miércoles, 19 de diciembre de 2007

De negro la noche

A la velocidad de las malas noticias, la intriga y después la angustia cundieron aquella noche en el vecindario: ¿Qué suceso habría en la céntrica esquina nororiental de la Carrera Séptima con la Calle 59 de Bogotá, donde hordas de jóvenes vestidos de negro comenzaban a producir un fenomenal atasco en el tráfico? ¿Pertenecían a una secta satánica? ¿Se trataba de una protesta gay? ¿Era una concentración de rockeros? ¿Unos maniáticos de la Era Acuario?

A sólo cincuenta metros de allí, la urgida línea telefónica de la policía del Centro de Acción Inmediata (CAI) no tardó en sufrir un colapso. Con el horror propio a una invasión de murciélagos en las sábanas del sueño —y además apenas era jueves— algunos optaron entonces por encaminarse al puesto de policía. Allí, dos únicos agentes que se declararon inamovibles por cuestiones del reglamento, pidieron a secas una prórroga en espera de algún desarrollo de los acontecimientos.

“De todas maneras”, advirtió uno de ellos, “nuestro campo de acción llega casualmente hasta la Séptima. De ahí hacia arriba, así sólo sea cruzando la calle, el manejo del asunto le corresponde a otro CAI: El de la Cuarta con 64. Mejor, diríjanse allá”. Respuesta similar habían obtenido semanas antes los dueños de varios expendios cercanos, incluida una droguería de turno, ante la presencia puntual de una banda de asaltantes, motivo por la cual hoy sus negocios cierran más temprano o disponen de enrejados especiales para atender al público. Esta vez, también en vano fueron las nuevas y sucesivas solicitudes de asistencia contra los inauditos visitantes de la esquina.

“¡Por Dios!: Pero, ¿de dónde siguen saliendo más?”, imploró a punto de la histeria una señora de la tercera edad. Desde su balcón en el piso tercero la matrona observaba cómo a los pies del edificio esa multitud virtualmente uniformada de negro se expandía minuto a minuto al modo de un evento surrealista o del proceso reproductivo de las células visto en cámara rápida. La aglomeración ya llegaba hasta la esquina suroriental y no demoraría en hacerse aún más copiosa.

Contemplado desde el norte, el costado oriental de la Séptima era una parada de luciérnagas entre un delirante concierto de bocinas. Desde la óptica sur, por supuesto la escena semejaba un caudaloso río de luces rojas cuyo represamiento pronto superaría la capacidad de respuesta de las autoridades. Hacia las diez y media de la noche, hora en que el tránsito automotor discurre con relativa fluidez, en cinco cuadras la arteria vial se había transformado en un megaestacionamiento que comprometía las calles afluentes por donde más vehículos intentaban sin éxito una alternativa de escape.

“No hay razón para disolverlos”, suspiró con aire de derrota un coronel en retiro, años atrás condecorado en el Ejército por su tenacidad y arrojo en la toma contraguerrillera de Casa Verde, y hoy reconocido en el sector por su liderazgo en la comunidad. “Seamos objetivos: No están infringiendo ninguna ley”, admitió ante el corrillo principal de moradores y curiosos apostado en la 60. Por venir de quien venía, de un vecino de carácter inflexible cuya abnegada gestión cívica podía medirse en resultados, el concepto aumentó la desazón. En ello terció un joven abogado con un golpe de gracia a la perplejidad de los presentes: “Si lo dudan, léanse el Artículo 24 de la Constitución. Salvo las excepciones a que haya lugar, todo colombiano es libre de circular por donde le plazca”.

“¡Pero esa gente no está circulando: Al contrario, está causando semejante caos!”, objetó impaciente una señora bien acicalada, que encarnaba la frustración de la anfitriona con la cena lista cuando los invitados no aparecen, como podía deducirse del tema recurrente en sus desesperados contactos a través del teléfono celular. “En ese caso”, prosiguió el espontáneo jurisconsulto sin perder la calma, “el espíritu de la Constitución también ampara el libre derecho de reunión”.

“¡Entonces, usted los defiende!”, reparó enojadizo un ciudadano con aspecto de pensionado que con la mano derecha esgrimía un periódico hecho abanico y con la izquierda agitaba sus gafas bifocales, mientras en pantuflas desafiaba el pavimento húmedo y la inclemencia de la noche. “¿Y si esos vagabundos son de una secta o algo por el estilo?”, porfió el anciano, trémulo y con mirada inquisidora contra su interlocutor. A lo cual el jurista no tuvo más que enunciarle, casi deletrearle, el Artículo 19 de la Carta: “ ‘Se ga-ran-ti-za la li-ber-tad de cul-tos. To-da per-so-na tie-ne de-re-cho a pro-fe-sar li-bre-men-te su re-li-gi-ón y a di-fun-dir-la en for-ma in-di-vi-du-al o co-lec-ti-va’. ¿De acuerdo?”.

En esas, coincidieron a lo lejos varias sirenas —si de la Policía, bomberos o ambulancias, imposible saberlo— que le infundían al asunto la sensación de un acontecimiento digno de un extra noticioso. En su generalidad edificios de apartamentos, de los más próximos al teatro de los hechos las ventanas abarrotadas completaban el espectáculo por calle y carrera. En el tramo comprendido entre la 59 y la 60, a las once de la noche la acera oriental de la Séptima era una densa nube negra incontenible cuya abultada dimensión se abatía ya sobre la mitad de la calzada.

No obstante hallarse inmerso en la insólita muchedumbre, un centinela vestido también de negro y con un rotweiler de cabestro siempre en alerta roja, recurría a su radio transistor en busca del avance informativo que lo ilustrara sobre tan novedosa situación a su alrededor. Por cierto, este pasaje sobre el vigilante era de alguna forma la apología improbable de una famosa caricatura del argentino Landrú. En ella el árbitro suspende el partido de fútbol y con el aparato de pilas sintonizado en la transmisión del juego dice a los jugadores: “¡Esperen un segundo, vamos a ver qué pité!”.

Nada fácil, cada travesía relámpago de algún voluntario por entre la turba tampoco reportaba ninguna deducción importante ni trivial. Además de tratarse de hombres y mujeres en la franja de los 18 a los 24, que por el negro del atuendo parecían a lo lejos una concentración de rabinos o una legión de ultratumba, analizado de cerca no había en su comportamiento ningún signo de amenaza pública distinta del embotellamiento. Por supuesto, una incertidumbre superior suscitaba el inagotable y perturbador torrente humano entre la mayoría que desde la ventana seguía la evolución de este verdadero fenómeno de masas.

En cuanto la tarde había sido de tormenta sobre la Sabana, ahora un trueno que pareció reverberar en todo el cielo hizo creer con alivio en que el recrudecimiento de la borrasca pudiera desalentar a los extraños visitantes. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: Frenética, la muchedumbre salió en estampida de su aparente letargo rumbo a un portón que se abría despaciosa y enigmáticamente, y detrás del cual estaba el origen de tamaña detonación: El teclista del poderoso sintetizador en Noches de Transilvania daba comienzo a la función dentro de un galpón que se estrenaba como discoteca, que misteriosamente no tenía aviso y que solía abrir a la hora del Conde Drácula. Tras siete meses de batallar —finalmente con éxito— contra el papeleo y el desdén burocrático para conseguir la clausura del local, este sería para el coronel retirado un desvelo todavía más largo y extenuante que el anterior a su ruidosa victoria en Casa Verde, donde murieron más de treinta guerrilleros.

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