miércoles, 19 de diciembre de 2007

Pambelé, luz y sombra

CIUDAD DE PANAMA, Octubre 28 de 1972. Minutos después de desatar una tormenta de zurdas y derechazos que hacen poner en pie a quince mil espectadores, entre ellos una veintena de compatriotas, y que llevan al éxtasis a más de diez millones de televidentes en Colombia, Antonio Cervantes Reyes, “Kid Pambelé”, de 27 años, abraza desde su esquina el trofeo al nuevo rey welter júnior de la Asociación Mundial de Boxeo. Por la vía del nocaut en el décimo round, el humilde retador acaba de poner fin al mito de Alfonso “Peppermint” Frazer, de Panamá. Antes de proceder a despegarlo de la lona —donde yace literalmente estampado como una goma de mascar— los asistentes del peleador derrotado reclaman pronta atención médica.

CIUDAD DE PANAMÁ, LA MISMA VELADA. En medio del frenesí de la ocasión, una corte de esas beldades que nunca faltan en la primera fila, encabezadas por una electrizante rubia digna de algún rol en “Guardianes de la Bahía” o de un proyecto de “Play Boy”, se toman por asalto el cuadrilátero del Gimnasio Pueblo Nuevo en busca de este nuevo ícono del boxeo mundial. Con su brillo alucinante, las luces del éxito y de la fama acaban de encenderse para este portento del ring nacido el 23 de diciembre de 1945 en San Basilio de Palenque (Bolívar), un pueblo fundado en el olvido y que gracias a la proeza de Cervantes prácticamente apenas vino a obtener un lugar en el mapa.

BOGOTÁ, NOVIEMBRE 4 DE 1972. Las puertas del Palacio de San Carlos, sede de la Presidencia de la República, se abren de par en par en la bienvenida al héroe consagrado tan sólo una semana atrás, y quien avanza —todavía nervioso y huidizo a las demostraciones de afecto popular— por la calle de honor que comienza con la incontenible multitud rendida a su proeza y que remata en el vestíbulo de la casa de gobierno, donde el revuelo parte de los edecanes que se disputan su autógrafo. Luego, en el despacho del mandatario, Misael Pastrana Borrero, habrá el consabido Himno Nacional, el consabido brindis y las consabidas exaltaciones a este ejemplo de humildad a prueba de todo, incluso del peso de la gloria.

CARTAGENA, junio 10 de 1987. Desde la penumbra de un suburbio del amor, con el rostro y parte de la espalda rociados de hematomas, Francisca de los Milagros Martínez, como amparada por su nombre, logra escabullirse de lo que pudo haber sido su última suerte en el oficio y en la vida misma. En cambio, y de nuevo, el agresor no consigue escapar de la policía, pues ya está contra las cuerdas, que en este caso son sus propias limitaciones mentales y motrices. El detenido es el mismo que ha sembrado el terror en la zona, y quien ahora, tambaleante bajo los reflectores de la televisión y ante los reporteros judiciales, es conducido a la comisaría haciendo la “V” de la victoria a dos manos, como símbolo de su delirio. En los últimos quince años, el episodio es apenas uno más del depuesto monarca del boxeo, ahora sumido en su paradoja de grandeza y tragedia.

BOGOTÁ, mayo 7 de 1995. La andanada de puños, puntapiés y golpes de varilla por parte de un enervado taxista contra el virtual saco de huesos que trata de aferrarse a un poste en la esquina de un sórdido sector y en presencia apenas de un par de transeúntes noctámbulos, envía al suelo a un hombre ya insconsciente, que poco después será reconocido en Medicina Legal como el ciudadano Antonio Cervantes Reyes, el mismo que veintitrés años atrás era el intocable y venerado “Kid Pambelé”.

BOGOTA, diciembre 22 de 1999. En acto estrictamente privado, no obstante la presencia de la televisión en vivo, unos cien comensales de corbata negra, escogidos con el rigor selectivo de las cofradías, escuchan del maestro de ceremonias decir los nombres de los postulados al Deportista Colombiano del Siglo XX. El escenario: La Casa de Nariño, actual recinto del Jefe de la Nación. El anfitrión: Andrés Pastrana Arango —el hijo y a la postre sucesor de quien gobernó entre 1970 y 1974— y que en su adolescencia, y por lo menos en público, fue amigo de Antonio Cervantes. Sin embargo, y al parecer por razones de protocolo o por seguridad escénica, Pambelé no sólo no ha sido invitado a la gala de esta noche, sino que su nombre no figura ni siquiera entre los candidatos finalistas.

A punta de secuencias de contraste como la anterior, que sumarían kilómetros de película, podría rodarse la historia de luz y sombra del más grande púgil de Colombia en todos los tiempos, del mejor del mundo en 1973 a juicio la revista “The Ring” —la Biblia del boxeo— y del mayor exponente habido en la categoría de las 140 libras, según las organizaciones boxísticas. Sin embargo, el homenaje que éstas proyectaban rendirle en Caracas a finales del decenio de los 90 para protocolizar su ingreso al Salón de la Fama en Canastota, Estado de Nueva York, fue postergado en tres ocasiones a la espera de la recuperación de Cervantes, que nunca se produjo, aún a pesar de los esfuerzos de un grupo de médicos en Cuba, que además se ocuparon por devolverle la autoestima. Total, hoy apenas le quedan un prestigio envilecido por el alcohol, la drogadicción y sus brutales secuelas, y la resignación de ser el famoso más olvidado de Colombia.

Tan depurados eran el estilo y la técnica de Antonio Cervantes y tan demoledores su actitud y sus puños —y en esa exacta medida tan predecibles sus triunfos— que los colombianos se malacostumbraron a festejar inclusive mucho antes de que sonara el primer campanazo. A menudo, al filo del cuarto o del quinto asalto, mientras el país ya era una sola fiesta, el retador de turno intentaba prolongar su supervivencia con recursos muchas veces antiestéticos y hasta impopulares, pero igualmente legítimos y ocasionalmente efectivos: El clinch, el cuerpo a cuerpo, la pelea en corto. Y cuando no, el contendor se empeñaba en rotar por todo el cuadrilátero para evitar el castigo. Sólo que, frente a ese señor del nocaut que era el hijo de Palenque, lo que generalmente conseguían los adversarios era alargar su propia agonía.

Humillación y revancha

La velada de coronación de Cervantes aconteció diez meses y dos semanas después de haber sido humillado por el entonces penúltimo campeón mundial, el argentino Nicolino Locche, en el Luna Park de Buenos Aires. Durante las quince vueltas que duró el combate, el defensor del título no hizo otra cosa —a veces apunta de gesticulaciones, a veces a gritos destemplados— que enrostrarle su mayor experiencia y sus lauros a un rival intimidado por lo que significaba el apellido Locche y apocado por la magnitud del escenario, uno de los templos del boxeo mundial.

Hubo pasajes de la pelea en que el campeón desdeñó al colombiano bajando la guardia y lanzándole voces desafiantes. “¿Te atrevés o no?”, proclamaba al día siguiente, 12 de diciembre de 1971, el pie de foto de un diario local, atribuyéndole la frase al púgil argentino y, efectivamente, mostrándolo con los guantes por debajo de la línea del cinturón en desdeñosa pose de concederle ventajas a su oponente. No obstante que el amplio registro gráfico plasmaba todo el desconcierto de Pambelé, manifiesto en ese par de lunas llenas que eran sus ojos dilatados, Locche en su arrogancia no logró tocarle la cara y apenas ganó por decisión.

Golpeado en su autoestima y al mismo tiempo convencido de su potencial boxístico, el triunfo de Cervantes en Panamá sería luego como la continuación de la historia iniciada en Buenos Aires. Sin embargo, había un ingrediente adicional con la suficiente dinamita para rematar la pelea c0mo la remató allí: El recuerdo de las privaciones durante su niñez y adolescencia en Chambacú, que ahora se enfrentaba a las posibilidades de la gloria. Hasta el noveno round, según las tarjetas de los jueces, la pelea pintaba para “Peppermint” Frazer, que sobre el papel era el favorito. Al décimo, según el propio Cervantes, la algarabía del público panameño se apagó de súbito en su conciencia, y a la vez una especie de grito desgarrado surgió desde algún lugar de la memoria: “¡Tienes que matarlo!”. El pasado reclamaba un futuro, y el plazo para alcanzarlo eran contados segundos.

El “¡Vamos, tíralo, tú puedes!”, la reiterada exhortación que su entrenador, “Tabaquito” Sáenz, le hacía desde su esquina, terminó de dosificar el espíritu del colombiano en el empeño por enderezar el rumbo de las acciones. Bastó con que Cervantes lograra acomodar el perfil y el ángulo necesarios de Frazer para acometerlo con una seguidilla de golpes que llevaron al campeón a las cuerdas y luego a una rápida demolición. El camino a la victoria había pasado por el orgullo herido, la impaciencia, el desespero y finalmente por la convicción de su verdadero potencial boxístico. Aquel sábado Colombia tenía su primer campeón mundial de boxeo.

La primera defensa, ante el puertorriqueño Josué Márquez, el 16 de febrero de 1973 en San Juan, terminó por decisión a favor de Cervantes. El siguiente en la fila de retadores dio lugar a uno de los pleitos más esperados de la época: Nicolino Locche hacía su reservación para el 17 de marzo en Maracay (Venezuela), donde ya no habría margen para los lujos del argentino, pues en soberbia exhibición Pambelé lo mandaba a dormir en el décimo asalto. Frazer pidió un chance para el 19 de mayo en la misma Panamá, pero no pasó del quinto. Como ningún otro campeón, a ese ritmo el soberano de los welter júniors defendía el cetro con asombrosa puntualidad mensual.

Dispuesto a vengar la suerte de Locche, el 8 de septiembre del mismo año en Bogotá, otro argentino, Carlos María Giménez, dio el paso al frente pero al round número cinco el sureño mordió la lona. Con una de las peleas más bravas en su carrera, Pambelé cerró con estruendoso éxito la campaña del 73, al vencer por decisión al indómito japonés Lyon Furuyama el 5 de diciembre en Ciudad de Panamá, plaza que adoptó al campeón.

A la manera como los fulminaba, rivales como el surcoreano Chang-Kill Lee o el japonés Sinchi Kadota, íconos de verdadera ferocidad, pasaron a ser sólo una cifra en la brillante estadística de Pambelé. Desde su primer intento por el título, diciembre 11 de 1971, hasta su despedida, agosto 2 de 1980, Cervantes ganó 18 peleas —12 de ellas por nocaut— y perdió tres, incluida, por supuesto, la primera de todas, ante Locche. Su reinado de casi ocho años apenas se vio interrumpido por el puertorriqueño Wilfredo Benítez, quien dio la sorpresa al vencerlo por decisión el 6 de marzo de 1976 en la capital boricua. Vacante luego el trono, Cervantes lo recuperó al noquear por segunda vez al argentino Carlos María Giménez, esta vez en Maracay, Venezuela, el 25 de junio de 1977.

A pesar de ser un boxeador excepcional y de su enorme ventaja sobre el resto de la división welter júnior, el ocaso de Pambelé se insinuaba desde mucho antes de enfrentar al norteamericano Aarón Pryor. Excesos en su vida privada, escándalos y diferencias con sus apoderados, precipitaron el conteo regresivo hacia el adiós. Al cuarto asalto y ante el estupor de propios y extraños, el coloso se desplomaba como un autómata cuyos circuitos vitales se han fundido. De esa forma, en aquella tarde plomiza de Cincinatti, sábado 2 de agosto 1980, el boxeo despidió a una de sus leyendas más grandes.

Pocos eventos y protagonistas de la vida colombiana aglutinaron por tanto tiempo y de tal manera el sentimiento popular como lo hacía Antonio Cervantes. Contrario a otros ídolos, su carisma no radicaba propiamente en la efusividad, ni en la calidez, ni en demostraciones afines. Nunca hizo ostentación de alzar a los niños ni de besar a las reinas, ni de aparecer en la Teletón, pues su verdadero poder de convocatoria estaba en la sencillez, en la humildad, en el talante austero, en la perseverancia, en la fantasía de su boxeo. Y sobre todo, en lo que representaba cada golpe y cada victoria suya para la autoestima nacional, logros que en su momento sirvieron para mitigar las frustraciones del país.

El fantasma de Pambelé

En el proceso de deterioro de Pambelé resulta inevitable admitir ese refrán del Caribe de “sube como palma y cae como coco”, según el cual el destino suele pasarles la cuenta de cobro a quienes desafían las contraindicaciones del éxito. Aunque no sirve de consuelo, en tal sentido la historia del boxeo es particularmente un frondoso morichal, del que “Kid Pambelé” es sin duda, y a despecho de la generación que lo aclamó, uno de los cocoteros más caracterizados. Para decirlo propiamente en términos boxísticos, a este escalafón pertenecen, entre infinidad de noqueadores inolvidables, el venezolano Alfredo Marcano, el norteamericano Sonny Liston, el puertorriqueño Esteban de Jesús, los argentinos Oscar “Ringo” Bonavena, Víctor Galíndez y Carlos Monzón, todos ellos, incluso, desaparecidos fatalmente después de un ocaso similar.

Treinta años después de su consagración y a más de quince de haber tocado fondo, pretender una cita con Pambelé requiere la suerte de la lotería o, por decirlo de una manera extravagante, de facultades paranormales para poder localizarlo. En efecto, la frecuencia misma con que aparece y desaparece de modo fantasmal casi haría creer que el depuesto rey de los welter júniors existe apenas de manera virtual. Testigos diversos suelen verlo en las circunstancias más disímiles y en los lugares de Colombia más improbables entre sí, en términos no mayores de doce o de 24 horas.

“Él siempre se las arregla para viajar, en parte porque todavía hay gente que lo reconoce y que lo ayuda”, explica un transportador de carga cuyo trayecto más habitual discurre entre Antioquia y Bogotá, y ocasionalmente se extiende hasta las tierras del Eje Cafetero. “Alguna vez”, relata la misma fuente, “me hallaba en las afueras de Pereira en medio de una enorme congestión de tránsito. Y cuál no sería mi sorpresa al descubrir que allí estaba Pambelé abriéndose paso por entre los vehículos y subastando, hasta donde le alcanzaban los pulmones, su cinturón de campeón mundial. No sé si comprárselo hubiera resultado un falta de respeto o si, dadas las circunstancias, esta habría sido la única oportunidad para hacerme a una verdadera reliquia. Por ahora sólo recuerdo que mientras algunos le daban una voz de aliento, otros le daban monedas”.

Al menos en términos de la vida pública, Cervantes podrá desaparecer de la vista, pero jamás del afecto nacional. Sólo que hoy, por los motivos que lo aquejan, ya no irradia el poder magnético de sus días de esplendor. Más bien, su presencia —regularmente por asalto— genera un efecto de choque con la imagen del hombre inquebrantable y apacible de otros tiempos. Es así como, por ejemplo, una embestida suya contra un grupo colegialas, un altercado de veinte pisos porque los servicios de seguridad le niegan el ingreso a un hotel, o la intervención de la policía para ponerlo a salvo de un protagonismo ignominioso sobre el ruedo de la Plaza de Santamaría en plena temporada taurina, anuncian que el ex-campeón está de visita en Bogotá.

Aunque a lo largo de su drama muchas manos se han extendido para sacarlo del foso de la drogadicción y para brindarle posibilidades de supervivencia, también es cierto que en su tragedia no se salvó ni de la ironía popular. Es así como a causa de su locura y de su desesperanza, algún ocioso puso en circulación una máxima que haría sonrojar al mismísimo Perogrullo y que le fue atribuida a Pambelé: “Es mejor ser rico que ser pobre”, consignaba con inexplicable saña un graffiti trazado sobre una céntrica pared de Bogotá. Si tan famoso disparate —que incluso llegó a ser comercializado en forma de llaveros, autoadhesivos, afiches y hasta en el nombre de una película— produjera regalías, con toda seguridad Cervantes ya tendría con creces el porvenir asegurado.

Adiós a la añoranza

A efectos de una entrevista de oportunidad, el encuentro con Pambelé surge en los alrededores del quiosco de un prestigioso hotel internacional sobre las playas de Bocagrande en Cartagena, donde su silueta paulatinamente enflaquecida se confunde entre el hervidero de vendedores que asedian a los visitantes con toda suerte de artesanías derivadas del mar, gafas deportivas, aceites para mitigar el sol, masajes y fórmulas afrodisíacas. Por un instante, ahora mismo la idea de recordarlo en la cima del éxito se desgaja precisamente como un coco al verlo deambular sobre la arena bajo la alucinación terminal de quien ha perdido el combate más importante de su vida: El de la cordura.

Abordar al Pambelé de hoy supone la tarea de lidiar con un interlocutor al que más bien habría que abonarle sus esporádicos accesos de lucidez y de concentración. Porque con la misma facilidad con que se interna en el pasado más remoto, su atención regresa a tumbos a la playa para detenerse en el saludo proveniente de un viejo vendedor de langostino o en la tentación que en sus trajes de hilo dental resulta de dos despampanantes hembras color canela desgonzadas sobre la arena que a lo mejor desdeñaron el atiborrado verano de Marbella o de la Riviera francesa para rendirse ahora al embrujo del Caribe furtivo.

No obstante que al momento el mercurio se ha disparado a los 38 grados, detalle bastante singular en la presentación personal del viejo ídolo es una infaltable corbata sin época, cuidadosamente anudada, y talvez la única en varios kilómetros a la redonda. Ahora más que nunca, la prenda parece tener para Cervantes si no un significado de elegancia, por lo menos el del último vestigio de dignidad.

—En las buenas y en las malas, usted casi nunca abandona la corbata. Ni siquiera en los climas más cálidos: Cartagena, Barranquilla, La Habana...
—Eso es parte de la imagen, mi hermano.
—¿De veras? ¿Cuida tánto la imagen?
—¡Hombre, quién no la cuida! Y la corbata es parte.
—Pero, en su caso...
—Bueno, la imagen se cuida hasta donde alcanza el presupuesto. Y bien que mal, es lo que finalmente nos queda para mostrarles a los demás.
—¿Y desde cuándo la importancia de la corbata?
—Desde la noche en Ciudad de Panamá, cuando le gané a Frazer. Fuimos a celebrar a un restaurante muy refinado y terminamos en un elegante casino. En ambos sitios exigían la corbata. Además, con el tiempo tendría que vérmelas constantemente con gente importante: Presidentes, diplomáticos, toreros, famosos, gente bien, ¿me entiendes?
—¿Y de dónde tantas corbatas?
—¿Sabes? No tengo la fórmula, ¡pero de algún lado salen! Eso ni lo dude. Para eso no faltan los amigos.
—Después del retiro, ¿cuántas oportunidades de recuperarse ha tenido?
—Antes y después, creo que todas, dice Pambelé, desposeído hasta del poder de añorar, mientras se ajusta constantemente el nudo de la corbata.
—A estas alturas, ¿qué piensa del futuro?
—De eso me hablaron siempre: ‘El Futuro‘. ‘Usted tiene futuro’. ‘Usted es campeón para rato’. A lo mejor el futuro ya pasó de largo. No lo vi ni de lejos. O talvez eso era apenas un halago.
—¿De quién?
—¡De tanta gente! De los apoderados, de los periodistas, de los amigos, de las mujeres... Pierdo la cuenta. Muchos me adularon, derroché para ellos. Hoy ni se acuerdan de mí.
—¿Y el presente?
—Es lo único claro y cierto. Tú preguntas y yo respondo. Eso es el presente.
—¿Y el pasado?
—Eso fueron setenta y nueve peleas profesionales, sesenta y seis ganadas, doce derrotas y un empate. Creo que suficiente para decir que hicimos Historia.
—Después de todo, ¿no hubiera sido mejor no haber llegado tan alto?
—Imposible saberlo. Desde que nacemos estamos mirando para arriba.
—¿La vida le debe algo?
—Creo que me lo dio todo y me lo gasté. Inclusive, le salgo a deber.
—¿Tiene rencores?
—Ninguno. De pronto hasta rabia, pero ya eso pasó. Sentí rabia cuando mi apoderado, Ramiro Machado, y su gente me hicieron a un lado después de tantos años de explotarme. También la sentí cuando perdí con Wilfredo Benítez en San Juan de Puerto Rico (marzo 6 de 1976). La decisión de los jueces me arrebató el título. Lloré de bronca, pero lo reconquisté por nocaut ante el argentino José María Giménez (Maracaibo, Venezuela, junio 25 de 1977).
—¿El rival más bravo?
—Dos japoneses. Furuyama y Kadota.
—¿Cómo recuerda la pérdida definitiva del campeonato (por nocaut, agosto 2 de 1980 en Cincinatti) ante Aaron Pryor?
—Apenas hoy pienso que eso tenía que llegar algún día. Antes no. Pero en el momento mismo no lo podía creer. Y sobre todo después de haber derribado a Pryor en el primer round. El hombre sacó fuerzas de donde no las tenía y me apuró. Y yo no estaba acostumbrado a que me apuraran. Eso le dio más bríos a él y me los quitó a mí. La sorpresa fue tánta, que no pude ni pararme en el cuarto asalto. Fue la sentada más larga de mi vida. Pero si yo hubiera llegado mejor preparado, esa no era aún la fecha.
—¿Y después?
—Bueno, ahí se cayó definitivamente el mundo. La estantería, que llamamos.
—¿Y no intentó levantarlo?
—Eso tendríamos que haberlo hecho entre más de uno, y yo ya estaba solo y sin fuerzas.
—¿Reconoce como cierto eso de “cuánto tienes, cuánto vales”?
—Tú lo dices, hermano. Hoy lo tienes todo y lo eres todo. Todo lo puedes y además lo puedes ya. Es como una varita mágica. Por ejemplo, cuando alcancé la fama, mi pueblo, San Basilio de Palenque, apenas conoció la luz eléctrica. De lo contrario, hoy todavía se alumbraría con velas.
—¿Volvería a Cuba para otro tratamiento contra la adicción?
—¡Ah, encantado! Si no, pregúntele a Maradona.
—¿Lo mejor de la vida?
—¡Ay, mi hermano, ante todo, tenerla!
—¿Y el resto?
—Aprovecharla al máximo, ¿no?
—¿Sí la aprovecha?
—En lo posible. Siempre pienso que “después de esta vida no hay otra oportunidad”. A la manera de Caballo Viejo. ¿Te sabes, chico, esa canción?

Hasta nueva ocasión, aquí la entrevista se interrumpe cuando desde el quiosco un turista lo reconoce y, copa en mano, lo exhorta a un brindis: “¡Por ti, viejo Pambe!”. Seca la garganta, y entre la nostalgia y el orgullo, Cervantes apenas se limita a hacer una parodia de brindis, que parece proyectarse más arriba de las palmeras que lo cobijan: Hacia el cielo del Caribe.

1 comentario:

Unknown dijo...

El articuculo esta super bien escrito, dice toda la verdad sobre el GRAN PAMBELE, felicitaciones