viernes, 16 de mayo de 2008

El legado de Quarentinha (I) (Fragmento)

“¡Bravo, Estornudo de Chocolate, bravo!”, profirió de repente y con sorna una voz chillona desde el fondo del aula del segundo grado de bachillerato, cuando aún tronaba el fragor de aplausos provocado por la puesta en escena del compañero Hernán Monroy, que hacía su estreno como cantante en el Colegio Carlos Martínez Silva (CMS) de Bogotá.

A cargo del benjamín del curso, Alfredo Arévalo, que de talla y consistencia resultaba tan insignificante como una larva, pero cuya actitud social era una constante acometida de escorpión, pronto aquel señalamiento obraría los efectos de un estigma sobre el futuro inmediato del vocalista en proyecto.

Verdadero mar de pecas sus mejillas, tras aquel episodio en la clase llamada Centro Literario que, más que tratar sobre el tema específico de las letras, consistía en una oportunidad escénica para la exposición de destrezas culturales y artísticas, H. M. ganaría más adelante un protagonismo extravagante entre sus condiscípulos, que a la sazón constituían el karma de la comunidad del barrio Palermo hacia el año 1965.

Frente al fenómeno que hoy pedagogos y expertos en conductas sociales denominan bullying —compulsión que desde temprana edad mueve a ciertos individuos a mortificar al prójimo sólo por verlo atormentado— fue con el devenir de los meses y armado de una paciencia digna de monje budista como H. M. lograría sobreaguar no sólo a las urticantes alusiones a sus pómulos salpicados de chocolate congénito, sino a otras insolencias colegiales de marca mayor.

Con su proverbial estoicismo, pero sobre todo con su chorro de voz, Estornudo de Chocolate fue abriéndose paso por el empedrado camino hacia la cumbre del reconocimiento general. “¡Que cante, que cante!”, llegaría a ser poco después el clamor habitual entre la misma colectividad que lo había coronado su rey de burlas, también apodado Plato de Lentejas y Morrocoyo.

Empero, y como cualquier intérprete de éxito que se respete, H. M. vería por fin llegado el momento de no más estar dispuesto a pagar con canciones el derecho inalienable a la tranquilidad. A expensas de su carácter provinciano y apacible, suficientes habían sido las manifestaciones contra sus lunares, como igualmente suficiente le era ya el prestigio alcanzado en el escenario de la interpretación. Aún así, el alias de Estornudo de Chocolate haría carrera.

A estas alturas de la historia que empezaba a reivindicar al solista como tal, no al hombre, suficientes eran así mismo ejecuciones suyas tan impecables como la de Granada, del compositor mexicano Agustín Lara, para entender que el vilipendiado intérprete no sólo se perfilaba como una promesa del canto, sino, inclusive, como un portento de la lírica.

Aunque faltase el acompañamiento instrumental, carencia superada con creces por la calidad interpretativa de H. R., a la sola entonación de "Granada, tierra soñada por mí…", la horda estudiantil entraba de repente en un silencioso estado de encantamiento y subordinación. “Mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti… Mi cantar… hecho de fantasía… Mi cantar… flor de melancolía que yo te vengo a dar…”. Hechizado y en espera de que la voz ascendiera hasta el límite del pentagrama, aquí el auditorio se desgonzaba en un trance parecido a la hipnosis.

Especie de patrimonio musical de la humanidad, la inspiración del legendario Agustín Lara había catapultado hacia la leyenda a varias gargantas de los años 30 en adelante, como la australiana Dorothy Dodd, los norteamericanos Mario Lanza y Frank Sinatra y el alemán Fritz Wunderlich con la interpretación de su incomparable Granada. No obstante el arrollador surgimiento de la música de la nueva ola, al menos por ahora la versión H. R. de Granada alcanzaba el estatus de himno estudiantil y Estornudo de Chocolate el de cierto ícono de popularidad.

En abierta paradoja con el temple mesurado de quien dio su nombre al plantel, el académico, escritor y diplomático Carlos Martínez Silva, un patriarca del Partido Conservador fallecido en 1903, aquella congregación de adolescentes era sin remedio una sola ventolera. Con la puntualidad del atardecer, una vez el tañido de la campana anunciaba el fin de clases a las cinco menos diez, un viento de escalofrío entre el vecindario campeaba en tres y hasta en cuatro manzanas a la redonda del liceo.

El peor augurio de los moradores estaba fundado particularmente en la rutina de las peleas callejeras, pactadas en clase bajo el imperativo insoslayable de “¡A la salida nos vemos!”. Bajo la presunción de la testosterona en juego y en medio de las explosiones de algarabía escolar, uno tras otro —hasta cuando medio muerto el contendiente vencido mordía el pavimento— dos y tres combates por tarde tenían como tinglado las vías del sector.

En cuanto la ausencia de reglas era la norma, una vez llegados a ciertos niveles de ferocidad, los lances excitaban la devoción bélica de las barras y más aún atizaban el pavor entre los vecinos. Como tantos otros, contra su voluntad y con la derrota pronosticada, varias veces el propio Estornudo de Chocolate debió comparecer a duelo, en circunstancias que no reconocían ni siquiera la condición de ventaja que pudiera privilegiar al matón de la clase sobre el oponente más famélico o más vulnerable.

Bajo semejante clima de agitación discurría aquella temporada escolar, cuando brotó la fiebre nacional por la colección de estampitas para llenar el álbum de las Estrellas del Fútbol Colombiano, alrededor del cual el entorno inmediato, el carácter y talvez el destino de Estornudo de Chocolate habrían de cambiar del cielo a la tierra.

Del mismo modo llamadas monas, caramelos o cromos, las famosas figuritas infestaron como una peste bíblica todos los ámbitos de la adolescencia, hasta llegar prácticamente a confundirse con los ingredientes de la sopa. Las había fácil, regular o difícilmente disponibles en tiendas y farmacias de barrio. Como ocurre con los billetes de mayor denominación, que resultan excluyentes para las mayorías, también, y por estrategias de mercadeo, las estampitas de los jugadores mejor cotizados del campeonato eran, además de escasas, inevitablemente las últimas en salir a circulación y por ende las más costosas.

Aunque apenas se tratara de estudiantes, el factor comercial desencadenó fenómenos de acaparamiento, especulación y monopolio de las láminas por parte de auténticos carteles, conformados por los coleccionistas más avezados, que a menudo eran aquellos elementos más proclives al ocio, pero también a un lucro forzoso que a hurtadillas se esfumaba en juegos de azar, en salones de billar, en algún cine de tercera, en comics, en novelones de vaqueros, en el tabaquismo y en el consumo de cerveza.

La pandemia generada alrededor del álbum de las estrellas provocó que la harina de trigo empezara a escasear en alacenas y cocinas, pues era la materia prima para la fabricación doméstica de un pegante que los abuelos reconocían como engrudo y que los académicos de la lengua definen como “masa comúnmente hecha con harina o almidón que se cuece en agua, y sirve para pegar papeles y otras cosas ligeras”. En verdad, aquella generación no sólo estaba a decenios luz de conocer las bondades autoadhesivas, sino los prodigios de impresión y color que hoy ofrecen las colecciones de la multinacional Pannini.

Salvo por la preeminencia que pudiera derivarse de ser el primero del colegio en llegar a completar el álbum, Hernán Monroy o Estornudo de Chocolate no era ni por casualidad el llamado a intervenir en discusión ninguna sobre fútbol ni en cosa que se pareciera. Junto con la nueva expresión musical, que rompía los esquemas tradicionales a partir del auge de cuerdas y teclados eléctricos, así como de letras irreverentes o nada ortodoxas, era el fútbol la otra pasión de aquella generación, y en ambos casos H. M. constituía excepción a la regla.

Por entonces, y sólo a manera de ilustración o de repaso a la Historia, referentes del año 1965 eran las miles de bajas en la Guerra del Vietnam, el Concilio Vaticano II, la consagración de los Beatles, honrados con la Orden del Imperio Británico; la primera caminata de un hombre en el espacio, a cargo del cosmonauta soviético Alexei Leonov; la tromba de éxito de Julie Andrews como estelar de la comedia musical Mary Poppins, que le valió el Oscar, y el enconado mano a mano entre los dos mejores toreros sobre el planeta, Manuel Benítez, El Cordobés, y Paco Camino, cuyo antagonismo terminaría por dirimirse no salpicado ninguno con sangre de astado, sino con la propia, después de una colosal faena a puño limpio en pleno ruedo.

Aunque por naturaleza remiso a los temas del balón, Estornudo de Chocolate aprendería sobre la mayor o menor relevancia futbolística de los actores del campeonato según la escasez o la abundancia de ciertas estampitas, que era inducida por los vaivenes del mercado mismo. Así, mientras las figuritas de los troncos, apelativo para designar a los futbolistas de menor relieve en el torneo, estaban en todas partes, la obtención de las estampas de unos cuantos astros de la cancha llegó a ser casi una utopía.

Formado un perspicaz criterio en la materia, H. M. llegó a convertirse en fuerte exponente en la agitada bolsa de las láminas. La actividad de venta, reventa, subasta e intercambio de las mismas quedaba manifiesta en decenas de enormes corrillos apostados en los alrededores del CMS, donde por mucho tiempo transeúntes y automotores se enfrentaron a un cuello de botella causado por la ocupación estudiantil del espacio público en la hora pico de la mañana.

A las convencionales formas de mercadear las figuritas surgió una variante bastante singular conocida como túmbilis, voz derivada del verbo tumbar, que en la jerga juvenil traducía despojar a otro mediante el factor sorpresa. El túmbilis era un pacto no exento de sadomasoquismo entre dos o más coleccionistas, que se reservaban el derecho a propinarle un golpe de mano al que entre ellos diera la oportunidad. Por la vía de un manotazo y a la consigna de un estrepitoso "¡túmbilis!", el asalto a quien participaba en las ruedas de negocios solía perpetrarse precisamente cuando las rondas estaban en su punto más candente. Consecuencia de aquella práctica fueron torrenciales lluvias de cromos, capaces de tapizar el suelo, generalmente en favor de la lujuria y la rapacidad de terceros.

Entre las figuritas las había tan repetidas, que inclusive en la realidad del fútbol muchos debieron haber sido los jugadores que por causa de la saturación de su imagen vieron menguado el entusiasmo entre su fanaticada. El zaguero Walter Pulgarín, del Atlético Quindío; el argentino Julio Bricka, del Once Caldas, que actuaba de volante —medio se decía en el argot de entonces— y el atacante Alfonso Culebro Rojas, del Cúcuta Deportivo, hacían parte de aquella lista, que a fuerza de su precario valor de colección pudiera darles la equivalencia de troncos o futbolistas del montón.

En cambio, a la franja de figuritas que oscilaban en la mitad de la escala pertenecían futbolistas de la entraña colectiva, como el guardavallas Senén Mosquera, apodado El Jet por la magnificencia de su vuelo en las situaciones más extremas, y el delantero Delio Maravilla Gamboa, insignias de Millonarios; los argentinos Ricardo Pegnotti, que a menudo deslumbraba como el mejor de la cancha donde a bien lo dispusiera el técnico del Deportivo Cali, y el artillero Omar Lorenzo Devanni, del Santa Fe, cuya enorme reputación goleadora era capaz de robarle el sueño a sus adversarios inclusive con semanas de anticipación.

Como si el foco de la atención general no fueran propiamente las actividades académicas, aquel año lectivo de 1965 transcurría más bien entre el protagonismo de Estornudo de Chocolate por sus notables progresos en el canto, la música de la nueva ola como puntal de la revolución cultural de los años '60, las incidencias del campeonato de fútbol y la ardua puja estudiantil por completar las casi cuatrocientas figuritas del álbum.

Por cierto, a tal extremo había llegado la fama del CMS sobre la miseria en el desempeño de sus pupilos, que incluso la ironía popular circundante al plantel solía comparar el desastre en las notas escolares —se calificaba sobre cinco— con el acierto del Totogol, juego de apuestas dominicales basado en los marcadores de la fecha futbolera, en el cual predominaban el cero, el uno y el dos, y a lo sumo el tres.

Tema recurrente por su protagonismo, el paulatino ascenso de H.M. hacia la popularidad comenzaría a hacer agua, pues venía inevitablemente acompañado de una tendencia bien arraigada en la época, que sin fórmula de juicio consistía en poner en entredicho la orientación sexual de determinados personajes del espectáculo. Así, y en especial por cuenta del público más adulto, ídolos de la TV, el cine y la música resultaron involucrados, desde luego apenas a nivel de mito popular, en una suerte de sospechosos de alardear sobre una masculinidad o femineidad que presuntamente no tenían.

La naturaleza de sus insólitos ritmos, letras, voces, trajes, peinados o despeinados, estilos y coreografías había despertado en la generación mayor —que andaba en sintonía con el bolero, el tango, el cha-cha-cha y con diversos géneros del folclor— la certeza de que aquellos símbolos emergentes marcaban no sólo una pauta hacia la decadencia del arte musical, sino hacia la perversión de las costumbres, incluida la pérdida de la identidad sexual. Mientras las caderas de Elvis Presley y el flequillo y las voces aflautadas de los Beatles suscitaban histeria entre sus públicos y generaban un fenómeno capaz de arrasar toda tradición, en Colombia un amplio sector de la sociedad de los mayores de 35 se mantenía entre el asombro y la controversia, lindantes con el escándalo.

Tales eran el carácter aprehensivo, la fuerza y el poder de penetración del rumor popular en aquellos tiempos, que la presunta naturaleza hemafrodita de una reconocida cantante colombiana llegó a ser vox pópuli, sólo porque en sus presentaciones y en las portadas de sus discos solía aparecer en jeans y no en minifalda. Ocupaba la cima del éxito en el Club del Clan, un espacio de televisión de alta sintonía dedicado a la promoción de las voces nuevas, cuando la víctima de semejante especie fue a templar a México en calidad de refugiada de las lenguas viperinas.

El mismo prejuicio de que alcanzaron a ser objeto, aún a la distancia y a sus espaldas, ídolos como Enrique Guzmán y César Costa, que sin las posibilidades actuales de llegar a sus auditorios hicieron vibrar a la juventud desde México hasta la Patagonia, persiguiría con saña a Estornudo de Chocolate. No obstante la insalvable brecha con los adultos, al menos en el particular caso de H. R., al entender de sus condiscípulos la condición de cantante hacía del muchacho un sujeto susceptible de sospecha sobre su identidad sexual, y con ello a ser determinado como el bicho raro de la fauna estudiantil.

Se conjugaba desde entonces un verbo que hasta hoy no conoce mayores inflexiones: tarrear, que constituía el terror femenino y sobre todo en público, al menos entre las más jóvenes y atractivas. El sinónimo de aquel ejercicio no era otro que el de mandar mano, y que en la práctica se manifestaba en la osadía de tocarles por asalto, lo más despacio, intenso y fuerte posible, la cola a las mujeres. Acción bastante recurrida entre los estudiantes del CMS cuando armaban corrillo en los contornos del liceo, de aquel verbo deriva la clásica tarreada, vocablo que al menos en sociedad aún debe estar proscrito.

En un hecho que de repentino trascendió a la costumbre, sería el propio Estornudo de Chocolate el otro blanco de las tarreadas. Aunque las primeras manos que se deslizaron sobre su trasero desataron de sí la más acalorada reacción, el asunto dejaría de ser enojoso para H.R., según éste parecía ruborizarse poco y resistirse cada vez menos a la insolencia de sus condiscípulos. Con ello fue quedando en firme la convicción general de que el muchacho había llegado ya complacerse con aquella rutina.

Si bien la intensidad de los aplausos nunca declinó después de cada audición de H. M., no menos cierto resultó ser que las sospechas sobre su homosexualidad despertaron ánimos libidinosos en unos y los encendió en otros, hasta darse finalmente por entendido que Estornudo de Chocolate, aún imberbe como vocalista, respondía al prototipo de aquellas voces a las cuales parte de la generación adulta ponía en tela de juicio en cuestiones hormonales.

Rol decisivo en esta coyuntura reclamarían los hermanos López, dos morochos en edad de usar cuchilla Gillette, llegados del puerto de Buenaventura, con habilidades para el fútbol y gusto por la música, que eran de forzosa referencia en el colegio, ya por razones de etnia, ya porque la migración hacia la gran urbe no tenía aún los alcances ni las connotaciones de estos tiempos. En este estado de cosas, y con cierto sentido de lo particular, solía nombrarse el costeño, el paisa, el venezolano o el ecuatoriano, tal cual se designa a alguien por su nombre.

Contra la relajada atmósfera del Carlos Martínez Silva, el resto del universo colegial de la época respondía en general a los inflexibles patrones de un régimen conservadurista, muchos de cuyos reglamentos de disciplina contemplaban severos castigos morales e inclusive físicos, prácticamente desde el aprendizaje de las vocales hasta la víspera de la graduación.

Incluido el CMS, en ciertos centros educativos operaba además la modalidad del alojamiento, conocida como internado, al cual accedían principalmente los educandos venidos de otras regiones del país en busca de mejores horizontes. Aún residieran en la misma localidad, huéspedes de los aposentos estudiantiles eran así mismo aquellos alumnos cuyos padres resolvían que el confinamiento a 365 días era la panacea contra los siete pecados capitales, a saber: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia.

(Continuará)