como los querubines— y sus hordas de malos —de miradas orgásmicas y lamentos tardíos— la escena de la Resurrección se reveló en todo su patetismo sobre las conciencias de Padilla, Reina y Montaña. Un efecto acústico lento, desgarrado y profundo como una explosión cósmica, que identificaron como el eco de la posteridad, tronó en sus memorias con la sentencia del “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, que la profesora repetía con frecuencia compulsiva.

Ahora, la apocalíptica visión proyectaba la imagen del Creador, a quien el mismo dibujo del libro reseñaba a bordo de una nube, en majestuosa y serena actitud de equidad y de justicia, pero que en este trance adoptaba la forma de Pandora con toda su carga de superlativos trágicos. Ahora la esfinge que los tres habían visto sin darle crédito a las lecciones de mitología, cobraba vida en Doña María Talero de Gómez.

No terminaban de desatar el bulto de anzuelos que con sus afilados troncos y extremidades ganchudas habían armado, cuando el báculo de espinas de rosa se blandía sobre sus cabezas, aún en contacto con el piso. “¡Bienaventurados los que sufren!”, recordó la directora con voz grave y de proveniencia superior, “¡porque de ellos es el Reino de los Cielos!”. Primero en posición de gatear, luego de rodillas y finalmente de pie, en alto los brazos y cabizbajos —levantar la frente era signo de irreverencia y motivo de represión adicional— y en actitud de rendición y de culpa reconocida, los tres se dispusieron a escuchar la sentencia, cuyos alcances llevan a flor del presente.

Como en episodios similares, pero menos trascendentales de la vida escolar, el juicio se inició con el consabido escarnio público, extensible por lo menos a las tres anteriores generaciones de los inculpados. Los cargos generales: La irresponsabilidad en la procreación por parte de bisabuelos, abuelos y padres, agravada por su bajo estrato social y por su vergonzante y desmejorada calidad étnica, que la maestra atribuía a tradiciones incestuosas.

Antes de proceder y después del previsible “¡Indios patirrajados!”, que lanzaba como una consigna exorcista contra el mal y todos sus agentes, en acusada posesión de los tres muchachos, la señora Valero decidió, como solía hacerlo, pasar revista a los sindicados, a quienes ordenó formar en línea de tres en fondo. El protocolo disciplinario disponía que el escrutinio comenzara por los pies, para la evaluación del aseo, el cuidado y la presentación del calzado.

Durante la batahola, Montaña había perdido el botín izquierdo. El derecho, de maltratado cuero negro, denunciaba un enorme boquete con el dedo pulgar a la intemperie. En cuanto a Reina, sus zapatos presentaban aplastamiento en las paredes que alguna vez cubrieron los talones: El tamaño de sus pies había rebasado la talla y la horma original de los zapatos, que por el uso y el abuso quedaron reducidos a una especie de zuecos. En cambio, Padilla ostentaba invictas sus botas de policía, fabricadas con sentido social y futurista: A prueba de una indigencia vitalicia.

De las primeras cerezas caídas restaban apenas las minúsculas almendras desnudas. Lo esencial, la pulpa, se había dispersado en estado de compota sobre los jirones y las suelas de los tres aspirantes a gladiadores y sobre el piso de arena y piedra. Inclusive, los resultados de la inconclusa confrontación ahuyentaron a los gorriones, que al hallar despreciables las semillas ralas volaron a otros destinos del barrio en procura de los mejores dividendos de abril.

Segura de poder mitigar tánta ansiedad, Doña María los exhortó al sacrificio en aras del resarcimiento de su pecado. “¡Mis muchachitos, esto les va a doler, pero sería peor verlos en los Infiernos! ¡Ah, cuántos condenados quisieran haber tenido esta oportunidad durante su estancia en la Tierra! ¡Lo único cierto es que su gratitud será eterna!”, se ufanó en tono de reproche, mientras manipulaba la vara de rosas.

“¡Usted, Montaña!”, sentenció la señora de Gómez como si hubiese traspapelado varios párrafos del enunciado, mientras con la espinosa pértiga le apuntaba a la frente: “¡Sí, usted, Montaña, se saltó el proceso de evolución de las especies!” Aunque por vez primera escuchaban los vocablos evolución y especies, reos y testigos dejaron oír un leve carraspeo aprobatorio en señal de acatamiento a la maestra, porfiada en demostrar que Montaña era una extensión del eslabón perdido. Su teoría se fundaba en la evidente elongación de los brazos, el color cetrino, el aspecto caucásico y en la feraz naturaleza capilar del muchacho, que desdeñaba el reducido espacio de la frente, amenazada también por frondosas cejas, tupidas como ciertas orugas del jardín.
A todas estas, el vuelo de una cebada mosca azul, conocida científicamente como Calliphora Vomitoria, y cuyas larvas se desarrollan en la carne, irrumpió en la escena del patio. Sin advertir la presencia del díptero, la rectora preguntó a Montaña: “¿Sabe usted qué son las especies?". El interrogante fue formulado a sabiendas de que, con simultáneo movimiento lateral de cabezas, Montaña y sus cómplices capitularían en favor de la ignorancia. Mientras en su revoloteo hallaba destino, zumbante el insecto volvió a cruzarse entre la acusadora y los acusados. Con la vista clavada contra el piso, éstos permanecían en solemne postura de sometimiento.

“¡A ver, Montaña, qué son las especies!”, reiteró la profesora, ya no entre signos de interrogación sino de admiración, con lo cual aumentaba el rigor de su demanda. Como si hablase a una tropa —el símil resulta aún más apropiado gracias a que la maestra llevaba un pesado abrigo verde aceituna que, más que a enfundarse acostumbraba a cobijarse— y con paso marcial, la rectora iba y venía sobre un eje imaginario de unos cuatro metros frente a los infractores.

Impaciente, requirió luego: “¡Si no sabe la definición correcta, por lo menos deme un ejemplo!” El estrépito de su voz y de sus pasos producía acústica en el patio, rodeado por paredes de ladrillo recubierto de cal y en cuyos lomos abundaban escalofriantes cantidades de vidrio triturado para desalentar a los ladrones o para impedir la evasión de buscadores de cerezas al solar de la vivienda contigua. A la espera de la respuesta de Henry Montaña, cada vez más improbable, la directora se detenía cada tanto para remover ociosamente con la punta de la vara, sostenida en la mano derecha, algunas cerezas intactas esparcidas por el patio, que hacían agua la boca de los presentes.

Crujientes las mandíbulas y las rodillas, y al borde del colapso, a causa de su anemia aguda, de las secuelas de la refriega con sus compañeros y del horror patológico a los correctivos que le esperaban, Montaña se aventuró a contrapreguntar: “¿Un ejemplo sobre las especies, Doña María?”, inquirió con un hilillo de voz, audible gracias al silencio atómico del lugar. Su aspecto general presentaba señales de haber sido atropellado por un camión de seis ejes. La sensación era aún más sobrecogedora por las huellas que el zafarrancho labró en su rostro, consecuencia de un pisotón de Padilla, cuyas suelas de llanta estaban, como siempre lo estuvieron, revestidas de una costra de lodo y de esquirlas de piedra. Una muestra de las calles de su entorno proletario.

Manifiesta por fin la disposición de Montaña para contestar al interrogante sobre las especies, su interlocutora asintió con circunspecto movimiento vertical de cabeza. El recital del silencio en el claustro fue apenas interrumpido por eventuales incursiones de la mosca azul y por el rumor de la ventisca, que hacía castañear las hojas del cerezo y provocaba, ahora sí, un diluvio de los frutos del mal, hasta formar un tapiz frenéticamente rojo y de ensueño sobre el patio.

“Por ejemplo”, musitó quedamente Montaña en un quebrado intento por reivindicarse de sus tribulaciones, mientras, furtiva, una lágrima se evadía por entre sus labios de Nazareno, “ahora tengo una especie de dolor de estóm...”. No terminó la oración, cuando el rojo inmaculado de las uñas de la profesora se fundió en la concha de la oreja derecha del alumno, cuyo apéndice manipuló con increíble plasticidad, de manera sutil y expedita, en un alarde de destreza de ilusionista, que no sólo aumentó la respetabilidad sino que despertó una encendida devoción secreta entre sus discípulos. La mano derecha de la directora dio vuelta al órgano auditivo con la misma propiedad del operario de la fábrica de vidrio que, provisto de un alicate industrial, retuerce a su artístico antojo la materia prima incandescente hasta perfeccionar el objetivo.

Entre lo tétrico y lo maravilloso, la maestra logró una rareza anatómica que hipnotizó al auditorio: El lóbulo se encaramó en la oreja de Montaña y la rama superior del antehélix del mismo órgano se convirtió en la rama inferior el antehélix. Se sabe que el experimento es hasta hoy desconocido por los prestidigitadores y por los cirujanos del mundo.

“¡Además” —insistió con ahínco la maestra, como si la audiencia apenas comenzara— “usted no es como los demás! Es decir, ¡No es de carne y hueso!”. Tras esta consideración, Doña María suspendió la demostración sobre la oreja, que en cámara lenta y ante la credibilidad en vilo de su público, recobró la forma original, lo cual, sin duda, era otra prueba irrefutable del prodigio de la maestra en esta especialidad.

A fuerza de escucharlos de la profesora, Montaña, que era virtualmente un cartílago prolongado en 1.53 mts. de estatura, estaba inmunizado contra los mayores epítetos en público. Hasta ahora, y en ese sentido, la diatriba de la directora no ofrecía ninguna variante. Al contrario, resultaba tan trillada y tan poco novedosa, que por momentos mitigaba sus congojas.

“Viéndolo bien”, acometió de nuevo la señora de Gómez, “¡usted no es más que hueso!”. Sin quererlo su autora, la sindicación resultó ser más bien una exaltación a la consistencia casi transparente de Montaña, lo cual desencadenó una hilaridad colectiva a soto voce, que con el tiempo y la detenida y dolorosa convalecencia del paciente evolucionó nada más que hacia un sentimiento lastimero.

Atraída por el empalagoso aroma de las cerezas, la mosca azul avistó su objetivo. Moléculas del fruto ilícito, y nada más que eso, se habían adherido sobre el párpado izquierdo de Montaña. Justo, aquí, en esta superficie, el zumbido grave y el movimiento de las alas tornasoladas de la intrusa entraron en receso, pero el aparato bucal chupador del insecto inició su voraz actividad alimentaria.

Desde la perspectiva general de los hechos, la retórica de Doña María conservaba la fluidez en la catarata de adjetivos y de superlativos, que a la postre constituían el eje y la dinámica de su discurso. Desde la perspectiva específica de un microscopio, las patas de la mosca, provistas de ventosas, se frotarían con sibaritismo sobre el párpado y lo recorrerían con avaricia interminable. Negros botones brillantes, los centenares de ocelos de la Calliphora Vomitoria se mantenían alerta a la menor vibración muscular de su víctima, adormecida por el efecto anestésico de la pasmosidad.

Al filo de la inconsciencia, cuando Montaña escuchó a lo lejos, como si proviniera de un público deportivo, la masiva exclamación de alarma de sus condiscípulos, ya era tarde. Aunque, en verdad, suponer que ya era tarde puede resultar un poco ingenuo. Porque, frente a Doña María sólo existía una instancia unidireccional, de arriba hacia abajo, y por lo tanto decisiva e inapelable. Ante los castigos físicos de la maestra Talero no cabían ni siquiera los movimientos defensivos del boxeador frente al peligro, es decir, agachar la cabeza y los hombros de manera sistemática o rehuir al adversario para mitigar los efectos de una tunda. En absoluto: Cualquier manifestación del instinto de conservación del alumno llamado a sanción doblaba la severidad de los correctivos.

Por algo, cuando la directora del Liceo Central impartió la orden de “¡Fuera, mosca maldita!”, Montaña permaneció impertérrito, al menos ante la comunidad estudiantil: Cuestión de disciplina, pero también de honor. No se apagaba todavía el estupor colectivo ante la inminencia del peligro, cuando a ojo cerrado Montaña descubrió los alcances de una descarga de altas proporciones eléctricas, manifiesta en un aguijonazo sobre el párpado, que estremeció todas sus naturalezas. La vara de rosas había liberado un nivel intangible de voltios de espina contra la zona más sensible de la anatomía. Aún en medio de la sensación pirotécnica que recorrió todo el sistema neurológico del alumno, éste hizo creer a su prójimo que en verdad era un cristiano irreductible y un varón a toda prueba.

La estocada exploró el alma, pero fisiológicamente, según el parte del oftalmólogo, perforó el iris, removió la córnea y desprendió el músculo dilatador de la pupila, con severos traumas sobre la arteria central de la retina y el aracnoides. Con el desenfado propio del tiempo transcurrido desde aquel abril, la profesora explicaría meses después, y en tono anecdótico, las motivaciones del procedimiento empleado: Había sido indispensable expulsar del párpado de Montaña a la advenediza voladora azul por cuanto la presencia del insecto distraía la atención de los presentes y restaba rigor al verdadero sentido ejemplarizante del acto.

“¡Menos mal, hay testigos de sobra!”, había justificado la directora al calor de los hechos de abril, indiferente, claro estaba, al nivel de aceptación que suscitaran sus métodos pedagógicos. Hecha entonces aquella salvedad, descargó diecinueve veces más —contadas en voz alta por ella misma— el erizado instrumento de castigo sobre el párpado izquierdo de Henry Montaña. “¡No contento con anidar las pulgas, también atrae a las moscas!”, prosiguió la anciana con incendiado vigor, hasta completar las veinte estocadas, que eran a menudo el límite de sus escarmientos diarios y su número de suerte.
No obstante la febril actividad del bastón de rosas contra la humanidad de Montaña, la osadía de haber intentado desayunar con las cerezas del árbol prohibido aún esperaba sanción para el trío. La rectora regresó al salón y reapareció en el patíbulo con renovados empeños de justicia y ahora con un listón de cedro técnicamente refilado y cortado, del calibre y la contundencia de un garrote prehistórico. El trozo de madera, que la educadora encargaba a un depósito de Palermo mucho antes de que el palo explotara en astillas por la acumulación de palizas a los escolares de bajo rendimiento académico, estaba por estrenarse aquel día. Muchos de ellos estaban por debajo del ideal étnico y del modelo socioeconómico de la maestra y por desventurada coincidencia casi todos eran reconocidos morosos en el pago de la mensualidad. “¡Mírenlo, está nuevecito, espero que dure!”, proclamó, mientras lo exhibía en alto, a la manera de la campeona de tenis de Wimbledon cuando brinda el trofeo a las tribunas.

Por cuenta del estoicismo o de la impenitencia, aunque más bien por el hambre física, Padilla, Reina y Montaña tenían el insuperable antecedente de haber echado a perder siete palos o “reglas” per cápita en el lapso de 1959. De cualquier manera, este aleccionante ejercicio era algo tan consuetudinario, que a falta de tiempo para realizarlo durante la semana, los infractores pendientes de merecido debían comparecer puntualmente los sábados en la tarde para recibirlo.
Contra la creencia de Doña María de que las sobredosis en los castigos inducían a la enmienda, Padilla y Reina —en cuyas vidas anteriores debieron haber sido faquires en Tabriz o en Estambul— se preparaban ascéticamente para afrontar el suplicio, conscientes de que ésta no sería la última vez en abocarlo. Al fin y al cabo, aquella mañana de abril, centenares de frutos aguardaban por ellos sobre sus cabezas. Por lo tanto, la proximidad de los veinte reglazos, más tres horas en posición de rodillas, con el tronco y los brazos erguidos y con un bloque de ladrillo en cada mano, era nada relevante.

Montaña intuía que el peso de la ley sería equivalente al de sus compañeros de suerte, cuando un raro acceso de benevolencia llevó a la maestra a sugerirle en tono deferente: “Si usted cree en las bienaventuranzas, ¡quédese tranquilo!”. Montaña era apenas oídos, no sólo por cuanto la exhortación tenía de providencial, sino porque ya la visión general empezaba a nublarse y porque su único contacto con el entorno era posible únicamente a través de los tímpanos. Compactos los labios por el efecto de la sangre en proceso de coagulación, y con la mirada puesta en el horizonte de los invidentes, Montaña no pudo sonreír, pero el corazón descubrió —éxtasis nunca más repetido— el estado de júbilo y el sentimiento de gratitud con la vida.

Por asociación de ideas y de sensaciones con la nubosa tempestad que se abatía sobre la visión, la voz de la maestra volvió a parecerle originada en el más allá: “¡Bienaventurados los últimos, porque ellos serán los primeros en el Reino de los Cielos!” Eran las once de la mañana, cuando Padilla y Reina habían cumplido su pena y cuando, trémulo y resignado, Montaña avanzaba rengo y sin asistencia moral hacia la expiación de su culpa, que vino a terminar ya apagado el vocinglerío infantil del colegio y tras la puesta de sol más larga de su memoria.

Desde entonces y hasta cuando no hubo culminado la primaria, tres años más tarde de lo previsto, Montaña fue el único actor irreemplazable en la comedia escolar de la clausura académica. Pero, no propiamente por sus calidades histriónicas, que por su anorexia eran precarias, sino por el realismo de su aspecto en Simbad El Marino, donde encarnaba al torpe capitán de los piratas, distinguido por un parche de cordobán color vino tinto que cubría la verdadera falta de su ojo izquierdo.

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