miércoles, 19 de diciembre de 2007

El papel de la huelga

Es factible que la Historia y la sociedad desdeñen por tradición a ciertos protagonistas del acontecer, como los profesores de violín o como los desposeídos a la intemperie. A los primeros, por su condición de gremio minoritario o talvez inexistente, y a los segundos precisamente a causa de todo lo contrario: Por ser parte del mismo paisaje urbano.

En cambio, el país debe rendirse inexorablemente, por ejemplo, a la importancia sindical y gremial de quienes detentan el poder nacional a través de ciertos teclados, sistemas masivos, monitores interconectados, timones, redes, vías, palancas o comandos: Llámense controladores aéreos, operarios de energía, camioneros, choferes de bus, taxistas o empleados petroleros o de comunicaciones, les bastará una sola expectoración del ego para imponer su desmesurado sentido de preeminencia.

En contraposición, no hay paro aleccionante de los maestros, ni remedio con los médicos a la calle, claman los familiares de los secuestrados, bloquean las carreteras los subversivos, en protesta marchan por ellas los indígenas, los campesinos y los desplazados por la violencia, con demandas de nuevos privilegios protocolizan su ocio los empleados estatales, bajan los brazos los braceros y cierran las piernas las mujeres de la zona, se toman los presos la libertad de someter a los carceleros y redundan con la huelga de hambre los pensionados, pero igual continúa saliendo el sol.

Palabras más, palabras menos, bajo esa perspectiva discurría el orador principal en la convocatoria al gran paro nacional de trabajadores de la industria del papel higiénico, cuando frenético irrumpió en la tarima un activista sin rodeos: “¡Un momento, compañeros! ¿Dónde radica, entonces, el verdadero sentido de la huelga? Porque, después de mantenerles limpio el trasero a tántas generaciones, ¡ya es hora de que trascendamos en la vida nacional!”. La reconvención del espontáneo en las manifestaciones de aquel Primero de Mayo en la Colombia de 2050 acabaría de inflamar los ánimos de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Bolívar de Bogotá, y de paso les ahorraría elementos de juicio al tribuno de ocasión y exhortaciones a otros líderes y promotores de la jornada.

Tres semanas después, y mientras hubo para medio satisfacer la demanda, la dimensión patológica de los asaltos de la turba de consumidores a los anaqueles de aseo en los supermercados del país cobró cifras diarias de tres y hasta cuatro muertos. En esta especie de Apocalipsis blanco, la voracidad colectiva llegó al punto cinematográfico de que los jirones del preciado papel ni siquiera llegaban a tocar el suelo, cuando, en las manos de alguno con suerte, ya ondeaban como festones, como banderas de conquista, como emblemas de triunfo, por pírrico que fuera.

Y así como nada en el Universo hay más perentorio de ser desechado que esa porción de papel cuando cumple su cometido, también resultaba explicable que veinte efímeros metros de la blanca, límpida, sedosa, reluciente, majestuosa como un cisne, casi virtual y ahora excluyente hoja profiláctica despertara delirios y envidias aún mayores a los que el 29 de julio de 1981 provocó entre las mujeres televidentes del mundo la inalcanzable esplendidez de esa especie de cola de cometa que arrastraba el traje nupcial de Lady Diana.

Si bien los expendios de disolventes químicos, las lavanderías y la industria de los tensoactivos aniónicos, fosfatos, carbonatos, enzimas y otras esencias indispensables para la fabricación de jabones, perfumes, desinfectantes, ambientadores y detergentes alcanzaron su auge a la luz de la emergencia ocasionada por la huelga de papel higiénico, también es cierto que a la sombra de la misma se vinieron a pique incluso matrimonios cercanos a lo indisoluble y noviazgos de los más consecuentes, viejas amistades, y hasta se desplomó el índice natal.

De tiempo atrás con el monopolio de la banca, los seguros, varias aerolíneas, las telecomunicaciones, tiendas de cadena, hoteles, canales de TV, diarios, servicios públicos y de salud, concesiones viales, la administración de puertos y aeropuertos, varias compañías petroleras, equipos de fútbol, la producción de banano y de la antigua Federación Nacional de Cafeteros, el Metro de Bogotá, fueron también ávidos empresarios españoles los beneficiarios de la compulsión popular por la asepsia íntima, al montar toda una industria de ropa interior desechable.

Producto del pánico desatado por la tendencia general a la bacterofobia y a la coprofobia, fue como el turismo, el comercio, la vida social, el culto religioso, el sector educativo y los espectáculos públicos entraron en rigurosa cuarentena. A la sazón, el Parlamento, las Asambleas, los Consejos, las convenciones, los clubes sociales, los sindicatos y las juntas directivas en general y en particular adoptaron forzosas reformas a sus estatutos en lo referente a la asistencia mínima reglamentaria, pues el rigor del quórum y hasta la palabra que lo designa adquirieron carácter de tabú.

Forzada por la drástica caída en las cifras de pasajeros víctimas del síndrome, la escasez del transporte público no tardó en trascender hacia un escenario digno de las calles de Pekín: enjambres de ciclistas de todas las edades atiborraron las calles. Originada por la misma causa, la espiral de la deserción estudiantil fue a parar a la educación a distancia, con el efecto de proverbiales colapsos en la red de internet, toda vez que, además, las filas de usuarios habituales de los bancos y otros lugares de transacción masiva casi desaparecieron por completo al optar por la alternativa de la web.

Sin embargo, uno de los focos más desestabilizantes de esta pandemia resultaron ser las Fuerzas Armadas, miles de cuyos miembros optaron por abandonar los cuarteles, aún a riesgo de ser procesados en consejos de guerra. Aunque no hay estadísticas sobre el particular, se presume que brigadas enteras fueron, inclusive, a engrosar las filas enemigas, concentradas en los lugares más recónditos de la geografía colombiana, y donde, paradójicamente, el papel higiénico a duras penas estaba reservado a uno que otro comandante de la subversión. Por cierto, y fundada en la misma obsesión, la falta de quórum en los tribunales hizo que la justicia cediera ante el reino de la impunidad.

“No es exagerado afirmar que quien hubiera escrito juiciosamente sobre las verdaderas vivencias de aquella huelga, habría merecido el Nobel de Literatura”, afirma hoy, medio siglo después, la fuente de esta historia, Joana Villalba, de 65 años, instalada en el sillón favorito de su apartamento inmerso en aromas de lavanda, y en cuya sala prevalece una remota fotografía del clan familiar que la recuerda en sus quince.

“Por cierto”, dice con manifiesta cautela, sin atreverse siguiera a un cruce de piernas, pero también sin ocultar un súbito desagrado en el ambiente, “y perdóneme la confianza o la desconfianza, pero no sé si soy yo o si es usted quien….”. Aquí el teléfono celular interumpe su frase de aprensión. Y mientras ella atiende el aparato, su interlocutor en la sala advierte que en aquel retrato de familia campea una atmósfera de escrúpulo entre sus ocho integrantes, que posan en actitud de estar juntos pero no revueltos, y que se miran de soslayo, pero sobre todo con un escepticismo recíproco.

En efecto, se trata de una expresión típica de la Generación de la Bromhidrosifobia, como se le llamó por padecer la patología del horror crónico no sólo a producir sino a percibir malos olores personales, y que fue engendrada por aquel movimiento sindical empeñado en devolverle a la huelga su papel en la Historia, así para muchos no fuera propiamente el más limpio.

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