martes, 20 de mayo de 2008

Cero y van tres...

—¡Cero y van tres!, sentenció el coronel, mientras repetía una rutina de avanzar unos seis pasos y volver sobre ellos en su estrecho despacho de la comandancia de policía del barrio. Desde el suelo, que consistía en una placa de loza oscura y yerta, y sobre la cual yacía esposado y en cuclillas desde hacía dieciocho horas, el detenido apenas blanqueó la mirada para intuir la expresión enervada del oficial.

Por cinco veces consecutivas repicó el único teléfono del recinto, pero el coronel se abstuvo de contestar. "¡A ésa la echo hoy mismo a la calle!", murmuró el oficial, en concluyente referencia a Lucy, su secretaria, quien por vez primera en once años de servicio no llegaba con la puntualidad de las 8:00 a.m., ahora cuando el reloj instalado en lo alto de la pared andaba ya por las 8:05.

—¿Cómo me dijo que se llamaba usted?, inquirió el coronel a su interlocutor de ocasión, un indigente que había sido trasladado allí bajo sospechas de ser el individuo que, amparado en las sombras, solía defecarse a la vuelta de la esquina de la estación de policía en un deprimido sector de la ciudad.
—Oscar... Emilio..., mi... teniente…, repuso tardo y tembloroso el sindicado.
—¿Teniente, dijo? ¡Coronel, gran imbécil, c-o-r-o-n-e-l!, rectificó a voz en cuello el uniformado. "¿No le enseñaron a distinguir las insignias?".
—No, mi coronel..., contestó el arrestado, casi exánime, con una hebra de voz, sin atreverse siquiera a observar los ojos de su inquisidor, cuyas aparatosas botas con punta y tacón de acero reforzado producían estruendos de caballo.
—Pero, ¡Oscar Emilio qué!, cuestionó con grito destemplado el jefe de policía, presa de la indignación, al tiempo que le propinaba un par de puntapiés en el trasero. "¿No tiene apellidos o acaso lo parieron por la manga de un chaleco? ¿Ah? ¡A ver, conteste!".
—Go… Gon…González.., musitó entre titubeos el detenido, que era virtualmente una aparición con barbas, barnizado con una capa de mugre y con un soplo de hollín, gracias a lo cual el esperpento de su naturaleza no alcanzaba a ser transparente.
—¿Y es que todavía duda de su apellido? ¡Pues, no va más, González-Oscar-Emilio, sépalo de una vez por todas!, espetó el coronel. El teléfono volvió a escucharse en medio del eco de sus pasos que por poco hacían vibrar las paredes del despacho policial. Con las manos entrelazadas y atrás de la cintura, impaciente el uniformado hizo un alto en su deambular por el recinto y volvió a mirar la hora: 8:07.
—¡Se lo dije, González: Cero y van tres!, repitió el oficial, obsesionado con el tema.

Al menos por asociación de ideas, ahora mismo la única presunción de culpa se fundaba en una tercera y más larga exhalación flatulenta del reo, por cuya incontinencia el despacho estaba inmerso en un hedor a mortandad. Por lo menos a juzgar por cuanto devendría sólo minutos después, algo de semejantes proporciones debió percibir el coronel, que entre los suyos cargaba la fama de tener un olfato tan hipersensible, como la de profesar un concepto tan excéntrico y tan repentista sobre la originalidad de las cosas.

—¡Ya verá que esto no es un chiste!, amenazó el oficial, fruncido el ceño. "¡Y mucho menos de aquellos que circulan en los correos de Internet, que son tan poco originales!".
—¡Así, como lo oye, González, usted no va más!, porfió el coronel, "y espero que sea usted consecuente con lo que digo". Volvió el teléfono a interrumpir, y de reflejo los ojos del jefe de policía retornaron sobre las agujas del reloj.
—De veras, este no es un chiste más de Internet. ¡Por sus hijos, créame, González, créame!, repitió el oficial, y sin mediar más argumento procedió a desenfundar su pistola italiana, y por tres veces la descargó contra la cabeza del detenido, tras lo cual el victimario sufrió un fuerte ataque de hilaridad, que lo llevó a tomar asiento.

Ausente Lucy, la secretaria, acto seguido el oficial se puso al frente de la computadora, y a efectos de no olvidar ni siquiera una coma sobre el acontecer de aquella mañana, presuroso comenzó a teclear en caliente la siguiente introducción para una nueva entrada de su blog, que solía escribir desde la perspectiva de la tercera persona:

—¡Cero y van tres!, sentenció el coronel, mientras repetía una rutina de avanzar unos seis pasos y volver sobre ellos en su estrecho despacho de la comandancia de policía del barrio. Desde el suelo, que consistía en una placa de loza oscura y yerta, y sobre la cual yacía esposado y en cuclillas desde hacía dieciocho horas, el detenido apenas blanqueó la mirada para intuir la expresión enervada del oficial.