miércoles, 19 de diciembre de 2007

Chapinero Alto pierde memoria

Como los rosales que en aquel sector sobreviven a la ausencia del jardinero, también genuinos tejados, altillos, postigos, ventanas, ojos de buey, cornisas y geometría inglesa y bávara de ponderada alternación de blancos, ladrillos y lajas prolongan la vigencia de los años de esplendor en Chapinero Alto. Sin embargo, la suerte de su viejo entorno está en la mira del Siglo XXI, llamado a reafirmar allí el concepto de la Bogotá cuadriforme, abismal, sombría y sin memoria, como en la alucinación urbana de Mordillo, el universal dibujante argentino.

Talvez para el caminante sin referencias sobre aquellos prodigios de la arquitectura y del urbanismo de los años 30 y 40, hoy la ciudad simplemente evoluciona para responder a la redistribución del espacio, que apenas satisface la necesidad primaria de cubrirse la cabeza. Casi el principio del uso del sombrero. Con la rigurosidad de la economía austera, un clavel en la ventana o un lugar para los libros resultan hoy detalles de tercera importancia.

Aquí son verdadera excepción los inmuebles que se resisten a la embestida del sistema de la propiedad horizontal. Al desafío perviven dentro suyo espacios míticos como aquel antejardín prolijamente dispuesto y efervescente en rojos, violetas y verdes, el garaje doble con Volkswagen escarabajo incluido y la preeminencia del balcón. Ahora la nostalgia tiene la forma y el hechizo de un farol colgante y el calor de la combustión de la chimenea. Habrá que insistir en el adverbio todavía para destacar en algunos inmuebles la existencia de la mansarda o teatro de lo furtivo del pasado, así como de los ámbitos reservados a la gran biblioteca, al piano, a los cuartos de huéspedes, al vestíbulo y a la esplendidez de la alacena, sinónimo de una época de abundancia que apenas conocieron unos antepasados ya irreconocibles. De ello sí que daría cuenta esa abnegada institución también extinguida: La empleada vitalicia del servicio.

Entre la Avenida Circunvalar, esa quimera capitalina de freeway, y la Carrera Séptima, dispendiosa y obligada ruta de diez mil vehículos, Chapinero Alto es paulatinamente una abnegada isla del tiempo a punto de desaparecer. Hoy, cuando el decir popular porfía en que la ciudad se volvió “tierra caliente”, los fantasmas del lugar perviven como habitantes de la niebla: Llevan paraguas, gabardinas inglesas, abrigos grises las señoras y al atardecer platican en el parque, casi musitan, un castellano impecable. De aquellas postales vivas de la memoria —no necesariamente en tono sepia porque el color en la industria fotográfica colombiana llegó al mercado nacional apenas en 1954— se recuerda lejano el vocinglerío infantil que suponía el frenesí en los columpios, el vértigo del balancín o la impotencia detrás de una pelota de letras que calle abajo esperaba el puntapié salvador del ya extinto transeúnte solidario. Hoy el mismo parque es un museo al aire libre museo de fierritos con sus encajes metálicos incompletos, descoloridos y sobre todo abandonados.

En particular, de abril a junio, en Chapinero Alto se proyectan espejos de lluvia a ras del piso, que dan a la calle la sensación de un solo espejismo, todavía flanqueado por jardines donde abundan los festivales de color. Las flores cabecean bajo las gotas de la estación. Estas son globos limpios, rellenos, transparentes, sobre hojas y pétalos que el viento agita en una coreografía interminable. Las gotas estallan y se multiplican, convertidas en diamante líquido.

Con la ventisca de la temporada cunden especialmente aromas de loción de pino. De aquel pino ciprés que las primeras generaciones del sector sembraron con devoción de jardineros y con esmero de artesanos, hasta verlo convertido en arcadas y verdes muros infranqueables, que además sirven de hábitat a los últimos gorriones.

Estas referencias equivalen a los centímetros rescatables de la película de los últimos setenta años sobre un entorno urbanístico amable y un legado arquitectónico y cultural plausible de conservarse, como Santos Lugares en Buenos Aires o Covent Garden en Londres, pero que en Chapinero Alto difícilmente sobrevivirán a la memoria urbana.

Frescos, imperturbables pese al orín del tiempo, faroles, balaustradas, verjas, setos y prados interiores aún alcanzan ese indescifrable punto idílico que resulta del claroscuro durante ese silencio. fantasmal predominante después de que los últimos caminantes, a veces con sus perros, vuelven a casa.

En tramos cada vez más breves, una gama de atalayas, de puertas, aldabas y postigos, buhardillas, piletas, rosales y grutas amparadas por Vírgenes y por ángeles de piedra, esperan impertérritos el próximo macetazo del Siglo XXI. Entre tanto, condenados a una muerte lenta por indolencia general, los imperiosos y altivos urapanes de ayer se abaten sobre el espectáculo de sus últimas hojarascas.

Chapinero Alto es también tormenta de hojas y briznas de otoño con luna propia, exaltada dentro de la perspectiva que ofrecen las montañas por la cuales se descuelgan sus calles. De puertas para adentro aún se escucha una lejana música de reloj de péndulo, y hacia afuera, el domingo, el rumor agudo de las campanas a misa en San Francisco de Paula. Parte de lo inmemorial son la placidez del paisaje, la seducción de la lluvia, la contemplación del crepúsculo, la lectura sin sobresaltos en la media luz y unos pilares de la convivencia desarraigados de la costumbre, como la gentileza y la discreción.

De cuanto ahora son pintorescas sombras remotas, el oficio del deshollinador cesó por la austeridad en la construcción: La chimenea es un verdadero privilegio. También a la historia antigua pertenece el silbato del afilador, ante el auge de los cuchillos de sierra y otros prodigios multiusos de la importación y del contrabando. La singular escena mañanera del burrito de cabestro cargado con dos latas de a metro cúbico para el engorde de cerdos en las faldas de las montañas vecinas sucumbió a la poderosa industria multinacional del frigorífico. Mejor suerte tampoco tuvieron esa especie de locomotora de carbón que era la primitiva máquina de escribir Underwood, ni sus descendientes eléctricas, cuando el cartelito de Se Hacen Copias a Máquina desapareció de la ventana por un teclazo de la tecnología: ¡Enter!

Pertenecen a aquel universo de telarañas y de duendes, el dentista a secas, el médico general, el zapatero y los recurridos carramplones, el policía del parque y su proverbial desvelo por la niñez, la tienda de abarrotes con el vale, el vendaje en el pan, la Kist de limón y el kumis expuesto en jarra de vidrio, el cartero en bicicleta, la voz impostada de la compradora de ¡boootellas-frascos-papeeel! con el crío a las espaldas revestido y sostenido en un pañolón, sin mencionar el protagonismo que entonces alcanzaban en el barrio el voceador, el barbero y la modista. Sin la menor resistencia además ingresaron a esta galería de mitos y fantasmas, tradiciones como la del desván donde se remallaban las medias femeninas, se bordaba y se zurcían paños atacados por la polilla.

Un domingo reciente, la aurora fue estremecida por la Balada para Adelina en la versión medio afónica y trajinada de la caja de música. Desde un antañón edificio del sector, sobresaltado apareció en la ventana un hombre también antañón, para asomarse a aquel pasado. Un pasado en que la inspiración de Beethoven servía para anunciar la llegada del heladero al barrio a través del megáfono del carrito de las paletas Victoria. Sin embargo, el heladero no estaba de regreso. En verdad, alguien con un destino igualmente perifoneado, apenas cortaba camino. “¡Nada que ver!”, se dice hoy a la manera impuesta por la generación en curso.

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